diciembre de 2024 - VIII Año

El cine de Robert de Niro

Cuando en 2013 De Niro no se llevó su tercer Oscar, nos quedó la sensación de la importancia de una trayectoria, que sin premio o con él, no tiene parangón. Muy pocos actores han cambiado tanto de papel, han sido tan camaleónicos como este actor todo terreno, que nos ha dejado películas inolvidables.

La figura delgada de ese joven Bobby Milk, como le llamaban en Little Italy en los años cincuenta, cuando Bobby era un chaval de diez años, que dejó la escuela (nació el 17 de agosto de 1943) y empezó a sentir la llamada del teatro, interpretando a un personaje de El Mago de Oz, pero que también flirteó con la delincuencia de sus amigos italoamericanos, retirado a tiempo, para suerte de todos los cinéfilos del mundo.

Hijo de un pintor abstracto, Robert de Niro, senior y de Virginia Admiral, De Niro fue consolidando sus apariciones en el teatro off Broadway, gracias sobre todo al impulso de Shelley Winters y con una preparación de verdadero maestro, con figuras como Lee Strasberg y Stella Adler, del Actor’s Studio, cuna de grandes genios del cine, como Newman o Brando.

Vemos a Bob interpretar y sabemos que el cine existe, porque lo dota de una fuerza y un magnetismo difícilmente equiparable. Nos quedamos fascinados con su rostro en una película en la que nadie, ni siquiera Scorsese, pensó que sería un éxito: me refiero a Taxi Driver, en la que Travis pasea su mirada y su taxi amarillo por las aceras de un Nueva York, entre brumas de la noche, prostitutas y proxenetas, donde Bob nos regala una interpretación magistral de un hombre introvertido, introducido lentamente en la paranoia y la locura, como cuando le dice al senador Palantine: “habría que tirar de la cadena de esta ciudad, para que se fuera toda la mierda”.

De Niro bordará el papel de Vito Corleone joven, en una interpretación llena de matices, con un acento italiano, que adquirió en los ya conocidos entrenamientos del actor, para sus sorprendentes papeles. De Niro logra mimetizarse con el joven Vito, llenando la pantalla de una fascinación gracias a su amplitud de registros.

Papeles como el de Jimmy Doyle en New York, New York, donde nos demuestra su vis cómica, al lado de Liza Minnelli, creando una historia de amor llena de altibajos, donde la tristeza abundará más que la alegría. El actor aprendió a tocar el saxofón, demostrando su afán de perfección. No hay que olvidar el Jake la Motta en la excelente e inolvidable Toro salvaje, radiografía de un boxeador sonado, tocado por la desgracia, por los celos, por la violencia ancestral, pero en la que De Niro nos ofreció tantos matices, hasta sus treinta kilos de más, que aún algunos no nos hemos recuperado del impacto de una interpretación tan brillante, ganadora del Oscar al mejor actor en 1981.

Tampoco hay que olvidar El cazador, de Michael Cimino, rodada en 1978, en Pennsylvania, con las montañas mirando el cielo, con el Vietnam de fondo, en una historia desgarradora de varios amigos, donde Michael Vronsky, De Niro, estuvo soberbio. Cuesta creer que no tuviera ese año el Oscar al mejor actor, para dárselo a un descafeinado Jon Voight por El regreso, extrañas elecciones del destino que tienen poco que ver con la calidad de los actores y su talento verdadero.

De Niro siguió cosechando éxitos y si bien la década de los ochenta no fue tan brillante como la de los setenta (se puede decir, sin sonrojo alguno, que De Niro fue el mejor actor de los setenta, superando con creces a Hoffmann o Pacino, actores muy notables, pero que no tienen la amplitud de recursos de este grande del cine), en esta década, el actor nos dejó la calidez de su personaje de Enamorarse, con Meryl Streep, o Érase una vez en América, donde estuvo muy bien como el gánster Noodles.

