marzo de 2024 - VIII Año

‘Directores españoles malditos’ de Augusto M. Torres

Directores españoles malditos
Augusto M. Torres
Huerga & Fierro Editores, 2022

La reciente salida a la luz de la segunda edición, revisada y ampliada, de Directores españoles malditos, de Augusto M. Torres, da pie para realizar algunas reflexiones sobre la noción de maldito, el género textual de los diccionarios —al que pertenece el libro— y, por supuesto, el propio libro.

A propósito del primero de esos aspectos —el malditismo, lo maldito—, creo que es importante indicar el origen del concepto, su definición o delimitación y su posible clasificación. Debo aclarar que sobre estas cuestiones ha reflexionado el autor en las secciones iniciales del volumen y que lo que sigue ha de interpretarse como un mero complemento, cuando no una glosa, de sus ideas.

  1. El origen. La noción de creador maldito surge en el ámbito literario y de ahí pasa a otros campos, entre ellos el cinematográfico. Puede que dicha noción existiera antes, pero sin duda quien la popularizó fue Paul Verlaine, cuando en 1888 publica la versión definitiva de su ensayo Los poetas malditos. Anotemos, como mera curiosidad, que también existen diccionarios de escritores malditos; mencionaré uno reciente: el Diccionario de literatura para esnobs, de Fabrice Gaignault.
  2. La delimitación de lo maldito. Lo maldito es en principio lo que está signado por la mala estrella, aquello sobre lo que ha caído una maldición o maleficio. Conviene acotar así la condición de maldito para evitar que se confunda con otros rasgos tal vez próximos, como los que caracterizan a las producciones de serie B o a las simplemente fallidas. Para alcanzar el rango de maldita, una película debe padecer un destino mucho más aciago: nula o mínima repercusión en el momento en que es realizada y la subsiguiente invisibilidad, atenuada solo en algunos casos y siempre bastante o mucho tiempo después.

Otra cualidad distintiva de lo maldito, vinculada a lo que acaba de apuntarse, es su provisionalidad, o, mejor dicho, su potencial provisionalidad. El ensayo de Verlaine mencionado nos ofrece ya un indicio en este sentido. De los seis poetas tratados en él, cuatro forman parte hoy del canon literario francés y universal. Lo mismo ha ocurrido con algunos de los cineastas que se recogen en este libro; tal vez el caso más destacado y al que volveremos luego sea el de Iván Zulueta y su convulsa Arrebato, tenida en nuestros días por una obra de culto. Esta relación entre obra maldita y obra de culto no es contingente, sino intrínseca: podríamos decir que para que una película se transforme en objeto de culto ha de pagar un peaje, muchas veces costoso o incluso deletéreo: el de ser en un primer y con frecuencia prolongado momento una creación maldita.

Es preciso, por último, diferenciar entre director maldito y película maldita. Muchos directores que no podemos juzgar malditos —y que en buena lógica el autor excluye de la nómina— sí cuentan en su filmografía con una cinta maldita; es lo que sucede, por ejemplo, con Bruja, más que bruja, de Fernando Fernán Gómez.

No me resisto a señalar que resulta tentador añadir a las categorías de cineasta maldito y película maldita la conjetural de espectador maldito, que sería aquel que se siente fascinado por el cine maldito, un espectador en cierto modo pervertido o perverso.

  1. La clasificación de lo maldito. Muchas son las tipologías factibles del malditismo y lo maldito; la que me parece básica es la que separa el malditismo deliberado —el malditismo como vocación— del malditismo involuntario —o malditismo como condena—. Si no me equivoco, los realizadores que hallan cobijo en la recopilación de Martínez Torres pertenecen fundamentalmente a esta segunda clase, aunque es cierto que quienes optaron por la experimentación no podían llamarse a engaño respecto al futuro que aguardaba a sus experimentos.

Paso ahora a ocuparme del diccionario como forma textual. Lo que caracteriza a todo diccionario es la ordenación alfabética, pero a partir de ahí las diferencias son numerosas. Nos importa aquí una de ellas: la que distingue los diccionarios cuyas entradas son palabras que designan cosas o conceptos y por tanto pueden ser definidas y aquellos otros en los que las entradas son nombres propios, es decir, palabras o expresiones que carecen de significado, ya que se emplean únicamente para hacer referencia a alguien o a algo. A este segundo tipo de diccionarios, en los que la definición no tiene cabida, se adscriben trabajos de Augusto M. Torres como el monumental Diccionario Espasa de cine, en el que alternan los nombres de personas con los títulos de filmes y el presente Directores españoles malditos, integrado solo por nombres propios de persona. (Quede claro que al afirmar esto me refiero a las entradas que constituyen el diccionario; en el cuerpo de cada una de ellas figuran también fichas correspondientes a películas).

