marzo de 2025

‘La pistola de mi padre’, de Rafael Soler

La pistola de mi padre
Rafael Soler
Editorial Contrabando, 2025
210 págs.

LA PISTOLA DE MI PADRE O EL ARTE DE LA PROSA

Rafael Soler crea personajes, les da vida con el arte de contar que tienen los que juegan con el lenguaje en todas sus novelas y en su universo poético. Ahora llega La pistola de mi padre, editada en Contrabando.

El personaje de Isabelita marca la novela, traza con su fino estilete el juego de la prosa y reverbera, cayendo de bruces sobre el pavimento de las palabras:

“Cuando dijeron que habían matado a Carrero me puse a llorar, primero despacito y luego con hipo”.

Y esa idea de hacer caligrafía de las páginas, en plano secuencia, porque leer a Soler es ver cine en plano secuencia, como si las imágenes se alargaran, cayeran sobre uno. No hay tregua, narración que se inserta en otra, sin demora, todo envuelto en el aire transparente del poeta que escribe novelas:

“Tengo que hablar otro día de esto. Hacemos el amor cuando Aníbal quiere, un poco en plan Atila, que nunca se lo diré, pero me cuesta. Porque cuando se pone encima, tan de repente y sin miramientos ganas me dan de que no, qué te has creído tú, un poco de respeto”.

Y la memoria, tan cierta como que la novela es un viaje hacia el pasado, donde Rafael Soler es el lienzo de todo un paisanaje, personajes que son él mismo, tanto Carlos, Isabelita y los demás. Rafael Soler sabe que lo que no es memoria es el vacío, lo que no existe, todo pasa por el tamiz del recuerdo:

“La memoria es piadosa, la memoria apuntala los momentos buenos, y deja en niebla los peores, aquellos que viviste y te vivieron, esquirlas de una frase con maldad, desaires al que nunca los mereció y te quería hasta que dejó de hacerlo…”.

Isabelita enferma de verdades, Carlos mirando el alcohol, como si estuviese el mar en un vaso de ginebra, recordando a Sabina. Y el Jefe y doña Rosario, el coñac que bebe el padre, abrazos que no se dan, puertas que no se abren, rencores que se enquistan. La vida, quizá sea, para Soler, ese vidrio donde nos vemos, viajando de espaldas al pasado, pero sin olvidarlo, tocando los brazos desnudos de una mujer, pero sin que el tacto deje la huella de lo amado.

Y algo que trasluce la novela, la familia y los espejos, donde todos se miran sin encontrarse, pero deseando verse. Algo parecido a la Maga de Rayuela, cuerpo que se goza, pero que se escapa y se diluye en la noche en sombras. Como dice Rafael Soler:

“En nuestra familia cada uno es también un personaje”.

La pistola de mi padre es una evocación, la que le surgió al novelista poeta cuando recibió el eco de un padre que quería decirle algo, en ese afán de la última palabra que nos reconcilie con los que no podemos odiar, aunque queramos, porque se adhieren a la sangre que llevamos.

Frases tan luminosas como:

“La Historia es un bazar donde no siempre encuentras lo que buscas”.

Rafael Soler se salta la narrativa convencional, para alumbrar una novela que es todas las novelas, un collage hecho de voces dispersas y diversas, pero que convergen en una, Isabelita, la que parece loca, pero que lo entiende todo en su cordura diferente.

Y la aparición de los políticos de la transición, como seres que tantean el sueño de Caronte, directo ya a los infiernos y a los condenados en la laguna Estigia.

Cabe decir que leer a Soler es ver cine, pintar un cuadro, escuchar una orquesta, todo converge en un escritor que rompe el ritmo de lo convencional, para asaltar con su prosa al lector y hacer que este sea ya un jugador de naipes, un bebedor de ginebra, un solitario en la noche sin estrellas.

La pistola de mi padre es la historia de muchos de nosotros, que caminamos a tientas sin ver, como ese ensayo de la ceguera de Saramago, sobre el trapecio del tiempo, y sin red. Un escritor único en nuestras letras, nuestro querido Soler.

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