¡Mis queridos palomiteros!
El cine de animación merece hoy, 28 de octubre, Día Mundial de la Animación, una reivindicación pausada. No estamos ante un género menor ni ante una simple extensión del cine infantil, sino frente a un lenguaje estético con autonomía propia, capaz de condensar imaginación, técnica y emoción. La fecha, promovida por la ASIFA, conmemora el debut del Théâtre Optique de Charles-Émile Reynaud en 1892, momento clave en el que la ilusión óptica se transformó en experiencia colectiva y sentó las bases del cine que hoy conocemos.
Celebrar la animación es, en realidad, celebrar una tradición artesana que ha sabido evolucionar sin perder su alma. Desde los primeros trazos dibujados a mano hasta los sofisticados mundos digitales actuales, pasando por los híbridos experimentales, la animación ha ampliado el vocabulario del cine y sigue siendo un terreno fértil para la metáfora. En festivales, escuelas y programaciones de todo el mundo se constata cómo este arte dialoga con distintas culturas, fusionando lo local y lo universal.
La animación alcanza su plenitud cuando encuentra el equilibrio entre forma y contenido, cuando la belleza visual no oculta la hondura temática, sino que la realza. En ese sentido, La canción del mar (Tomm Moore, 2014) ofrece un ejemplo elocuente: inspirada en la mitología celta, combina un diseño pictórico envolvente con un relato que aborda la pérdida, la pertenencia y el asombro. Su trazo “fluido y dinámico” convierte cada plano en un poema en movimiento.
Recomendar hoy La canción del mar es apostar por una obra que une tradición y modernidad, que respeta la inteligencia del espectador y que demuestra, una vez más, la capacidad de la animación para conmover sin trucos. En pleno siglo XXI, la animación reafirma su condición de arte mayor, capaz de unir emoción, belleza y pensamiento.
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