Mi querida Rosa:
Me encanta volver a encontrarte, aunque no sea esta vez a través del papel pautado que utilizabas para componer. Recuerdo que te conocí cuando aún eras pequeña, tendrías ¿catorce años, tal vez?
Sí, fue a los pocos días de la muerte de tu primer profesor, don Pantaleón Joaquín Granados y Campiña, en 1916. ¿Lo recuerdas? Fue tu maestro solo un año, desde tus trece a tus catorce años. Estabas con tus padres, Don Blandino García Obispo, médico y abogado, y Doña Rosa Ascot, pianista y pintora y con sus amigos, Felipe Pedrell y su esposa. Entre todos habían decidido que tu nuevo profesor sería Don Manuel de Falla que, aquella tarde, iba con María Lejárraga. Por cierto, ¿sabes cuál era su nombre completo? Se llamaba Manuel María de los Dolores Clemente Ramón del Sagrado Corazón de Jesús Falla y Matheu.
Él te convenció cuando le viste poner sus manos sobre el teclado. Sé que aquellas primeras clases te daban vergüenza, temías que, al descubrir tus obritas, el maestro las fuera a despreciar. Empezaste a descubrir sus manías, los ruidos insoportables… Temblabas.
Luego todo se convirtió en sonrisa. Ahora sé que te llenó de felicidad la experiencia con tu maestro. Valía la pena volver a París.
Me gusta recordar aquellas fechas. Invierno, enero de 1920, al fin en la ciudad de la luz. París atardecía en un olor a lilas, tus flores favoritas, con la promesa de un verano cálido. Había ido a buscaros a la antigua Gard du Nord en el 18 de la rue de Dunquerque. Teníamos tiempo, el estreno de Noches en los jardines de España no sería hasta el día siguiente.
Tu madre Doña Rosa, radiante, bajó del tren, la última. Primero lo hizo tu padre, Don Blandino, luego don Manuel de Falla y después tú, envuelta en un elegante vestido negro y sin sombrero. Te miró toda Francia. Cada calle, hasta llegar al hotel, parecía una sinfonía, cada esquina un silencio expectante.
El viernes, 23 de enero de 1920, fue emocionante verte vestida con aquel traje azul de princesa, sentada al piano, junto a tu maestro Don Manuel de Falla, en el estreno de la obra a cuatro manos, bajo la dirección de Enrique Fernández Arbós.
El Théatre Nationale de l´Opéra estaba lleno. Tus dedos se movían ágiles, como mariposas al compás de los ojos del maestro, y los aplausos llenaban la platea. Tuvisteis que dar varias propinas.
Volví a verte aquel miércoles, 14 de marzo de 1928, que amaneció musical en un París unido a España por Manuel de Falla. Los alrededores de la Fondation S. de Rothschild estaban muy concurridos y, sobre todo el número 52 de la Avenida Mathurin Moreau.
A tu maestro, el presidente de la República le imponía la Legión de Honor, acto al que siguió el concierto titulado Una hora de música española, en el que se ejecutaron obras de Federico Mompou, Joaquín Turina, Adolfo Salazar, Ernesto Halffter, Joaquín Nin, Manuel Blancafort y de Manuel de Falla.
Tú esperabas impaciente el estreno del Preludio al gallo mañanero y la canción Muy graciosa es la doncella del joven Joaquín Rodrigo. Yo me sentía una diosa privilegiada.
Con abrigo, sombrero y pajarita, a juego con el bigote y las gafas redondas y casi transparentes, fijos en no sé qué punto del infinito, como deambulan los poetas por la inspiración, pasó delante de mí Don Manuel de Falla, acompañado por otro músico que también conocía, Jesús Bal y Gay. Era el encargado de las actividades de la Residencia de Estudiantes.
Don Manuel llevaba unos libros en la mano. Con una leve inclinación de cabeza, sombrero en mano y sonrisa abierta, ambos me saludan cortésmente. Me gustaba hablar con Jesús en gallego, decía que le recordaban los viejos tiempos en Lugo.
Desde este hermoso café del Henar, en la calle de Alcalá número cuarenta, tomarán el camino de la Residencia de Estudiantes, el más corto, como siempre, por la Puerta de Alcalá. Claro, hoy —29 de noviembre de 1930— es la presentación de lo que llaman el Grupo de los Ocho de Madrid. Estarán todos: Julián Bautista, Ernesto Halffter, Rodolfo Halffter, Gustavo Pittaluga, Fernando Remacha, Salvador Bacarisse y Juan José Mantecón. No me lo pierdo. Felipe Pedrell, que está dentro, me acompañará. No me importa que venga contigo.
