
Tenían los antiguos romanos una práctica muy saludable, la «damnatio memoriae» o condena de la memoria, que consistía en machacar el recuerdo de los malos gobernantes que terminaron siendo reconocidos como enemigos del Estado. No es que ellos lo llamasen así —el nombre vino después—, pero la medida existía y tenía su punto de sabiduría aunque los condenadores terminasen frecuentemente por ser tan indeseables como el condenado. Solía aplicarse tras la muerte del interfecto, ya que siendo la mayoría de ellos emperadores no había manera de aplicárselo en vida porque te cortaban la cabeza si lo intentabas. Cayeron en esa condena bárbaros mandamases como Nerón, Calígula, Cómodo, Balbino, Pupieno, Domiciano y otros muchos. Es la misma táctica que ha existido antes y después en distintas culturas. Baste recordar al faraón Tutmosis III eliminando todo recuerdo e inscripción de su tía y antecesora Hatshepsut, al Papa Esteban VI haciendo desaparecer toda memoria de su enemigo el Papa Formoso al que desenterró y le montó un juicio de cadáver presente, para eliminar luego sus restos y su recuerdo. Hasta historias más actuales hay como la desaparición de Nicolai Yezhov, autentico asesino que dirigió la policía secreta soviética, al que otro asesino más gordo, su jefe Stalin, mandó fusilar y hasta borrarlo de alguna fotografía oficial.
Cabe indicar que no existe ningún monumento en Alemania al dictador genocida Hitler, aunque su memoria no haya quedado borrada del todo y sigan muchos nostálgicos recordando su figura y actuando en su nombre.
Pese a lo que pudiera tener de bárbara y vengativa la «damnatio memoriae», se me ocurre que no estaría mal plantear ciertas aplicaciones actuales del asunto pese a lo indicado anteriormente sobre que borradores y borrados caigan casi siempre en los mismos errores y las mismas barbaries.
Aún añadiría un nuevo formato: el de aplicarlo no sólo a los difuntos, sino a los vivos que dejan el poder —normalmente cuando los derrocan porque casi todos se agarran al sillón como una lapa—, y se demuestra que han sido perniciosos, aprovechados o corruptos. Claro que entonces saltarían chispas porque es triste condición humana ver los defectos en los contrarios y no en próximos. Ya se sabe: aquello de la paja en ojo ajeno y la viga en el propio.
Se me ocurre, por ejemplo, que bien merece una condena de memoria rotunda cierto dictador que aplicó ese borrado a todos sus enemigos y detractores durante años, llegando incluso al asesinato sistemático de cuantos no estuviesen de acuerdo con él, dejando los restos en tumbas perdidas o ignominiosas fosas comunes para procurar el olvido total.

Si alguien piensa que me refiero a un tal Franco Bahamonde sobre el que no ha caído la «damnatio memoriae» aunque bien la mereciese, y tuvo sin embargo un monumento faraónico de primer nivel del que hace no mucho terminaron por sacarlo, lo mismo acierta.
Pero no nos vayamos tan atrás. ¿Por qué no se aplica ese borrado de memoria a cualquier político que haya tenido importancia en este país, ya en la etapa democrática, y que, finalmente, se haya demostrado que mintió, robó, fue desleal o se portó como un canalla?
Sería una buena medida, pero tal y como somos en este país cainita, barriobajero y descerebrado, los que estuvieran en el poder estarían aplicando la «damnatio» a todos los que estuvieron antes y cuando se diera la vuelta a la tortilla serían estos los que se la aplicasen a los otros, Y así todos, cargados de verdad o de mentira, dejarían este país sin memoria política alguna.
Será una fantasía, pero lo mismo nos venía de perlas.