Eses fatales
Sonia Manzano Vela
Prólogo de Andrea Rojas Vásquez
Editorial Perreo Intenso, Madrid, 2025
214 páginas
Es una auténtica suerte poder asistir a los primeros pasos del sello editorial Perreo Intenso, fundado por Andrea Guerrero —radicada actualmente en España— y por Augusto Rodríguez —poeta y escritor, catedrático, director del Festival Internacional de Poesía de Guayaquil “Ileana Espinel Cedeño”, y responsable también de la editorial ecuatoriana El Quirófano—. Perreo Intenso, de nombre tan impactante como rabiosamente cool, aspira a dar a conocer en nuestro país muestras bien significativas de ciertos aspectos de la literatura iberoamericana que se quedan en los márgenes de una adecuada difusión a nivel europeo, y, en este sentido, pocas elecciones se me antojan más indicadas, para comenzar andadura, que la de reivindicar la creación de una de las escritoras más interesantes dentro del panorama del Ecuador contemporáneo: Sonia Manzano Vela (Guayaquil, 1947), autora de doce poemarios y de una serie de títulos en el ámbito de la narrativa entre los que brilla con luz propia Eses fatales, de 2005, precisamente la novela con la que el catálogo de Perreo Intenso ha quedado oficialmente inaugurado. Obra que tiene mucho de hito, pues se trata de la primera novela de asunto lésbico creada y dada a conocer en Ecuador —donde, recordémoslo, la homosexualidad no fue despenalizada hasta la recientísima fecha del 25 de noviembre de 1997—.
Dicho lo cual, cabe incidir, junto con Andrea Rojas Vásquez —prologuista del volumen—, en que Eses fatales “no sólo es el primer libro lésbico en la literatura ecuatoriana, sino (…) un aliento salvaje, un gesto de desdomesticación” frente a una sociedad “que se mostraba (y se muestra) hostil ante aquello que contradice lo heteronormativo”. Con todo, la novela se halla muy lejos de plantear cualquier tipo de idealización del amor homosexual en clave femenina: las mujeres que habitan las páginas de Eses fatales son tan capaces de lo mejor como de lo peor, y ese distanciamiento respecto de algunos clichés simplistas tiene la virtud de enriquecer la médula de la obra hasta extremos de verosimilitud lacerante. En palabras nuevamente de Andrea Rojas, “Sonia Manzano construye un universo lésbico que nos revela el inmenso peligro y la gran belleza del amor. Este libro es el bosque de piedra sobre el que camina una sociedad secreta de mujeres que se buscan, abandonan y entrelazan en las llamas de la obsesión, la venganza y la tragedia (…). Pero, más allá de ello, aquí tenemos una historia sobre la poderosísima complicidad de las amigas y de la luminosidad que arroja la amistad en medio del caos”.
Creo necesario advertir a los lectores de un detalle importante: la sorprendente y turbadora escena de coprofagia que abre la novela no supone, en absoluto, un adelanto de concretas y cerradas categorías marginales, porque su función, mucho más sutil, es la de ubicar el texto, ya de entrada, tras la pista de las “eses fatales” de su título. Las “eses fatales” de la vida: “suicidio, soledad, sadismo, sinsabores, sinfinales”, que comparten, al decir de la propia Sonia Manzano, “el mismo caño por el cual descienden hasta el misterio abyecto de las heces fecales de la muerte”. Si todo ello parece abocar a un estilo desnudo, a una expresividad seca, cortante o incluso áspera, nada más lejos de la realidad; bien al contrario, la escritura de Eses fatales se distingue por el cuidado extremo de una prosa riquísima —“(…) una llaga humeante imposible de ser sofocada por los oleajes sucesivos del olvido”; (…) cuando le era imposible seguir manteniendo los ojos abiertos, porque el viento del sueño había soplado sus polvos rancios dentro de ellos”; “(…) por la espalda epiléptica de las olas”; “(…) el sonido estruendoso de un avión rasgando el tafetán podrido del cielo”—. Riqueza estilística que, en ocasiones, se permite ironizar sobre su misma capacidad para los hallazgos retóricos —“(…) en la memoria corazonal de su compañera de fórmula”—. Más importante aún, no debe pasarse por alto cómo el texto presenta, en su decurso, una tendencia creciente a la frase larga, hasta conseguir, también en el plano de la sintaxis, meandros expresivos verdaderamente jugosos —empleando para ello los oportunos recursos hipotácticos—.
Ambientada en Guayaquil prácticamente en su totalidad —y en lugares muy reconocibles a orillas del Guayas, como la Plaza de San Francisco, la Calle Colón o la Iglesia de San Alejo—, Eses fatales se vertebra, más que en capítulos o episodios propiamente dichos, en una concatenación de palpitantes secuencias que facilitan los saltos entre voces narrativas, e incluso los juegos metaliterarios que llegan a implicar a la histórica —y también mítica— Safo de Lesbos. Si a ello se añaden los sucesivos retratos de unos personajes femeninos llenos de aristas —Cristina Rosas, Selene Seferis y su madre Sandra Gómez, Silvia Molina y su hija Martina, Alana Sámper, etc.—, tendremos como resultado lo que Eses fatales definitivamente es: una buena, muy buena novela, donde el poderoso influjo de lo oscuro y sus vértices alcanza a verse sublimado por la dialéctica, venturosamente incorregible, de la vida.