abril de 2025

Carta abierta a doña Francina Armengol, Presidente del Congreso de los Diputados

Viñeta de Eugenio Rivera

Señora Presidente:

Su Señoría abre el Congreso para un debate sobre la III República por venir, si el pueblo no lo remedia. El suyo es un gesto encomiable: escuchar al pueblo. Sin duda. Si hay lealtad y autenticidad en su propuesta, se trata de una muestra de talante democrático: abrir las instituciones a la participación de la ciudadanía, habitualmente inmersa en otras obligaciones y dejar, aunque sea excepcionalmente, que los representados hablen por si mismos y capten la atención de sus representantes que, normalmente, sólo se ocupan de recabar votos cuando toca.

No espero ser llamado a expresarme, porque no pertenezco a partido alguno, ni a sindicato, ni a órgano de gobierno de cualquier otra estructura social o cultural. Soy, simplemente, un ciudadano pedestre, que voto cuando me llaman y, antes de hacerlo, leo el programa que luego nunca sale a flote. Pese a mi frustración persistente, yo no cejo y acudo a votar con religiosidad ciudadana, haga frío o calor.

La mía es una situación privilegiada, porque gozo de entera libertad de expresión y no obedezco otros cánones que los que corresponden a la corrección, al respeto mutuo y a las buenas maneras que garantizan la convivencia. Con ese equipamiento y los derechos que me otorgan la Constitución y las leyes, emprendo esta carta, no exenta de fe quijotesca, bien lo sé.

Que Su Señoría apadrine la III República no es de buen agüero, a mi juicio. Me explico. Durante la pandemia, usted presidía el gobierno de Baleares; dio las órdenes oportunas sobre el confinamiento y, a continuación, se fue a tomar copas con sus amigos a una taberna de Palma de Mallorca, hasta la madrugada. Esa conducta no es modélica, no constituye un ejemplo a seguir de cómo se obedecen las leyes en vigor. El pueblo soberano supo de su inconsecuencia y quedó estupefacto. Yo al menos.

Y aún resulta más estruendoso el asunto de las mascarillas, almacenadas y pagadas por su gobierno, después de conocer su ineficacia. Les habían timado, pero pagaron la factura. Eso no es defender el bien común del pueblo al que se sirve. Hay que preguntarse cui prodest? operación tan despampanante. Ignoro si la Justicia podrá responder alguna vez esa pregunta; pero, de entrada, el votante se queda confuso, resquemado en un país de picaresca antigua y apaños modernos. Sobre todo, teniendo en cuenta que hablamos de millones de euros, tan escurridizos y pegajosos.

De estas cosas suyas, yo no doy fe notarial, porque no soy notario, ni lo he visto con mis ojos. He de fiarme de la prensa y del hecho de negar, pero no acudir a los tribunales para restablecer la verdad. Tal omisión, creo yo, anula su negación.

Con estos malos antecedentes, voy a analizar nuestra experiencia republicana como pueblo, porque me concederá, de acuerdo con Cicerón, que la historia magistra vitae y que ignorarla nos aboca a repetir los errores pasados.

Su partido, no conforme con el Estado de las Autonomías, que procede del desgraciado título VIII de la Constitucional actual, pretende una República federal que, ¡ojalá!, fuera algo así como la República Federal Alemana, menos autonomista que el régimen que sufrimos aquí. Usted y sus correligionarios creen en una nación de naciones que anule el Decreto de Nueva Planta de Felipe V y, ya puestos, nos retrotraiga al reino de taifas del siglo XI, cuando decayó el Califato de Córdoba. Aquello no dio un buen resultado para el islamismo, dicho sea de paso.

No obstante, volvemos a la Primera República (1873-74), que duró la inconmensurable  etapa de once meses, durante los cuales se sucedieron cuatro presidentes. Había nacido bajo la maldición de Prim, catalán de Reus, que la consideraba sin base social. ¡Ojo a la premonición!

El primer presidente, el abogado tarraconense Estanislao Figueras y Moragas salió huyendo de la presidencia a refugiarse en el exilio, sin que se sepa muy bien de qué, o de quién huía. Le sucedió Pi y Margall, otro catalán; éste probo, de formación krausista, demócrata y devoto de la libertad. Nada semejante a la vista. El talón de Aquiles del señor Pi era su convicción federalista. Él quiso alentar su idea federal, que había de nacer de abajo a arriba, como un pacto bilateral, de persona a persona, sinalagmático y conmutativo. Tocqueville en estado puro, absolutamente utópico para organizar un país de individualistas centrífugos, doliente de lo que Ortega luego llamaría los particularismos que él enraíza en los visigodos, que ahora denominamos nacionalismos y que entonces andaban en estado de gestación.