Alberto Jiménez Fraud, el director de la Residencia, me comentó hace unos días que posiblemente en ese concierto se interpretase algún movimiento de tu Suite para piano. Todo dependía de la decisión de Jesús Bal y Gay. Yo no tenía dudas porque, aunque en secreto, sabía que erais novios.
En el diario El Sol, que leo habitualmente, mi amiga Consuelo Bargés, publica también a toda página un análisis de la nueva obra de Don José Ortega y Gasset La rebelión de las masas y hacen referencia al cierre de la Universidad del pasado cinco de mayo. Seguramente, al que no veremos será al conde de Xauen, ni a su esposa, Doña Ana María de Elizalde Fusté.
Ellos están más cerca de la política que de la cultura, aunque creo que deberían frecuentar más estos actos para potenciarla. Pero me da igual, porque la que me interesa eres tú.
Disfrutaré del concierto y después podré hablar contigo. Según sé por Federico y por Dalí, en tu casa de la calle Bailén se organizan grandes fiestas y tertulias músico-literarias. A partir de ahora no me voy a perder ni una. Creo que son unas reuniones importantes. Si no, no estaría aquí doña Victoria Kamhi Arditti, esposa del genial Don Joaquín Rodrigo.
Primero se leyó el Manifiesto del Grupo, con la intención de renovar el lenguaje musical español, luego una conferencia a cargo de Pittaluga y, para terminar, el concierto en el que interpretó obras de cada componente, incluyendo dos movimientos de la primera versión de tu Suite para piano.
Sublime. Me moría de ganas de hablar contigo, hora y media de silencio, alimento del alma y tus dos sonatas, aunque algunas damas dejaron también constancia de su presencia con sus cuchicheos.
Después de un agradable paseo, acabamos la tarde sentadas en el antiguo café de la Fontana de Oro en la calle de Lope de Vega. ¡Qué bueno estaba aquel chocolate a la francesa!
Estabas un poco cansada después del concierto, pero descubrí —bueno, yo no descubrí nada: fue Felipe Pedrell—; me dijo que tú eras La señorita de Valladolid, aquella que hacía muchos años, compusiera las piezas breves para piano. Lo que tú considerabas como unos juegos musicales que transcribió tu propia madre. No quisiste decirme cuántos años tenías entonces, pero yo estaba dispuesta a averiguarlo, porque Enrique Granados y Falla las habían considerado de muy buena calidad.
Una pena no haber podido asistir a tu boda. No me enteré, fue como si nadie hubiese querido decirme nada. Como si yo no hubiera estado invitada a aquella fiesta. Porque, ¿fue una fiesta? ¿En San Francisco el Grande, no?
Por aquellos meses del año mil novecientos treinta y tres, unos asuntos relacionados con el apartamento de Aubervilliers, al norte de París, en el número ocho del Passage de la Justice, ese que había heredado de mis padres, y quería dejar a mis nietos, me obligaron a desplazarme y a permanecer un tiempo en la capital francesa. Me hubiese encantado oír a la soprano Mercedes Capsir y Vidal, esa que tanto te gusta, porque cantó en tu boda ¿verdad? Creo que los que estuvieron fueron Lorca y Buñuel, y Don Pedro Rico López, alcalde de Madrid. ¿Fue al final o llegó tarde a la ceremonia?
Era en mil novecientos treinta y ocho cuando Jesús, tu marido, acabó el lectorado en Cambridge. España estaba en guerra, y te quedaste con tus padres en la capital de Francia, y yo no sabía quién era Nadia Boulanger, ¿Recuerdas? Me la habías descubierto tú, a las puertas del palacio Real de Fontainebleau, uno de los mayores palacios reales de Francia, donde en aquel mil novecientos trece, con su cantata Fausto y Helena ganó el Primer Gran Premio de Roma, hace ya veinticinco años. Según me contaste, su padre era Ernest Boulanger, director de orquesta y profesor del Conservatorio de París, y su madre, la princesa rusa Raisa Mitchesky, que era cantante. También me contaste entonces, que Nadia participó como profesora en las Escuelas de Música y Bellas Artes de Fontainebleau: allí se impartía la mejor educación musical de Francia. Eran sus profesores Igor Stravinsky y Maurice Ravel.
Después de la guerra, hubo paz, una paz mísera y oscura, que tu seguiste desde el exilio, al otro lado del océano.
Y hasta allí quiero que llegue mi carta, mi cariño y un beso, con el recuerdo de tu música.
Eliberia