noviembre de 2025

LAS CARTAS DE ELIBERIA / Dª. María del Pilar de Luna Azlor de Aragón y Guillamas (1908-1996)

Mi querida condesa:

Sabes que yo soy más partidaria de las ideas de tu padre, Don José Antonio Azlor de Aragón y Hurtado de Zaldívar, profundamente monárquico, décimo octavo Duque de Villahermosa y Luna, y gentilhombre de cámara de Alfonso XIII, que de las que profesaba el que hubieses querido que fuese tu suegro, Miguel Primo de Rivera y Orbaneja, aquel que a sí mismo se llamaba “el cirujano de hierro”. Ambos eran nobles, y sabían respetar las formas. Tú estabas en medio, enamorada del hijo del que llegaría a ser el dictador.

Según las malas lenguas, movidas por otros intereses —ya sabes lo que pasaba entonces, y sigue pasando ahora—, tú habías ido a ver una representación de la zarzuela “La leyenda del beso” del gallego Reveriano Soutullo Otero.

Esto lo podrías confirmar solo tú, o tal vez tu hermana Concepción, que fue contigo.  Era once años mayor que tú. De otra forma tu padre no te hubiese dejado ir. Tenías veinticuatro años y no estaba bien que una señorita de tu clase, paseara sola a esas horas de la tarde. José Antonio solía hacer este tipo de actos con cierta frecuencia en su domicilio, en uno de los salones privados del Palacio de Villamejor, en el número 3 del Paseo de la Castellana. Y hasta allí nos llevó.

Aquella tarde, había dejado su Chevrolet Capitol, por detrás de vuestro palacio, en la Carrera de San Jerónimo. Desde el número 8 del Paseo del Prado, tu padre no podía verlo. Miguel Fleta y Dionisio Ridruejo, vestidos para la ocasión y muy buenos amigos de José Antonio, llegaron a la vez que nosotros en otro coche. Tu novio tenía intención de representar un fragmento de la novela “El doctor inverosímil”, de Ramon Gómez de la Serna. En la “sala de baile”, que daba continuidad a la “Galería de Retratos”, el anfitrión había colocado un piano vertical, de los conocidos como “pianinos”. Me quedé impresionada mirando la gran lámpara colgada del techo, el artesonado y los cuadros, acomodándome  en un sillón de estilo isabelino. Desde aquel rincón  podía observarlo todo.

José Antonio se sentó al piano y comenzó a interpretar “La procesión del Rocío”, de Joaquín Turina. No podía a la vez bailar contigo y tocar el piano. Te sentaste a su lado. Como si hubiese sido a mí misma, entre unos arpegios convulsos, sentí el roce de su brazo sobre tu blusa. Llevabais poco tiempo juntos. Yo aprecié tu temblor. Tu hermana mayor no te quitaba ojo de encima, seguramente tendría que informar a tu padre, pero además de tu hermana, era tu amiga y confidente. Confiabas plenamente en ella.

Terminada aquella pieza, Pilar, la hermana de José Antonio se sentó al piano y Miguel Fleta, se arrancó con el “Aria de la flor” del segundo acto de la ópera “Carmen” del compositor francés Georges Bizet. Yo podía sentir la potencia de aquellos celos de Don José, pero también era capaz de percibir las ansias de libertad de la cigarrera sevillana que protagonizaba la ópera. ¿Quién me iba a decir a mí, lo que te iba a pasar pocos años después? Aquella pieza se podía bailar y los veinticuatro años de José Antonio se cegaron en tus ojos. En aquel momento, el enamorado, hubiera atado a su hermana Pilar a la silla del piano. Sentí cómo tu mundo se iluminaba.

Aquella era una danza de guerra, conquista, honor y deseo. Tu amplio  vestido rojo púrpura, parecía una bandera. Una sirvienta, rigurosamente uniformada de azul y blanco, esperó a que acabase la pieza y, con unos suaves golpes en la puerta del salón, entró para ofrecernos un refrigerio en una bandeja de plata.

¡Cómo había pasado el tiempo! Estábamos ya a mediados del año 1927… yo tenía cuarenta y dos años, tú diecinueve, podría haber sido tu madre. Me acordaba de ella, toda una señora. Doña María Isabel Guillamas y Caro quería conservar sus apellidos que perdió después de casarse con tu padre: Azlor de Aragón y Hurtado de Zaldívar. Era mi amiga y la veía de vez en cuando. A veces tomábamos el té en el café Lyon en el número 59 de la calle de Alcalá, sobre todo cuando nos enterábamos de que la compositora Rosa García Ascot iba a interpretar alguna de sus obras: así compartí con ella unos buenos ratos de intimidad. A ella, como a tu padre, Don José Antonio, no le gustaban ni el general, que aquel inolvidable jueves, 13 de septiembre de 1923, acababa de dar un golpe de estado, ni su hijo. Se notaban demasiado los recortes en las libertades, pero no podíamos hablar en alto, por eso dejábamos que nos envolviera la música. Tuvo que ocultar la alegría que le produjo el anuncio de la ruptura de vuestro compromiso. Fue el resultado de unas diferencias, que se palpaban entre ambas familias, la que provocó aquel cataclismo.

