junio de 2025

EL ECO Y SU SOMBRA / El jazz es una música de gente frágil

Fotografia de Marina Sogo

No tengo voluntad de ser Thelonius Monk. No se me ocurre que esa idea cruce mi cabeza y se quede ahí y me haga que no me siento feliz con lo que soy, pero cada vez que le escucho me imagino la felicidad de ser Thelonius Monk. No se busque razones donde hay deseos. Del hecho de que yo desee ser Thelonius Monk de un modo transitorio podría deducirse que no tengo el apego que se puede prever de ser Emilio Calvo de Mora. Es lógica esa deducción tras lo dicho.  No es una carga que uno anhele a tiempo completo. En ocasiones, según qué haga o deje de hacer, qué esté observando o a quién, mi voluntad es la de ser invariablemente otro. Ignoro si ese hipotético otro, en su discurrir un poco extravagante, querría ser yo si me conociese y estuviese al tanto de mis trajines, aunque fuese durante un fragmento de un día o en una parte no considerable de su vida. Son pensamientos que ocupan el final de la jornada, a poco de conciliar el sueño. Ojalá, a beneficio de narrativa, Monk se incorpore a la trama de esos sueños. Estaríamos los dos en uno de esos clubs de Nueva York y antes de que salga al escenario y toque Blue Monk, me habría confesado que está cansado de ser Thelonius Monk. Que preferiría cierto anonimato o que alguien lo reemplazase una noche o unos días completos. Está cansado de todos esos conciertos. No sabe bien Monk si le agradaría ser un contable de una pequeña compañía de transportes o un periodista de sucesos, de los que van al lugar de la noticia y toman nota con una libreta pequeña, como hacen los detectives en las películas de cine negro, en lugar del que se sentara al piano y tocara Blue Monk o Well, you needn’t con el cigarrillo en la boca, dándole caladas profundas cuando la canción le diese una tregua y pudiese distraer una mano. En el sueño, los dos fumaríamos toda la noche, beberíamos bourbon del bueno toda la noche y él me presentaría a Charlie Parker o a Bud Powell. Hablaríamos de bebop y de mujeres. Convendríamos la necedad de toda esta ficción de viernes por la noche, y mañana, él en su limbo sin tiempo y yo en mi residencia en la tierra, no haríamos aprecio a toda esta representación frívola de nuestro delirio.

II

Se van perdiendo los ritos, los estamos guardando debajo de la cama o en un cajón o en un poco accesible rincón de la memoria, por si un día nos da por rescatarlos. El rito es el paisaje del sentimiento, el decorado que lo hace tangible. No basta con ver una película, me decía anoche K: hace falta ir a verla, reproducir el acto físico de recorrer un trayecto de ida a la sala y otro de vuelta a casa, si es que al salir del cine vuelves a casa y no te quedas en la calle, buscando un bar en donde departir de la película. Así que tenemos dos ritos: el de salir de casa o el de ir al cine y el de hablar de la película en un bar, a ser posible en un bar, no en un parque público o andando por una avenida concurrida y ruidosa.

Cuando uno desatiende los ritos, todo se abisma y se enfanga. Una vez se ha hecho firme la costumbre de proceder sin ellos, se aprecia sin disimulo ni flaqueza la debacle de la belleza. Si alguna vez la sentimos cerca, si nos conmovió, ahí empieza el lento descenso a los tonos grises, al vacío. Se vive sin aprisionar lo vivido, se avanza sin que obren como suelen los milagros. Está el milagro perdido de ir a comprar el periódico, que no tiene nada que ver con el hecho gris de consultar la prensa en internet. Está el milagro perdido de ir a alquilar una película al videoclub, los que queden, tres tal vez, que no tiene nada que ver con el hecho gris de elegirla en una de esas plataformas que nos surten desde el insondable pozo de ofertas de la red. Está el milagro de ir al cine, hablo del cine concebido como una sala grande o más o menos grande en la que se apagan las luces y se ilumina mágicamente una pantalla, que no tiene nada que ver con verla en casa en una pantalla grande con un potente home cinema o incluso no tiene tampoco nada que ver con el hecho de ir a alquilarla al videoclub, a pesar de lo que dijimos antes. Están esos milagros y están otros, siempre los milagros de la convocatoria de la ilusión, los que te hacen sentirte parte de algo, no el final casual de algo.