No hay que olvidar otros títulos: el excelente trabajo en Despertares o en El cabo del miedo, dos registros muy distintos, un enfermo que ha vivido muchos años aletargado por una enfermedad incurable y el asesino Max Cady, tatuado hasta en el lugar más inimaginable, donde De Niro muestra su lado más perverso, como cuando intenta seducir a una jovencita, la hija del abogado, Nick Nolte, mientras le enseña el libro de Henry Miller, Sexus.

De Niro ha hecho mucho más cine, en algunos casos magistral como en Uno de los nuestros, Una historia del Bronx o en Casino, pero siempre queda en mi memoria el cine de los setenta, donde nadie podía igualar su mirada a los montes cuando quería matar a un ciervo de un solo tiro en El cazador o cuando va enloqueciendo progresivamente en un mundo sórdido, el de Taxi Driver o en su incursión en la epopeya de Bertolucci, Novecento, película que ha perdido algo de fuerza, pero que me sigue impactando: me acuerdo de la escena en la que él y Depardieu comparten una prostituta con epilepsia o cuando, enamorado hasta el tuétano de la memorable Dominique Sanda, la hace el amor en el pajar. Recordar mi visión de Novecento en un cine ya desaparecido del Madrid de los primeros ochenta, la vi ya en reestreno, me emociona.

El cine, más grande que la vida, como nos dirían nuestros grandes directores, Colomo, Trueba, Berlanga, Buñuel o Saura, no puede pasar sin un actor único, de mirada penetrante, de talante introspectivo, a veces violento, como en el personaje de Jake la Motta, a veces tierno, como en el papel de Enamorarse, pero siempre magistral, hasta en películas menores, como en Confesiones verdaderas, donde el personaje del cura Desmond sigue teniendo matices que los críticos no supieron ver o en la maldita El rey de la comedia, donde nos hacía pasar un buen rato en el papel del cómico sin gracia Rupert Pupkin.

Poco importa que no le hayan dado un tercer Oscar porque De Niro es uno de los mejores actores de la historia del cine, grande, porque sus personajes aún nos hablan, nos susurran, desde el laberinto de sus contradicciones, nos llaman desde el afecto y la violencia que todos llevamos, son un poco como nosotros, seres reales que están a años luz de tanto actor guapo que nos inunda hoy día, sin un solo gesto que sea verdadero.

Si De Niro se codeó con otros grandes como Pacino, Hoffmann, Nicholson o el algo denostado, pero muy buen actor, Richard Dreyfuss (no hay que olvidar sus grandes papeles en Tiburón o Encuentros en la tercera fase), es cierto que sobresale sobre la mayoría por hacer que sus personajes sean para siempre imborrables y que, para muchos cinéfilos, aún resuena en nuestra memoria la fuerza de esos seres que nos llegaran hasta muy dentro. Gracias, De Niro, uno de los últimos grandes, un maestro del cine que aún nos demuestra lo gran actor que es cuando quiere (siempre se pueden desechar algunos últimos títulos que no han aportado nada a su trayectoria), pero que, estoy seguro, no necesita un tercer Oscar. Como Brando y unos pocos más, De Niro es cine, del grande, del que no olvidaremos nunca.

El cazador: una obra maestra de Cimino

Hay pocas películas que se metan en el alma hasta el punto de provocarte un desasosiego permanente en cada visión como esta cinta de Michael Cimino, tocada con la gracia de un conjunto de elementos que nos sobrecogen para siempre: la amistad de un grupo de americanos de origen lituano, que se dedican a la metalurgia, la guerra del Vietnam que va hiriendo nuestra visión a través del destino de tres de los amigos, pero que contagia su amargura a todos ellos, la historia de amor del personaje interpretado por Savage que contrae matrimonio con su novia (Rutanya Alda) pero cuyo destino quedará marcado para siempre por el fatum terrible de una boda donde se derrama el vino y cae una gota en el vestido blanco inmaculado de la novia.

