Cuántas veces escuchamos a hombres y mujeres quejándose de que sienten que sus parejas no los completan, o bien de que no han conseguido hallar a «la mujer o al hombre de su vida».
Estas quejas parten de la sumisión a un prejuicio que podríamos llamar el de la «media naranja», según el cual las relaciones de pareja serían complementarias, simétricas, o sea, que una vez conseguida la reunión de «las dos mitades» todo funcionaría sobre ruedas, se habría establecido un equilibrio. Una idealización peligrosa.
Pero, si en la búsqueda de una relación amorosa parto de la base de que hay en mí un vacío, una carencia, y que se trata de encontrar otro ser que venga a llenar esa falta, debo saber que no estoy a las puertas de una relación amorosa, sino de un vínculo sacrificial y sabemos que los sacrificios tienen más que ver con el poder que con el amor. Una relación que oscilará entre la comedia de enredos y el drama a cuyo violento y trágico final tantas veces asistimos.
Hay pocos textos sobre estas cuestiones tan certeros y bien escritos como este fragmento del pensamiento de Lou Andreas-Salomé:
«Los amantes no representan mitades complementarias, ni indisolubles. Permanecer para siempre extraños el uno al otro, en una eterna proximidad, esa es la ley más profunda del amor. Cada vez que dos seres se aman, uno de los dos apenas deja una ligera marca en el otro y lo abandona a sí mismo. Lo que amamos no es más que una estrella inaccesible y el amor no deja de ser en su última esencia, una tragedia. De esta constatación surgen su fecundidad y su poder. Por fecundo que sea el arrebato amoroso, nos apasionamos por un señuelo, por una proyección imaginaria de nosotros mismos».
Atender a estas sabias palabras no es fácil, pero no atenderlas nos aboca a vivir vidas ya vividas, a no poder ni saber salir de la cárcel imaginaria donde la única elección es entre ser preso o carcelero, haciendo todo lo posible para que las cosas no cambien y, al mismo tiempo, quejándose de que las cosas no cambian. Y sabemos que la queja es una acción que garantiza que no habrá transformación.