La pobre Primera República se encontró con dos guerras civiles simultáneas: la carlista en el Norte y en el Este la de los cantones, el desgalgadero donde se metió el señor Pi. A ellas hay que añadir un intento de Constitución que Castelar redactó en veinticuatro horas…, y por fin, el golpe de Estado del general Pavía que  clausuró el régimen, a la espera del pronunciamiento de Martínez Campos, en Sagunto. Un desastre nacional.

El único bien de aquella infausta Primera República fue descubrir a Nicolás Salmerón, un authentés, un hombre de una pieza, que no dudó en dimitir de la presidencia antes que faltar a su conciencia. No reconozco a nadie, en el panorama político actual, de semejante talla moral. Espero que usted esté de acuerdo conmigo; pero, en otro caso, me encantará conocer el elenco de personas grandes que usted conoce.

Viñeta de Eugenio Rivera

La Segunda República de nuestra historia es tan desgraciada como la anterior. Comienza mediante un golpe de Estado, porque surgió de unas elecciones municipales  y de una reunión de notables que se celebró en casa del duque de Maura, comisionado para despedir al Rey. Mal comienzo, por sorprendente y falto de legitimidad.

Por entonces, la izquierda estaba tan fragmentada como ahora: Largo Caballero con sus pistoleros no podía ver a su correligionario Indalecio Prieto con su acorazada, como demostraron a tiros en el mitin de Dos Hermanas (Sevilla). Los comunistas, recién llegados a la refriega, venían con su Tercera Internacional y estaban haciendo clientela y méritos por su cuenta, sus checas y sus paseíllos a Paracuellos, siempre a las órdenes de Stalin. Entremedias, los anarquistas, exaltados y magníficos campaban a sus anchas provocando huelgas, incendios de conventos y ametrallamientos. Un desbarajuste pleno, calamitoso y abisal que desembocó en tragedia.

Se redactó una Constitución que reveló la existencia de otro prócer magnífico, el cordobés Niceto Alcalá Zamora que, cual otro Salmerón, dimitió antes de suscribir el artículo 26, que repugnaba a su conciencia. Siempre hay alguna persona ejemplar que resplandece con luz y prudencia propia.

En contrate, venció Azaña, un adolescente tardío que se había escapado del jardín de los frailes para desquitarse de los ayunos escurialenses. Con ínfulas pontificales, a base de laicismo, reformas agrarias, militares, educativas, todo a la vez y de imposible cumplimiento, aseguraba frustraciones sociales iracundas. Un ajuste de cuentas aciago, que debió resolverse en el diván y no en el Congreso de los Diputados, que en la legislatura siguiente revisó a la baja los maximalismos de don Manuel, añadiendo  frustración a las frustraciones.

Hoy la izquierda que está en el gobierno anda divorciada de sí misma, reñida con la derecha y desconfiada del pueblo al que no consulta, salvo usted que lo hace en modo no vinculante… ¿Desde su estrado, encuentra usted algún parecido con la tercera legislatura de la II República?, ¿no escarmentamos de aquel batiburrillo donde había 22 formaciones políticas en activo?, ¿tenemos que repetir fatalmente la historia?

Para construir una república federal sobra individualismo y más para establecer contratos de persona a persona. Los tribunales ordinarios han hablado sobre el tema de los Eres andaluces, las urnas también; pero, la potencia individualista ha quedado bien marcada e, incluso a la postre, inmaculada, gracias al tribunal político constitucional.

Por si fuera poco, sub iudice, avanzan procesos de la misma catadura: sobornos, tráfico de influencias, malversación, nepotismo. Hay corrupción por doquier desde el parador de Teruel a la Diputación de Badajoz y desde la Universidad Complutense al Palacio de la Moncloa. Todo anda manga por hombro, como en vísperas de viaje largo.

Institucionalmente, el afán individualista ha finiquitado al Estado en Cataluña y País Vasco.  Allí, a España no le quedan ni las fronteras. Los individualistas ni siquiera han respetado la lengua que hablamos casi 600 millones de personas y es un idioma de comunicación. Y aún siguen barriendo pro domo sua con avaricia titánica, obligando a los demás a pagar sus delirios de grandeza y la configuración de su pretendida y pretenciosa nación. Sólo falta la proclamación de la III República para que Sabino Arana resucite y vaya a ofrecer a Inglaterra el protectorado del País Vasco y un redivivo  Pau Claris (1640) establezca otra vez el pacto de Ceret, si no con Francia, con Putin.

En este ambiente degradado, hay una figura que brilla con luz propia; se fue a Paiporta y soportó estoicamente las andanadas de barro y ha vuelto, y varias veces; no interviene en política, pero se mantiene incólume frente a los ninguneos y descalificaciones de políticos de pacotilla corruptos, o presuntos; trabaja en lo que le dejan y puede; es honesto, coherente y respetuoso estricto con su papel institucional. Naturalmente, es un obstáculo para la emergencia de la III República y un dique moral que protege la esperanza. ¡Gracias, Majestad!

Atentamente,
Francisco Massó Cantarero

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