El cazador (1978) es una película que nos sobrecoge, un fresco dividido en tres partes: la primera, la boda, muy larga y minuciosa, donde se ven los preparativos que se llevan a cabo, mientras el grupo de amigos comparten su vida entre el trabajo, las juergas en el bar y su escapada al monte para cazar ciervos (inolvidable las imágenes de Robert de Niro subido a la cima mientras apunta a un ciervo, con el majestuoso paisaje de las montañas de Pennsylvania, fotografiadas con maestría por Vilmos Zsigmond); la segunda, cuando tres de ellos se marchan a la guerra del Vietnam en el momento más crudo de la misma (1968), creyendo que es un juego de niños y quedando marcados para siempre, la ruleta rusa que practican los vietnamitas con los americanos va insertando una violencia en la película que cala en la retina para siempre; la tercera es la vuelta de Michael Vronsky, el líder del grupo, hermético, el que se sentía mejor solo al cazar ciervos, el que vivía su pasión callada por la novia de Nick (Meryl Streep en su primer encuentro con el gran De Niro): la vuelta supone una herida imposible de cerrar, ha dejado atrás a Nick, que sigue en el Vietnam, perdiendo lo más importante, su memoria, y a su otro amigo, que interpreta con mucho acierto John Savage y que ha quedado paralítico.

Con estos mimbres, El cazador es una película que nos va dejando huella en cada fotograma, cobrando importancia la primera parte para entender el resto, la que el director italoamericano dedica a la boda de Savage y Shire.

La boda es muy significativa porque representa el lugar de encuentro, la amistad que se ha forjado con el tiempo, la caracterización introspectiva de los personajes, bien perfilados, desde Nick (un extraordinario Christopher Walken que se llevó el Oscar al mejor actor secundario), al personaje que interpreta John Cazale, impulsivo, alocado, pero noble, que llega a sacar una pistola cuando su novia baila con otro hombre. Sobresale sobre todos ellos Mike, el personaje que va puliendo como si lo fuese moldeando poco a poco hasta dejarnos impactados, Robert De Niro, un actor único que logra aquí una interpretación sobrecogedora, porque no le hace falta grandes gestos (a los que se ha acostumbrado después) sino la mirada, honda y concentrada, como si en ella escondiese todos sus sentimientos, el que siente hacia la novia de Nick, el que comparte con sus amigos, su singularidad que le lleva a discutir con Cazale por unas simples botas, el hombre que debe cazar solo para enfrentarse con el mundo y saber que existe de verdad, lejano de todo ante la inmensidad del paisaje de Pennsylvania.

La boda es, sin duda alguna, una larga primera parte donde se fragua la tragedia, cuando al beber los novios el vino, sin que deba derramarse ni una sola gota, para que la suerte acompañe sus vidas, se derrama una gota y condena a todos los personajes a un mundo de tragedia imparable.

En la boda se presiente la pasión de Mike por la novia de Nick en las miradas de ambos, como si Mike fuese incapaz de decir algo más allá de sus palabras balbuceantes, empapadas por el alcohol, como si la pasión de ese hombre circunspecto, pero resistente, fuese un entusiasmo contenido y silencioso, sin posibilidad de continuidad. Pero el destino irá trenzando esas miradas y, en la tercera parte, la bella novia de Nick, habiendo perdido casi la esperanza de encontrar a su amado, caerá en brazos de Mike.

El desencanto de esa felicidad inicial llega en la tercera parte, la alegría de la boda se contrasta con ese panorama sombrío de la llegada de Mike en un taxi, mientras todos le esperan para darle la bienvenida y él decide pasar de largo: la guerra ha hecho mella, los héroes ya no son más que perdedores, la felicidad sólo es una cicatriz que sangra ahora, ante un mundo de derrotas y de muerte. La guerra y sus secuelas no perdona a ninguno de los protagonistas de esta historia.

