agosto de 2025

PALOMITAS DE MAÍZ / ‘El jardín quemado’: una metáfora ardiente sobre la historia y la culpa

¡Mis queridos palomiteros!

Estos días de solaz y esparcimiento he tenido ocasión de revisitar un libro muy especial de la prestigiosa editorial Cátedrade cuyos excelentes libros nos hacemos eco—, que incluye dos textos del muy reconocido autor teatral Juan Mayorga. Ellos son Himmelweg y El jardín quemado, presididos por una imponente edición del catedrático de lengua y literatura Emilio Peral Vega, que se presentaron en Madrid el pasado 18 de septiembre de 2024 en la librería Rafael Alberti. Os dejo aquí, en formato de vídeo, el desarrollo de tal acto dividido en tres partes.

Juan Mayorga (Silencio, 2022); (El Golem, 2022); (La colección, 2024) es, sin lugar a dudas, uno de los nombres capitales del teatro español contemporáneo. Dramaturgo del pensamiento y del silencio, su obra transita siempre entre la inquietud ética y la tensión política. No es casual que haya recibido el Premio Princesa de Asturias de las Letras en 2022, ni que desde ese mismo año dirija el Teatro de La Abadía, un espacio de referencia para el teatro de investigación y compromiso. Con formación en Filosofía y Matemáticas, Mayorga no escribe solo para conmover, sino sobre todo para hacer pensar. Su dramaturgia es una máquina crítica que se inserta de lleno en lo que podríamos llamar un teatro de ideas, en el que cada escena es una pregunta sin respuesta definitiva.

Entre su abundante producción, El jardín quemado (1996) ocupa un lugar singular. El propio autor la ha señalado como su obra más lograda y, sin duda, representa una de las cumbres de su vertiente más histórica. Su inclusión en el catálogo de la editorial Cátedra, faro académico del canon dramático, da fe de su relevancia intelectual. Sin embargo, pese a su potencia dramatúrgica, esta pieza no suele formar parte del repertorio popular. Al menos hasta ahora, porque para la temporada 25/26, la pieza se escenificará en el mencionado Teatro de la Abadía.

Ambientada en la España de la Transición, El jardín quemado se sitúa en un sanatorio psiquiátrico, San Miguel, donde el joven doctor Benet investiga si su predecesor, el Dr. Garay, colaboró en la ejecución de doce intelectuales republicanos durante la Guerra Civil. La sospecha: que el centro médico operó como cárcel encubierta. Sin embargo, lo que parece un ajuste de cuentas con el pasado pronto se convierte en un inquietante juego de espejos. El espectador, como Benet, se adentra en un territorio resbaladizo donde la verdad es tan frágil como la memoria que la sustenta.

Juan Mayorga. Fotografía de Javier Mantrana del Valle

La revelación central es tan perturbadora como magistralmente dosificada: los propios intelectuales, enfrentados al horror, decidieron que doce enfermos mentales fueran fusilados en su lugar. Esta inversión del rol víctima-verdugo desafía el relato moral dominante y nos obliga a repensar nuestras categorías éticas. En una última vuelta de tuerca, se descubre que uno de ellos, Blas Ferrater, sigue vivo, desmoronando las versiones oficiales del pasado.

Mayorga se inspira aquí en Walter Benjamin, especialmente en su célebre afirmación de que “todo documento de cultura es, a la vez, documento de barbarie”. La historia, lejos de ser un relato heroico, aparece como una sucesión de traiciones, manipulaciones y decisiones imposibles. En este sentido, El jardín quemado no es solo un thriller poético, como ha sido definido, sino una meditación sobre la crueldad, el miedo y la capacidad humana de traicionar en nombre de la supervivencia.

El título encierra ya una poderosa metáfora: el jardín —símbolo de crecimiento, armonía y naturaleza— ha sido calcinado. Lo que florecía, se ha vuelto ceniza. Así es también la memoria colectiva que retrata la obra: un terreno arrasado, donde la verdad ya no puede brotar limpia, sino que emerge contaminada por el horror y el olvido.

El conflicto entre memoria y olvido es el gran motor dramático del texto. Mayorga señala, con aguda lucidez, que recordar no siempre es un acto de justicia: puede ser también un ejercicio de poder, de manipulación o de revancha. A su vez, olvidar no es siempre una traición: puede ser una necesidad para seguir viviendo. El dramaturgo pone en escena el choque entre dos generaciones —los que vivieron la guerra y los que heredan sus fantasmas— y muestra cómo, en ambos bandos, hay razones y contradicciones. Recordar, parece decirnos, es un acto político, pero también un ejercicio moral cargado de ambigüedades.

La estructura de El jardín quemado responde a lo que podríamos llamar una “dramaturgia del enigma”. Lejos de la linealidad o la resolución clara, la obra se despliega como un rompecabezas donde cada revelación genera nuevas preguntas. Los espacios son fragmentarios, el tiempo es inestable, y los personajes se mueven en un terreno incierto que impide la identificación plena. El espectador, como Benet, está condenado a la incertidumbre. Y ahí radica la fuerza de la obra: no en lo que dice, sino en lo que sugiere, en lo que obliga a pensar más allá del telón.

El lenguaje, por su parte, no es un simple vehículo de comunicación, sino una herramienta de creación de realidad. Mayorga, heredero de Brecht y Buero Vallejo, entiende el teatro como un lugar de conflicto ideológico y emocional. Sus personajes no solo actúan, también piensan, dudan, contradicen, construyen su mundo con palabras que son, a veces, escudos, y otras, cuchillos.

En tiempos de relatos simplistas y verdades prefabricadas, el teatro de Mayorga es profundamente incómodo. Y por eso es necesario. En El jardín quemado, no hay buenos ni malos en sentido estricto. Hay seres humanos enfrentados a decisiones imposibles. La obra no exculpa ni condena, simplemente observa, expone y —como todo gran teatro— obliga al espectador a tomar una posición.

Mayorga no busca cerrar heridas, sino mostrar que muchas de ellas siguen abiertas. Y que el verdadero riesgo no está en mirar atrás, sino en hacerlo con los ojos vendados. Su teatro es un llamado a la responsabilidad cívica, a la escucha activa y a la conciencia crítica.

Por todo ello, podemos concluir que El jardín quemado es, en suma, una obra mayor. Una pieza que, desde la ficción, ilumina las zonas más oscuras de nuestra historia. Mayorga no ofrece respuestas ni consuelo. Ofrece preguntas, incomodidad y, sobre todo, un espejo. En él, el espectador puede —si se atreve— ver reflejadas sus propias sombras. Y, tal vez, empezar a comprender que la memoria, como el jardín quemado, requiere ser cuidada con verdad, pero también con conciencia del daño que puede infligir.

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