octubre de 2025

‘La estirpe de Sócrates’, de José Luis Trullo

La estirpe de Sócrates
La vocación personal en el contexto del humanismo occidental
José Luis Trullo

Editorial Cypress Asociación Cultural
140 páginas

VOCACIÓN, HUMILDAD Y LIBERTAD: MANUAL SOCRÁTICO PARA UNA MODERNIDAD DE NÁUFRAGOS SIN DIOS

En La estirpe de Sócrates, José Luis Trullo acomete, con una ambición que no rehúye el riesgo del sistema, la empresa de trazar la genealogía de la vocación en el pensamiento occidental, remontando el curso de las aguas hasta el Sócrates histórico para seguir su corriente a través de los estoicos, los padres cristianos y los humanistas del Renacimiento. Su obra, a la manera de una sonda lanzada al fondo del tiempo, reconstruye el hilo —fino pero resistente— que enlaza la vida filosófica con la tradición humanista para mostrarnos que la vida buena no se consume en el ejercicio arbitrario de los deseos, sino que se cumple, cual mandato íntimo, en la ejecución de una misión personal inscrita en un orden cósmico. El libro se convierte así en un alegato vigoroso en favor de tres pilares conceptuales —vocación, libertad y humildad intelectual— que atraviesan, sin desfallecer, tanto la Antigüedad como nuestro presente.

En la obertura del libro, “Los hilos del destino”, Trullo convoca a Juan Gil-Albert: “Tener un destino es sentirse súbitamente comprometido en una empresa interior”. El destino no es aquí fatalidad, sino orientación; no imposición externa, sino compromiso íntimo con una tarea que nos concierne personalísimamente. Esta comprensión de la existencia humana como misión singular presupone, de modo casi axiomático, la noción de cosmos: “Existe un destino personal en la medida en que existe un cosmos organizado”. Y de ahí que Trullo pueda escribir que, sin nociones como tarea, misión, destino y cosmos, “la existencia humana pierde toda su consistencia”.

Esta constatación, que parece escrita en piedra, se vuelve problemática en un mundo en que el cosmos ya no es evidente y el destino se confunde con la pura contingencia. Aquí resuena, casi como un eco contemporáneo, la advertencia de Odo Marquard sobre la necesidad de “tradiciones compensatorias”. En un mundo en el que el telos cósmico ya no se da por supuesto, escribe Marquard, el hombre no se sostiene por pura autoafirmación sino por la continuidad de relatos heredados, “pues la vida moderna se ve obligada a sobrevivir a fuerza de tradiciones que la salvan de su propio vacío” (Aporías de la historia). Esta idea, lejos de contradecir a Sócrates, lo prolonga: la vocación no surge de la nada ni de un capricho instantáneo, sino que se cultiva en diálogo con un legado plural que nos precede. La libertad socrática, entendida por Trullo como “cooperación entre lo humano y lo divino”, encuentra en Marquard su equivalente moderno: la libertad como negociación lúcida con límites y herencias, como aceptación de nuestra contingencia sin renunciar al proyecto personal. Y en esa aceptación se cifra también la humildad intelectual, el “saber que no se sabe” socrático traducido al lenguaje de la pluralidad y la contingencia contemporáneas.

Esta perspectiva culmina en Sócrates, cuya reacción al oráculo de Delfos inaugura en Occidente la idea misma de vocación: “El dios ofrece, pero Sócrates debe creer y aceptar. Es el nacimiento de la idea occidental de vocación” (De Sócrates a la vocación, diálogo). Trullo levanta ante nosotros, con pulso casi litúrgico, esa escena fundacional en la que la llamada del dios no suprime, sino que despierta, la libertad del hombre.

La vocación, en esta clave, no anula la libertad sino que la solicita. Frente al falso dilema entre fatalismo y autonomía absoluta, Sócrates encarna una “cooperación entre lo humano y lo divino”. La libertad se redefine entonces como ajuste lúcido a nuestra naturaleza y a nuestros límites, no como pura soberanía ni desvarío voluntarista. En ese horizonte cobran pleno sentido dos virtudes clásicas: sofrosine (moderación) y enkráteia (autocontrol).

A este respecto, Epícteto aparece en el libro como el heredero más fiel del Sócrates de Jenofonte. Trullo lo presenta como un auténtico “Sócrates redivivo”, que traduce en términos claros y prácticos la exigencia socrática de autogobierno y misión personal. En sus Disertaciones, Epícteto llega a afirmar que el filósofo es un mensajero de Zeus enviado a guiar a los hombres por el camino de la virtud. Su doctrina, lejos de la autocomplacencia moderna en el “derecho a ser lo que uno quiera”, se funda en la seriedad de descubrir la propia vocación como cooperación entre voluntad humana y mandato divino

En el Sócrates de Jenofonte, más “de plaza pública” que de retiro místico, estas virtudes se convierten en consejo pedagógico: antes de aspirar a gobernar o transformar la ciudad, hay que gobernarse a uno mismo. Jenofonte advierte, con severidad de maestro viejo, que sin educación los mejor dotados pueden convertirse en “los peores y más dañinos”. La educación —en sentido fuerte de paideía— se erige, pues, en medio para descubrir y realizar la vocación singular, no solo en beneficio propio sino en provecho del conjunto.

