octubre de 2025

PALOMITAS DE MAÍZ / El sombrero vacío: el adiós a Diane Keaton

¡Mis queridos palomiteros!

Ayer el telón se bajó para siempre sobre una de las más genuinas almas del escenario y la pantalla: Diane Keaton nos ha dejado. Ha partido a los 79 años, y con ella se apaga una voz que hablaba con ternura, ironía, torpeza encantadora y una urgencia por vivir que pocas artistas han transmitido con tanta honestidad.

No era solamente Annie Hall; no era solamente Kay Corleone, ni la mujer indecisa que se atreve a reír. En el backstage de su vida guardaba secretos que muy pocos conocieron, íntimos ecos de su corazón que hoy merecen resonar en este adiós.

Nacida Diane Hall el 5 de enero de 1946 en Los Ángeles, fue hija de Dorothy Deanne (Keaton), una mujer apasionada por la fotografía, y de John Newton Ignatius “Jack” Hall, ingeniero y promotor inmobiliario. Desde muy joven mostró esa mezcla de curiosidad y timidez: alguien que observaba el mundo con ojos abiertos, pero que aun así se preguntaba si era merecedora de él.

A lo largo de su vida confesó que fue elegida “la chica más tímida” en su instituto. Su transformación no fue repentina, sino lenta, paciente: aprendió a hablar fuerte cuando debía, pero también a escuchar. En su autobiografía Then Again relató su relación profunda con su madre, y cómo aquel vínculo doloroso y protector marcó su forma de amar y de crear.

Quizá lo menos esperado para muchos fue la decisión que tomó en los años de madurez: Diane nunca contrajo matrimonio, pero adoptó dos hijos en su cincuentena. En 1996 adoptó a su hija Dexter, y en 2001 a su hijo Duke. En esa elección hay un acto de rebeldía: fue madre sin las normas — sin contrato, sin formalismo — y abrazó esa maternidad como si fuera su proyecto más honesto.

Nunca habló demasiado de las dudas, de las noches de soledad, de los arrepentimientos, pero se sabía que estaban ahí. Dijo que jamás le propusieron matrimonio o que, al menos, no se sintió obligada a responder a esa expectativa social. Aun así, confesaba que le aterraba “perder a un ser querido” o “no estar haciendo lo suficiente”, miedos universales que, paradójicamente, hacían más humana su grandeza.

Siempre más que actriz, Diane fue una creadora insaciable, con resultados más que afinados y estimulantes como fotógrafa, diseñadora o escritora. Además, su enfoque del arte era también su reafirmación de sí misma. Muchos ignoraban que, durante años, rescató edificios desaparecidos en Los Ángeles, participando en campañas para preservar joyas arquitectónicas. Su casa en Brentwood, su “hogar ideal”, había sido su refugio donde encontrar la inspiración.

De hecho, en los últimos meses, cuando su salud decaía, decidió ponerla en venta, casi sin dar explicaciones, como si entendiera que su historia también debía soltar el pasado.

Se aventuró también al otro lado de la cámara. Su documental Heaven (1987), que ella escribió y dirigió, exploraba creencias sobre el más allá con la misma curiosidad con que actuaba: sin certezas, sólo preguntas. Y en 2000 dirigió Hanging Up, un filme familiar, cargado de silencios, de reconciliaciones y de pérdidas.

Esencialmente, Diane Keaton fue una mujer alejada de cualquier cliché. No en vano, en lo estético jugó con lo masculino, lo neutro, lo clásico; en lo emocional, abrazó la vulnerabilidad con orgullo; en lo profesional, rehusó estancarse.

Ahora, el mundo del teatro, del cine y de los corazones que la admiraron queda más hueco. Queda el eco, eso sí, de sus risas torcidas, de sus miradas que dudaban un segundo antes de deslumbrarnos…

Diane, gracias por mostrarnos que no es la perfección lo que hace brillar, sino la imperfección vivida con conciencia. Te debemos muchas noches en vela, muchos recuerdos dúctiles y canciones para acompañar el duelo.

Descansa en un lugar donde puedas seguir observando, riendo, cuestionando. Que las tablas allá arriba te concedan una luz que nunca tuvimos para darte.

Con gratitud y nostalgia, un amante del teatro que te aplaude y te llora.

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