
Me cuenta hoy F. que Sting hace unos largos en su piscina cada mañana mientras escucha el preludio de la suite para chelo en G Mayor de Bach tocada por Yo Yo Ma. Imagino que el sonido irá y vendrá a capricho de las brazadas y de las inmersiones. Habrá un delirio acústico por cada obligación acústica. Una suite de Bach puede escucharse también bajo agua. Basta desentenderse de lo que no sea la suite, cancelar la servidumbre de la memoria o las tentaciones del porvenir. La suite. Bach. La suprema intendencia de esa pieza. Yo la tengo ahora de fondo mientras escribo. Bach me hace sentir pequeño. Bach hace que Dios le mire con asombro. Yo hice a Bach, luego existo, luego existo.
Una vez probé a salir a andar con la quinta de Mahler en el móvil. Llegó un momento en que acompasé el paso a la fuerza de la masa orquestal. En los pasajes más calmados, me parecía una ofensa no atenuarlo. Los paseos eran una especie de coreografía no pensada, una evidencia de que importaba más lo que pasaba en mi cabeza que la inercia mecánica de mis pies y el desempeño del camino. Todo sucede en la cabeza. Si leo cómo es Florencia, si la lectura da la entera restitución de sus casas y sus cielos, he estado en Florencia y he disfrutado las casas y los cielos. Si yo pudiese poner unos altavoces grandes que sonorizaran una piscina en la que yo pudiera hacer unos largos con las suites para chelo de Bach o con la quinta de Mahler, podría deciros qué haría mi cuerpo. Puedo hacer esa especulación sin titubeo. Si nadaría con esmero, pensando en los vaivenes del instrumento, en sus acometidas, en sus deliberaciones íntimas, en sus retraimientos y en sus felices respiraciones o me limitaría a dejar que sonara, advirtiendo de vez en cuando, según sacara la cabeza del agua, algún pasaje preferido.
Hacemos cosas que no pensamos, incluso cosas que no tienen sentido. Quizá sean esas a las que más nos arrimamos para que lo demás adquiera el sentido que tampoco tiene. Sting escucha a Bach en sus ejercicios natatorios y yo elijo a Charlie Parker cuando escribo poesía. Versos de síncopa. Pequeños pulsos de lluvia en el agua. Algunos se envalentonan en unas partes y luego se atenúan, como tímidos de pronto. Me parezco a mi apreciado Sting en que elijo protocolos para casi todo lo que hago. Tengo amigos que no secundan estos ejercicios amatorios que uno mantiene consigo mismo. Me esmero en esa aristocracia de lo irrelevante, en dar pompa, fuste, ceremonia al placer que incansablemente me procuro. Ellos, no menos agradecidos que yo, eluden la pompa, el fuste, la ceremonia. Hacen las cosas que hago yo sin que intermedie un rito.
Escribo siempre con música. Creo que no sabría hilvanar una frase con otra si no tengo canciones alrededor o lo haría más desvalidamente. Los textos provienen de las melodías. Contienen la música. Creo que no sabría salir a andar solo (a mi pesar, lo hago cada vez menos) si no busco en las playlists del Spotify la que más me consolará del vértigo del día. A mi amigo K. le parece improbable que pueda leer a placer si no es en un sillón de orejas. No es capaz de extraer disfrute de ninguna lectura si lo hace en cualquier otro lugar. R. bebe cerveza negra cada vez que su equipo juega partido de Champions. M. desayuna el mismo tipo de pan cada mañana del mundo. Es capaz de rehusar el desayuno si no hay pan de ese tipo. J. M. echa una cabezadita de veinte minutos tras el almuerzo. Le da igual estar en el bus o en un parque público. A. lee a las nueve (quien dice las nueve, dice las ocho) la prensa local en una cafetería cercana a su trabajo.
Creo que somos todos unos raros si se nos mira en detalle. Bach es el primero de los raros. Dios hizo una criatura rara. Todas esas cantatas, todos esos hijos. No puede ser un hombre normal alguien que hizo lo que él. Tal vez Bach tenía sus rituales. Componía mirando tal o cual jardín, corregía a una hora precisa de la tarde o escuchaba su obra con un traje muy de su agrado. Ahora mismo me dispongo a acometer uno de sus ritos de los que no me es posible escapar. A mediodía, cuando el sol dé de sí lo que no le pedimos, abriré una cerveza bien fría. Tengo pensado desde bien temprano cuál será. Dejaré aquí escrito que será corpórea y de apreciativo poso en boca, no de abadía, pero espesa, con su espuma en la copa. Escucharé ‘Ghost song’, un álbum de Cécile McLorin Salvant que me está pidiendo componer una novelita sobre la inocencia o sobre la lujuria.