La partitura inolvidable de Stanley Myers con los sonidos de guitarra del gran John Williams van acompasando una historia que nos va llenando de amargura, porque queremos la felicidad de sus protagonistas, añoramos la dicha de la boda inicial, pero estamos ya sobrecogidos por el dolor de la guerra, de las escenas en Vietnam, cuando De Niro y Walken juegan a jugarse la vida en la ruleta rusa, sabiendo que aquella imagen de la primera parte cuando, ebrios, sondean a un veterano del Vietnam para saber cómo es la guerra (en un mundo todavía imbuido de películas y de hazañas) mientras el soldado los rechaza, detestando a esos tipos que no conocen el horror que después vivirán plenamente, es solo una sombra en un camino sembrado de derrotas.

La película se llevó cinco Oscars de la Academia del Cine, a la mejor película, al mejor director (Cimino, que luego arruinaría a la United Artists con otro fresco monumental de gran belleza pero fallido en su consecución, La puerta del cielo), mejor actor secundario (Walken, dotado de un magnetismo y de una ambigüedad que nos destroza cuando juega a la ruleta rusa como profesional con la mirada perdida mientras un impagable De Niro juega con él para hacerlo volver a la realidad y sacarlo de allí, sin éxito), mejor montaje y mejor sonido.

Si tuviese que quedarme con una escena, me quedaría con el final, cuando todos cantan God Bless America, brindando mientras la partitura de Stanley Myers y el sonido de guitarra de Williams nos destrozan el corazón ya para siempre.

El cazador es cine, único, del que nos hiere en la memoria para la eternidad y sus imágenes, desde la boda, donde convive la felicidad del grupo hasta el brindis de la derrota final son sobrecogedoras, porque nos hablan de lo más humano que tenemos, los hilos del corazón que esta película con honestidad logra unir para siempre.

Malas calles, el cine de Scorsese a través de la mirada de De Niro

Malas calles (1973), historia de un grupo de amigos que viven el ambiente del hampa y la delincuencia en Little Italy. En esta película ya cuenta con De Niro, su poderosa mirada, su magnetismo que le prepara ya como uno de los actores más sobresalientes de la década (sólo comparable a Al Pacino e, incluso, superando en intensidad a éste en algunos de sus papeles). En la historia, Scorsese esboza ya sus temas claves: la soledad, la violencia y el sexo de una sociedad sin esperanzas.

En esta película, Scorsese ya nos presenta el mundo de la religión, las imágenes de Harvey Keitel en la Iglesia, el mundo de los bares, De Niro y Keitel metidos en líos, en aquella sociedad violenta de los setenta, donde podemos respirar ya la paranoia que irá creciendo en personajes desquiciados, como mostrará unos años después en Taxi Driver (1976), donde la América de los setenta se muestra como un espacio de soledad y violencia, verdadero recinto de yonquis y prostitutas ante la mirada alucinada de un taxista que se convierte en Caronte, el barquero en el infierno neoyorkino.

Malas calles ya es un ejemplo del estilo paranoico de Scorsese, con encuadres complicados, los ángulos arbitrarios donde vemos a los mafiosos en el restaurante o el contrapicado de Charlie y Teresa cuando él le habla de su futura separación. La cámara adopta una posición histriónica donde no podemos dejar de mirar esa esquizofrenia creciente que la película nos deja en la retina.

Charlie es Keitel, Johnny Boy, De Niro. Si Charlie es el ser desdoblado, un hombre desgajado de toda felicidad, hastiado de culpa, por ello, sus continuas expiaciones religiosas; Johnny Boy es el muchacho descerebrado, incapaz de reflexión, envuelto en la eterna violencia de su comportamiento infantil.

Y como colofón, la violencia, latente, presente en las conversaciones rápidas, sin límite entre los personajes (como ocurrirá luego en Toro salvaje entre La Motta y su hermano), pero también la idea del sexo como pecado, como culpa que persigue a los personajes, ya queda lejos la ingenuidad del cine anterior, todo tamizado ahora por la violencia de una vida sin oxígeno, sin respiración posible, siempre al borde del precipicio.

La película habla claramente de los negocios de un grupo de mafiosos callejeros, que no dudan en extorsionar para conseguir sus objetivos, un ambiente que conoció Scorsese y De Niro cuando eran jóvenes en Little Italy, donde se desarrolla la acción.

