Hace pocos días mandé a esta revista un artículo en el que hablaba de mi amiga Marga, joven escultora de la generación del 27, que yo sabía que estaba locamente enamorada de Juan Ramón Jiménez, tanto que acabó suicidándose aquel viernes negro, 23 de julio de 1932 en las Rozas.
Pero claro, antes debería de haberme presentado.
Perdonadme, me falla el protocolo.
Nací en un pueblecito, del que sí me acuerdo, entre Ávila y Salamanca, Navalmoral de la Sierra, aunque fue durante unas vacaciones de mis padres, Pablo y Segunda que residían en Francia.
Por eso enseguida volví.
Muy cerca de París, a orillas del Sena, conocí a mi marido, me casé y la felicidad nos impregnó de luz hasta que la memoria y la muerte vinieron a traerme aquella ropa negra que nunca después abandoné.
Perdonadme, pero me estoy poniendo nostálgica.
Creo que no hay mejor forma de enseñarle a un extraño quien soy que abrirle las puertas de mi alcoba y mostrarle el armario de mis recuerdos.
Siempre me gustó hacer largos viajes, de norte a sur, de sur a norte, tal vez para acabar con el olor de la muerte.
Es un olor especial. No soporto hablar de ella.
Mirad, este es el traje de mi padre. Él llegó a guardia primero. Esa fue su gran hoja de servicios, por la que le dieron un galón de sangre inclinado hacia la izquierda, tal vez para tapar una bala en el brazo.
Una herida que como la represión quedó fuertemente atada a la memoria.
Por eso antes de empezar la lluvia de muertos se cambió de bando. A partir de entonces, para unos era un traidor, para los otros un espía.
Y tuvimos que dejar París y aquella casa.
La casa nueva era grande, estaba en España, en la parte alta de la capital, cerca de la Audiencia, de donde salían los que consideraban traidores o enemigos del régimen, encapuchados con las manos atadas, para dar su último paseo.
A sus diez y siete años, mi hija mayor, no podía soportarlo. Y es que se imaginaba que cualquier día su padre estaría detrás de una de aquellas máscaras.
Hablaban otro idioma que me costó poco aprender. Ya sé que me voy de un lado a otro, perdonadme: son los años. Desde allí, algunas tardes solía acudir a la Residencia de Señoritas a escuchar a Clara Campoamor o a Victoria Kent. Victoria y yo teníamos los mismos años. Quería ser abogado como ella.
Una tarde se rompió la puerta de nuestra casa, aparecieron los mercenarios y uno de ellos apuntó con su fusil a la cabeza de mamá. Querían matarla, porque decían que era una traidora y que había renunciado a la tradición y a lo que mandaba la historia, su historia y su mando. Pero mamá tenía muchas medallas de la Milagrosa y las guardaba en su pecho. Cuando el jefecillo la acusó, ella respondió tranquila:
— “Lo que buscáis está en el arcón”.
Y resuelta arrancó una medalla del traje del asesino y se la colocó en su pecho.
— “Dispara —le dijo—, si te atreves, a una mujer indefensa y desarmada”.
Y los otros huyeron espantados tras registrar el arcón. De él salía una luz blanca e intensa que envolvía una estatua de la virgen de la Milagrosa rodeada de medallas. El fusil quedó tirado junto al arcón.
Unos días después, el tío Nicolás nos ayudó a pasar otra vez la frontera soñada hacia la luz.
De nuevo en Francia, nos instalamos en una casa pequeña, en Saint Étienne de Roubray, cerca de París, al lado de la casa de Correos. Mis padres por la noche cuando creían que ya estaba dormida, sacaban del arcón una radio de galena y escuchaban en Radio Pirenaica, el parte, un parte de guerra diferente. Las lágrimas mojaban las sábanas de mi cama.
Una tarde el cartero me entregó un paquete que escondía una pequeña caja blanca. Un regalo de mi amiga Victoria Kent. Unos cuadernos, una pluma estilográfica y un sombrero. Con su pluma sigo escribiendo, pero el sombrero no me lo volví a quitar, hasta el día en el que la tierra me la arrebató. Fue entonces cuando decidí volver a España y hacerme maestra. Entré en el sindicato de maestros y viajé por todo el mundo, conociendo y compartiendo mi vida con todas esas amigas a las que ahora me dedico a escribir cartas, para guardarlas tal vez en la memoria, porque sé que la muerte no puede con los recuerdos.
Ahora que ya me conocéis un poco más, voy a coger la pluma de Victoria, y escribirle a alguna de mis amigas, porque sé que como se dice ahora, le debo carta, y alguna, que yo conozco es demasiado impaciente.
Entre tanto quedo a vuestra disposición esperando que os haya interesado mi historia, al menos a algunas: con eso me conformo.
Un abrazo de Eliberia.