La distinción que hemos establecido es relevante porque conduce a un punto crucial: ¿qué lectura o uso cabe hacer de un diccionario del que por definición quedan excluidas las definiciones? Se trata de una pregunta que el autor se ha hecho y a propósito de la cual aventura en su “Advertencia” inicial varias respuestas o propuestas. De ellas me seducen en especial la cuarta y la quinta —la lectura íntegra, como si de una historia se tratara, y que el lector haga lo que le plazca—, que conjuntamente cursan una invitación que me dispongo a aceptar.

Voy, pues, para cerrar este texto, a interpretar la obra como una historia y a la vez a dar libremente a esa historia uno de los sentidos que desde un punto de vista narrativo y lógico podría tener. Y soy consciente de que al hacerlo me adentro de algún modo en el terreno de lo fantástico.

De las tres partes de que consta toda historia —planteamiento, nudo y desenlace—, la que centrará mi atención es el desenlace: ¿cuál podría ser el desenlace de esta especie de historia subterránea del cine español que despliega el libro de Augusto M. Torres?

Admitamos, aunque sea como hipótesis lúdica, que el desenlace “narrativo” de este diccionario de cineastas españoles malditos es la última entrada, la dedicada a Iván Zulueta. Cabría pensar que esa posición final se debe al azar, que es fortuita. Y sin duda en parte es así. Pero a menudo las nociones de azar y destino son porosas y el flujo entre una y otra no solo posible, sino también significativo, y, quizá por ello mismo, esclarecedor. Planteémonos, en consecuencia, la pregunta clave: ¿qué es lo que casualmente no resulta casual en el hecho de que sea Iván Zulueta el último cineasta del que se habla en el volumen? Siete pequeños detalles, que desde luego no son invenciones sino hechos:

—La imagen que surge de la cubierta del libro es una fotografía de Iván Zulueta.

—Martínez Torres fue el productor del segundo y último largometraje dirigido por Iván Zulueta, Arrebato.

—El apellido vasco Zulueta deriva del sustantivo zulo, que significa ‘agujero’, ‘escondite’.

—La historia que nos cuenta Arrebato es la de un hombre que se ve inmerso en un progresivo y frenético desvarío, en un zulo íntimo donde convive terminantemente con el sexo, la droga y sobre todo el cine.

—Más adelante, el propio Zulueta optaría también por recluirse en su casa de San Sebastián, circunstancia de la que se nos informa en el documental La décadence, dirigido, da la casualidad, que a estas alturas sería ingenuo creer que lo es, que es una casualidad, por Augusto M. Torres.

—Iván Zulueta aparece en uno de los largometrajes rodados por Martínez Torres, Las películas de mi padre, una película de ficción pero que tiene también algo de documental, en concreto de autodocumental. Y un fragmento de la escena en que aparece se integra en La décadence.

—Y el último y decisivo detalle: Arrebato es un artilugio complejo, que consiente muchas interpretaciones, pero todas ellas, si quieren arraigarse en lo que la cinta muestra, girarán en torno al cine como locura, como droga y como algo que destruye y finalmente se destruye a sí mismo. Martínez Torres, en un pasaje en que habla de su “obsesión por el cine”, hace suya esta idea del cine como adicción alucinada, absorbente.

La lectura que propongo es, pues, la de una historia cuyo desenlace, de acuerdo con su esencia, tiene también algo de maldito, de vértigo decadente, demoledor y nihilista. Una historia que aboca a una película que de diversas maneras está entrañada en la vida y la trayectoria de Augusto M. Torres y que ofrece una visión del cine, de la manía o delirio cinematográficos, no muy distante de la que intuyo suya.

Quieran los caprichosos dioses del tráfago editorial que este libro no sufra el destino de los cineastas que en él se incluyen, esto es, que no se convierta en un libro maldito. Un destino que no merecería, porque es un libro magnífico —útil, entretenido, una cualidad poco habitual en los diccionarios, y disfrutable, habida cuenta de la calidad de su escritura—; y porque es además un libro necesario, por cuanto da testimonio del paso por el cine y por la vida de un buen número de artistas, de sus vicisitudes, logros y fracasos, y los rescata así de un olvido en muchos casos injusto.

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