noviembre de 2024 - VIII Año

El pico

Darse el pico constituye un símbolo de intimidad sexual, que hoy se precipita a la media hora de haberse conocido los miembros de la pareja, dado el ritmo que imponen las costumbres. Vamos tan deprisa que no da tiempo a nada, no cabe el acercamiento romántico, ni la sensualidad, ni la ternura, ni los ritos de aproximación. Es decir, sobra todo cuanto no sea ir al grano

Actualmente, después de darse el pico, las urgencias del momento y el manoseo provocan el resto de excitación antes de llegar al climax. El sexo, desglosado del amor, es un producto de gran consumo, que consiste en una técnica mecánica, un frenesí de operaciones de lengua y manos orientadas a favorecer el coito, uno o varios, con la misma o diferentes personas, en la misma noche. Es tan veloz el procedimiento, que ni tiempo deja a saber el nombre de la pareja,

Cuando el pico lo solicita alguien desde una elevada posición jerárquica, se convierte en un juego de poder, una invasión que hace el superior, valiéndose de su ascendencia, incapacitando al inferior, incluso para negarse a acceder a la solicitud. Imaginemos que un, o una, adolescente de 15 años sea requerido por una persona adulta de 30; la diferencia de poder es tan grande que neutraliza la voluntad de la persona menor. Si la desigualdad no la establece la edad sino la capacidad de tomar decisiones de las cuales depende la persona requerida, el proceso, por muy miserable que nos parezca, es más neutralizador de la capacidad de consentimiento de la persona dependiente.

La simple pregunta —¿un piquito?— es inmoral por ser intrínsecamente invasora y reducir la libertad de consentimiento, aunque éste haya ido implícito con un vulgar -vale­; más aún, en una situación de euforia, tras achuchar a toda una reina, vestida de rojo, color supra-excitante, y en pleno ditirambo, o inmersión en una exaltación colectiva de ménades triunfantes. Todo un cóctel de dopamina, adrenalina, cortisol y serotonina; un batiburrillo químico, que deja poco margen a la cordura para dar con el alcance simbólico del acto y anula la serenidad del beneplácito. En esas circunstancias, hay poco yo y demasiada algarabía. Eso, antes y durante el episodio; luego, la ayuda inefable del espumoso, tomado a boca de botella, todavía hace más irrelevantes los comentarios y elaboraciones posteriores.

Situación distinta es la del provocador, un hiperbólico presidente, que ni siquiera es protagonista directo de la gesta: la preside, pero no es suya y por tanto no tiene por qué estar tan afectado, ni debe. Por eso, dice, que preguntó —¿un piquito?— antes de desatar al sátiro interior y añadir un abrazo priápico, apalancándose en la futbolista. Probablemente, estuviera verriondo desde que metieron el gol, dejando suelta a su imaginación. Desde luego, esas acciones no están comprendidas en sus funciones presidenciales, ni las justifica el momento maníaco, por muy de rojo que luciera la reina, que tampoco iba a desperdiciar una ocasión así para transfigurarse. A un presidente le concierne mantener la distancia precisa tanto frente al éxito que hubo, como frente al fracaso que pudo darse. El control emocional, saber estar, es una exigencia que concierne al líder, sea cual sea la circunstancia.

La altura del personaje no la garantizan los más de 2.500€ (más de dos mil quinientos euros) de salario diario que cobra, amén de otros 3.000€ mensuales para alquiler de la casa, más dietas y gastos de representación. Todo eso son bagatelas para vestir al personaje porque, según dice el tópico, a los señoritos los hacen los sastres dándoles apariencias de señorío. Aunque, realmente, los sastres no terminan de tapar el pelo de la dehesa, donde los machos cabríos no se andan con remilgos, ni delicadezas de cultura superior.

Parece que en la Real Federación Española de Fútbol, ese politburó gerontocrático, tales prácticas no son raras, ni execrables, a juzgar por el énfasis con que aplaudieron al presidente, después de conocer su hazaña. El presidente estaba desahogado, relajado, cómodo entre sus iguales, presumiendo de hombría chotuna, escudándose tras la víctima, cuya palabra ponía en entredicho, como si no fuera también agresión el abalanzamiento y abrazo de piernas con que remató la faena. Tampoco hay que obviar el tocamiento de genitales, puro exhibicionismo de machos, hecho desde la alta cumbre del palco. Esos son los valores que preconiza la cúspide de la institución. No es extraño que luego se generen conductas delictivas en las bases; si el prior juega a las cartas…, ver la Masa enajenada que escribí en estas mismas páginas, hace poco.

El hijo del ex alcalde socialista de Motril, quien también tiene una historia borrascosa, es un epítome de lo que ocurre cuando se invaden las instituciones y se coloca a todos los amigos, ex condiscípulos de la universidad Camilo José Cela, allegados, y meros correligionarios, donde puedan medrar para que luego deban devolver favores. Es jugar a ser dios para estar en todas partes y tener gente afín por doquier. Quien busca tener beneficiarios de la providencia del Estado con alcance universal, puede encontrarse rodeado de antihéroes ramplones, oportunistas zafios y ambiciosos sin límites, ni ética. Esta es parte de la intrahistoria que, en los epílogos, culmina con un gesto solemne y baldío de su Yocasta, aunque ésta no sea reina de Tebas…-mira por dónde-, sino madre lastimada y horrorizada, huérfana de dignidad, que espera el milagro de la redención de su Edipo. Demasiada hipérbole para un melodrama rastrero.

Todo líder es un símbolo y cuanto hace en el ejercicio de sus funciones tiene valor trascendente, porque él es un magister cuya conducta es referente para sus seguidores, un modelo que se les propone para que lo secunden. Quizá por eso se les paga ese dineral, porque siempre están en exposición, sujetos a un canon, escrito o no, que les obliga a mantener la excelencia. Quien no quiera, o no sea capaz de asumir esa responsabilidad, tampoco ha de ponerse en riesgo de fracasar.

Las gestas del personaje vienen de antiguo, de aquellas comisiones, fiestas y escapadas sufragadas por la RFEF. Migajas de un negocio que mueve más de 7.000MM de euros al año. Una inmoralidad en sí misma, tratándose de una actividad cuyas intenciones y alcance son educadores. ¡Vaya paradoja!

En contrapartida de todo eso, cuando un club huye a los Países Bajos para eludir impuestos, aunque extraiga los beneficios del pueblo sencillo y crédulo, abducido por los fulgores de las estrellas del pie, el presidente de la RFEF ha de poner en su sitio al club fugitivo. Un club deportivo está orientado a la educación, si se localiza en España, donde mantiene un alto porcentaje de su actividad, y se nutre de los abonos y entradas que pagan los españoles, debe a estos su solidaridad fiscal. Por consiguiente, no tiene nada que ver con Ferrovial, que tiene el mayor cómputo de su negocio en el extranjero, busca el beneficio como razón de ser y la reducción de costes como método de trabajo. Si el club en cuestión se va a pagar impuestos a Holanda, debería ser excluido de la RFEF a todos los efectos; ¿o no? Pues, no; porque los fugitivos son catalanes… Al Sr. Rubiales, quizá, le falta autoridad y legitimidad para proceder a esos efectos; pero, con todos los que hay en ese reino, alguien tendrá competencias y agallas para hacerlo. Claro que hará falta otro tipo de picos.

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