No sabemos (nunca sabemos nada) qué hacer para recuperar el rito sacrificado. No sabemos (yo, en particular, menos que otros) sobre el modo en reconducir la forma de acceder a los instrumentos de la cultura o de la convivencia entre unos y otros o lo que buenamente se nos ocurra sobre cualquier cosa que nos suceda desde que abrimos los ojos hasta que los cerramos y conciliamos el bendito sueño. En esa travesía, en la vigilia en la que ocurren las cosas, es en donde no ejercemos el cuidado de los rituales. Hasta en el amor al prójimo se están perdiendo. Se ama de prisa, no hay lentitud, no se demora el que ama en el regocijo de lo amado. No me refiero únicamente al amor que se tiene a otra persona (que también) sino al profesado a una actividad cualquiera, una de todas las que hacemos. Para que yo escuche un disco de Monk como a mí me gusta hace falta que esté sentado en el sofá de orejas de mi salita; el amplificador debe estar a un tercio del volumen, no más, por no saturar a la vecindad con mis vicios; debo tener algo en las manos que acompañe la audición: normalmente una novela (voy de la novela al disco o viceversa con absoluta fruición y tacto) o un periódico y, por último, para que la experiencia de escuchar un disco de jazz sea la deseada debo saber que no tendré nada que hacer (nada obligatorio) en la hora siguiente. Se deben conjuntar todas esas cosas para que yo disfrute de un disco de jazz como Dios manda. El de anoche, poco antes de irme a la cama, fue una de esas joyas del género que no se termina jamás de conocer del todo. Tampoco sabe uno qué opina Dios de estos vicios nuestros, los de adornar al vicio mismo y darle forma y esmerarse uno en ellos. Mientras suceda así, no hay nada que temer. El mundo seguirá girando, el amor seguirá triunfando.

III

No sé qué haría sin Thelonius Monk. Tampoco a veces sé qué hago con él. El problema final es volcarlo todo en la idea de que algo pueda ser entendido. Monk es un pianista que no entiendo. No cuento con que algún pianista deba ser entendido o ningún poeta. Entender algo es darlo por concluido. Cuánto más tarde entendamos algo, más se goza. El hecho de no saber es una invitación a que el placer continúe. El jazz es un biombo tras el que esconderse. Cortázar lo dejó escrito en El perseguidor, la historia impostada de Charlie Parker. Hacía unos días me propuse escribir algo sobre Monk. De hecho, hice un escrito. Lo hice de noche. He comprobado que escribo con más soltura de noche. Contaba cosas sobre lo que hizo y lo desamparados que estábamos los que lo admirábamos. Un desamparo sobrellevable, pero real. No es cierto que nadie se muera del todo. Se mueren si los abraza el olvido, pero de vez en cuando pongo Misterioso o Straight no chaser, dos de los discos que tenía en vinilo y luego me hice en CD. Tengo muchos discos de Monk, algunos hace años que no los pongo. No sé si son los mejores, los que se nombran en las antologías. No llego tan lejos. Lo que sí sucede es que cada vez que los pongo me parecen nuevos. Como si acabara de conocer al señor Monk. Eso es lo que decía sobre no saber nada de jazz o sobre no entender nada de jazz. No hace falta saber, no hace falta entender. Ni de poesía. Ni de la vida. Las palabras, las que tanto amo y a las que tanto debo, no me sirven para expresar nada de lo que me hace sentir Round midnight. Esa pieza, esa por sí sola, contiene la esencia del jazz. Además, leí su biografía (no sé, una de ellas) y era un tipo curioso. Las evidencias habituales: introspección, narcóticos, una sensibilidad dañina. A gente como a Monk los mata lo sensibles que pueden llegar a ser. El jazz es un país de gente frágil.

IV

Compré este disco hacia 1993. De Monk sabía poco, lo cual no quiere decir que ahora sepa mucho. No es preciso saber tanto. Lo que se disfruta no debería racionalizarse, dar con los motivos por los que de pronto nos perturbó. El placer es desquicio y olvido. Se vuelve a él sin que se precise una ruta, aunque sepamos por dónde debemos tirar, qué atajos coger, incluso sospechar qué nos estará esperando. Lo que cuenta es el asombro renovado, la sensación de estar colmados. A mí el jazz me hace sentirme joven, he pensado hoy. Ha sido coger de nuevo este disco y volver a la tiendecita de Granada en la que lo adquirí. Ni sabría volver a ella, es posible que ni esté. Hacen estas cosas los discos o los libros antiguos, ciertos objetos que hay en casa, la cercanía de un amigo de la infancia. Parece que ellos guardan una especie de memoria propia que comparece nítidamente en su presencia. Son delicados fantasmas conformados para que toda esa vida vivida no flaquee ni la empañe el tumulto de las novedades, tan gratas siempre. Regresa uno a lo que lo agasajó con los primores de la belleza o del amor. Sabe volver. En ocasiones, por efecto del bendito olvido, ni parece que lo encontrado sepa de nosotros. Hoy me he despecho este disco del gran Monk con inefable desempeño. Pensé mucho en cómo llegó a mí. Entreví la bondad de la memoria, que no siempre es ingrata. Creo recordar que compré, junto con el del septeto de Thelonius, un grandes éxitos de Steely Dan.

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