Cuando hace unos años volví a ver en las tiendas la venta de vinilos, no me lo podía cree. Me pareció una especie de revancha, un arrebato mágico de unos cuantos nostálgicos y enfermos del siglo veinte, como yo mismo. Hoy la venta de discos es una realidad y las mejores tiendas están llenos de ellos. Han vuelto para quedarse, de momento, y es un objeto con una mística y un poder muy especial, estoy seguro de que los compran jóvenes que nacieron a la música de la mano del Compact Disc o las conexiones en red.
Pero es que están volviendo las cintas de casette, y eso es algo que yo ni siquiera hubiera podido imaginar. Las cintas eran algo tan cotidiano en nuestra vida como un reloj de pulsera o una camisa. Como se podían grabar unas a otras las pasábamos de música en música, de mano en mano y estaban por todas partes. Eran rudimentarias, se estropeaban por dentro y por fuera y el sonido parecía enlatado como las sardinas o los berberechos.
Todos teníamos muchísimas cintas, originales, piratas, grabadas por amigos, vírgenes… muchísimas, de nuestros hermanos mayores, de nuestros padres… yo en uno de mis traslados me encontré con ellas de frente, sin saber que hacer, sabiendo que tenían un pedacito de mi corazón pero que no servían para nada, llevaba ya años sin tener siquiera un aparato donde escucharlas. Tiré muchas de ellas a la basura con todo el dolor de mi persona, pero fui capaz de guardar aquellas que fueron más importantes. Todavía las tengo en un rincón de mi librería y hasta hace poco eran como los cuadros, como los viejos recuerdos…
Pero parece que la vida les va a dar otro soplo de aire, de música, si de verdad se imponen, me compraré un aparato que las disparé y escucharé el sonido de mi adolescencia como un tren de nostalgia que siempre vuelve.
(Invierno, 2017)