octubre de 2025

PASABA POR AQUÍ / La envidia, deporte nacional

Detalle de la tumba de Urraca López de Haro, cuarta abadesa de la Abadía de Cañas (La Rioja). Talla de Ruy Martínez de Bureba (1272)

Hace tiempo un amigo mío, Juan Manuel Agudo Berbel, comentaba en la red Facebook que estaba triste por varias razones, y destacaba la más ajena a él: La ingratitud que demostraba este país con los que alguna vez han sido sus héroes, reflejada en las pitadas y la desafección de muchos madridistas para con Iker Casillas, aquel que fuera portero del Real Madrid.

Decía mi amigo que resulta desalentador el que no haya lugar para los héroes en este país. Gran conclusión la suya y ejemplo esclarecedor porque saca a la luz lo que muchos piensan y dicen: que donde hubo aplausos hay pitos, donde hubo cariño hay insultos, donde hubo alabanzas hay desprecio, ingratitud y envidia… Un asqueroso despropósito.

Pero quisiera yo llevar el asunto un poco más allá, o un poco más acá, no estoy seguro.  Si esa falta de consideración, si esa traición se produce ante quien fue querido, ¿cómo debemos ver el olvido y el ostracismo de quienes ni siquiera fueron apreciados antaño?

Estoy hablando de la tradicional costumbre española de maltratar a sus creadores, sean científicos, artistas, escritores, inventores, o a otros individuos de distintos campos, desde el militar esforzado a las sencillas gentes de bien haciendo su tarea, sea cual sea, con probidad.

Somos un país cainita —sucesivas guerras civiles lo confirman—, que se ha pasado la Historia denunciando al vecino a la primera ocasión, y considerando más enemigo irreconciliable al cercano que al ajeno. La envidia asociada a la difamación, a la delación, incluso al crimen,

Institucionalmente, tenemos ejemplos extremos, como el maltrato, destierro y muerte que Fernando VII infringió a muchos que lucharon por su causa o por la de la primera España constitucional; pongo a Juan Martín, el Empecinado, por ejemplo o al mismísimo  general Castaños, que sí fue fiel al Rey Felón, pero terminó muriendo en la indigencia.

Somos un país envidioso, como dejó claro Fernando Díaz Plaja en aquel lúcido libro que se tituló «Los siete pecados capitales de los españoles». Un país donde, desde pequeños, al que estudia y se comporta bien en el colegio se le insulta, se le desprecia, se le acosa; una sociedad donde al triunfador se le buscan las vueltas para desacreditarle en lo que sea y que su triunfo no sea tan notable. Baste ver cómo muchos no se cortan un pelo a la hora de adobar la alabanza con el insulto —¡qué bien habla ese hijo de puta! ¡Mira el cabrón, lo bien que lo ha hecho! ¡Tiene mucho estilo ese putón verbenero!— y conseguir así, inconscientemente, ese efecto de «alabar pero no tanto»: curioso despropósito que no es en el fondo más que pura envidia.

Serían legión los ejemplos que podríamos citar en el mundo de la creatividad y la cultura pero el lector tendrá muchos en la memoria. Baste una muestra de la malquerencia envidiosa hacia una de las profesiones que más hace por nosotros: la educación. Siempre me ha estremecido que este país acuñase una de las más desdichadas frases que existen: «Pasar más hambre que un maestro de escuela».

Malo es que el pueblo sea envidioso, peor es que los gobernantes sean de la misma calaña, insufrible resulta que la intelectualidad, cualquiera que sea esa especie, ande con tal pecado a cuestas y lo ejerza sistemáticamente.

Y ahora, con la indeseable costumbre del «usar y tirar», el asunto se agrava peligrosamente y terminan en el mismo saco del olvido conocidos y desconocidos, cualquiera que haya destacado en lo que sea; desde el portero Casillas al más ilustre de los poetas o el más ingenioso de los científicos.

Debería ser España un territorio en el que todos marchásemos gualdos como buena parte de nuestra bandera y con un porte anoréxico, porque ya lo adelantaba Quevedo, que de estas cosas sabía un montón: «La envidia va tan flaca y amarilla porque muerde y no come«.

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Archivo Entreletras

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