Le siguieron tus primeras noches de insomnio, dolor y nostalgia, pero no serían las últimas. Atrás quedó el año 1934 y sus tormentas. Y volvieron para mí las tardes de tertulia en el Lyon y de tormenta fuera, con Salvador Bacarisse y Rosa García Ascot.

Precisamente en una de aquellas, tu madre me dio buena cuenta de tu boda, con Don Mariano de Urzáiz y Silva, que, por herencia de su madre, Doña María de la Concepción de Silva y Carbajal, ostentaba el título de XII Conde del Puerto. Incluso me enseñó una fotografía que llevaba en su bolso. En ella aparecías, radiante, en el Palacio de Villahermosa, del brazo de tu padre, aunque sabías que podías haber ido del brazo del propio Rey Don Alfonso XIII, pero que no pudo ser, porque por aquella época estaba exiliado en París. Detrás, el que iba a ser tu marido pocos minutos después, del brazo de su madre, Doña María Isabel Guillamas y Caro.  Por el reverso de la foto habías escrito la fecha, miércoles, 12 de junio de 1935.

Luego su recuerdo la llevó a vuestro viaje de novios, en el Parador Nacional de Gredos. Casualmente allí, contaba ella, que os encontrasteis con José Antonio.  Fue un encuentro fugaz. Él, como un caballero, os dio la enhorabuena, y se retiró enseguida. Sus lágrimas contenidas se te quedaron clavadas en el alma.

Aunque hay días luminosos como aquel, y los de los nacimientos de tus cinco hijos: Pilar, Álvaro, Javier, Luis y Alfonso Urzáiz y Azlor de Aragón, sé que también hay otras fechas de sabor amargo y de color oscuro que guardas en la trastienda de tu memoria, como aquel sábado, 14 de marzo de 1936, cuando el amor de tu vida fue detenido y trasladado a la Dirección General de Seguridad y  esa  misma tarde a la Cárcel Modelo de Madrid, que estaba  situada en la Moncloa.

Aún recuerdo las lágrimas de tu madre —menos mal que no estabas tú— al hablarnos de la primera de las torturas, cuando el director de la prisión, José Martínez Elorza y Otero, le asignó la misma celda que había ocupado tiempo atrás su acérrimo enemigo, el socialista Francisco Largo Caballero. Durante esos meses supiste que su hermana Pilar, con las chicas de la Sección Femenina de la Falange, iban a visitarle casi todos los días.

También tenías grabados a fuego, los días 16 y 18 de noviembre, cuando se celebró el juicio, y su traslado a la prisión de Alicante, pero el 20 fue peor. La imagen de aquel patio de la cárcel, publicada en el diario “El luchador”, de Alicante, y los catorce fusileros apuntando a los cuatro condenados —a tu amor le habían colocado en una esquina— nadie conseguiría borrarla.

El estruendo de la puerta de tu alcoba al cerrarse, me contó tu hermana, sonó como un cambio en el rumbo de la historia, amartillado por las cuatro vueltas de llave que le diste por dentro. A pesar de que el dolor intentaba hacer que tu pelo se volviese blanco, tu rubio natural se resistía.

Tu dama preferida del servicio —nunca me revelaste su nombre— se esforzaba más de tres veces al día para que abrieras la puerta y comieras. Todo era en vano. Pasó bastante tiempo hasta que cedió tu resistencia. La lámpara estaba apagada y ella te tenía que forzar a comer. Parecías haberte olvidado de tu marido. Te habías convertido en una buena esposa, pero él ignoraba tu dolor y su razón. En aquella época ocupaba el cargo de director general de Turismo: un buen partido, hubiese dicho tu padre.

¿Recuerdas? Cuando Eduard Fontseré, el locutor de radio Barcelona, anunciaba azul y nieve para el día siguiente.  Yo esperaba ansiosa tu llamada. Solo con una palabra —“Vamos”— ya sabía que tu marido tenía una importante e inaplazable reunión y yo estaba dispuesta a hacer todo por ti. Conocía tu secreto y el camino. Y las dos —solo las dos— recorríamos en mi coche, que pasaba más inadvertido, el camino hasta la sierra. Las figuras de Juan de Ávalos y los monjes nos abrían paso, sabían quiénes éramos y a qué íbamos. Él sabía la razón de tu dolor. Cada pocos días y en secreto te escapabas al Valle de los Caídos, para sentarte sobre su lápida y desahogar tu dolor. Solo las esculturas de  Juan de Ávalos fueron testigos de aquel dolor.

Tú te sentabas sobre tus lágrimas y su lápida y dejabas escapar los minutos y las horas y yo paseaba en torno a las miradas de piedra, que aquel republicano había creado para mi contemplación. Yo también hablaba con ellas, les hacía preguntas, que sabía iban  a quedarse sin  respuesta.

Tiempo después comprendí que hay preguntas que no deben hacérsele ni siquiera a las estatuas. A partir de entonces, no he vuelto a saber de ti: por eso, si por casualidad recibes esta carta te ruego me perdones mi sinceridad y reciba pronto tu carta; la estaré esperando con impaciencia.

Mientras, recibe mi abrazo esperanzado.

Eliberia.

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