Esta articulación entre autogobierno, formación y destino personal enlaza con el humanismo renacentista —Cristóforo Landino recordaba que “si el Dios supremo no nos hubiese determinado de manera cierta la meta final, la condición humana no podría concebirse más miserable” (Disputas camaldulenses I)— y con la máxima de Séneca: “El sabio se contenta con su suerte, sea cual sea, sin desear lo que no tiene” (Trullo citando De vita beata).

En diálogo con pensadores contemporáneos, Byung-Chul Han diagnostica en La sociedad del cansancio una época de autoexplotación y dispersión. Frente a esa subjetividad agotada, las virtudes socráticas de sofrosine y enkráteia actúan como tecnologías del yo para reintroducir límites y orientación interior. Martha Nussbaum, con su enfoque de las capabilities, comparte con Trullo la idea de que la vida buena es florecimiento objetivo de las capacidades humanas, no un catálogo de placeres. Y Alasdair MacIntyre sostiene que las virtudes solo tienen sentido dentro de tradiciones teleológicas, crítica al emotivismo moderno que resuena con la tesis de Trullo: sin telos, las virtudes se vuelven incomprensibles.

San Agustín, en Sobre el libre albedrío prolonga la tradición socrática mostrando que la plenitud humana consiste en orientarse hacia los bienes imperecederos mediante la razón. Ahora bien, en De la gracia y el libre albedrío matiza esa confianza en las solas fuerzas humanas, subrayando que la voluntad requiere la cooperación de la gracia divina para sostenerse frente al pecado. Así, Agustín se convierte en puente entre la herencia grecolatina y el cristianismo, integrando el marco socrático en una nueva clave teológica; donde la gracia no anula la voluntad.

El tercer pilar es la humildad intelectual. Trullo subraya que Sócrates no se limita a recibir pasivamente el oráculo de Delfos; se siente “obligado a investigar el enigma”. Es la actitud opuesta a la amathía —término griego que designa la ignorancia arrogante, la incapacidad de reconocer la propia ignorancia— que Platón considera raíz de la injusticia. De hecho, Sócrates se revela “el más sabio porque sabe que no sabe” (Apología 23a, citada por Trullo), frente a políticos, poetas y artesanos que confunden dotes particulares con sabiduría universal.

Esta humildad intelectual transforma una experiencia personal en servicio activo a la comunidad: “Ahora voy de un lado a otro investigando y averiguando en el sentido del dios… prestando mi auxilio al dios” (Apología 23a, citada por Trullo). Trullo muestra así que la vocación socrática no es un privilegio, sino una exigencia de autogobierno y responsabilidad cívica.

En términos contemporáneos, podríamos decir con MacIntyre que Sócrates asume la narrativa de su vida como un bien interno de la práctica filosófica. Y podríamos añadir con Han que sin rituales ni límites la vida se dispersa en multitareas sin sentido; con Nussbaum, que sin cultivo de capacidades no hay dignidad ni florecimiento.

Cicerón es evocado por Trullo como uno de los grandes referentes de la tradición humanista junto a Agustín y Jerónimo. Su defensa de la ley natural y de las virtudes cívicas en obras como Los deberes y Las leyes prolonga la inspiración socrática en clave romana, ofreciendo un modelo de filosofía práctica que alimentó tanto al cristianismo patrístico como al humanismo renacentista.

La estirpe de Sócrates no es un simple estudio histórico, sino una brújula clásica para una modernidad desorientada. Al articular vocación, libertad y humildad intelectual —y al denunciar la amathía contemporánea—, Trullo reactiva la potencia normativa de la tradición sin fosilizarla. Nos invita, como Sócrates ante el oráculo, a interpretar el sentido de nuestra propia vida; a descubrir en ella un telos que no es imposición heterónoma ni mero capricho, sino tarea constitutiva.

Su texto no es solo una arqueología del humanismo occidental, sino también un manual de autogobierno para una época huérfana de sentido. En tiempos de hiperconsumo y “cansancio” crónico, La estirpe de Sócrates devuelve al lector esa brújula clásica para la búsqueda de sentido que el propio Trullo reclama: “Todos portamos dentro algunos indicios de nuestro destino. No hay que borrarlos, sino seguirlos” (J. Joubert, citado por Trullo).

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