Los personajes y el ambiente son fundamentales en esta película, la cinta empieza con la imagen de un Keitel rezando, expurgando sus culpas, como luego hará Michael Corleone en la grandiosa El padrino de Coppola.

Son esenciales en la línea del relato Tony, el propietario del Volpe’s, un local ubicado en Mulberry Street, la arteria principal de Little Italy. El personaje está inspirado en el hijo de un gánster que llegó a tener su propio local, ya que su padre poseía el resto de los locales de la zona.

El personaje de Michael es menos complaciente: se trata de un hombre que quiere ser gánster, pero que no da la talla, lo que sirve para que Johnny Boy haga siempre chanzas de su persona. Se trata de un tipo que quiere entrar en la dinámica de los gangsters y sus turbios negocios, pero no está a la altura de las circunstancias.

Los verdaderos protagonistas, Charlie y Johnny Boy, esconden las dos caras de una misma moneda: seres erráticos, que pretenden enlazar su ignorancia hacia una vida normal con sus deseos de destacar en el ambiente del hampa callejera de Little Italy.

Ya presagia el personaje de De Niro al que luego interpretará en la magistral Taxi Driver, un hombre que se mira al espejo, en su paranoia, libre, sin trabas, un ser que no tiene límites; solo Keitel frena los impulsos del joven Johnny Boy.

Y queda, sin duda alguna, el tema de la violencia, donde Charlie, en la línea de Jake La Motta, el boxeador de Toro salvaje, que luego interpretó De Niro, vive la violencia con un afán de purgar sus culpas, interiorizando el dolor, como si se flagelase a través de la misma.

Concluyo diciendo que el cine de los setenta reflejará la violencia de esta película en otras cintas como El padrino (1972) de Coppola o Deliverance (1972) de Boorman, entre otras, sin olvidar la cinta de Kubrick tan afamada como aún delirante, La naranja mecánica (1972), donde la sociedad disfruta con el dolor. Somos culpables por nuestra necesidad de asumir la tragedia de los otros, en un mundo apenas reconocible para generaciones anteriores, marcado en Estados Unidos por la Guerra de Vietnam y en el planeta por ese mundo donde la televisión ya muestra sin tapujos la parte más sórdida del ser humano. Malas calles ya presagia la violencia que irá expresando esa década de grandes películas, cintas que nos invitan a la reflexión sobre la bondad y la maldad del ser humano.

Los negocios de este grupo de mafiosos callejeros nos dejan absortos, porque la película inunda de nerviosismo y violencia la pantalla, en un dinamismo que no tiene límites y que anticipa el cine de Scorsese que triunfará en los setenta, con éxitos como Taxi Driver o New York, New York. Una película de indudable peso que introduce ya los temas clave de la obra de Scorsese, entre ellos, la violencia y sus meandros más sórdidos.

Taxi Driver: un De Niro para la historia

Muy pocas películas han tratado el tema de la soledad en el cine como esta obra maestra de Martin Scorsese, dirigida en 1975, con su actor fetiche, De Niro.

Todo surgió cuando Brian de Palma le ofreció a Martin Scorsese un guión de Paul Schrader, titulado Taxi Driver. La historia se centraba en la mirada de un taxista neoyorkino, solitario y cada vez más paranoico a la noche, plagada de prostitutas y drogadictos. Los derechos de la película los compraron Michael Y Julia Philips, quienes habían conocido a Scorsese en una fiesta nocturna en Hollywood, en 1973.

La producción del film fue laboriosa, con un presupuesto inicial de 1,3 millones de dólares, alcanzó finalmente casi los dos millones. La Warner no estuvo dispuesta a asumir el proyecto, tal y como lo planteó Scorsese: puso solamente 750.000 dólares para la película; por ello, se necesitaba otra productora.

Fue gracias a la intervención de Steven Spielberg, amigo de Scorsese, que la Columbia Pictures se hiciese cargo del proyecto, aportando los dos millones de dólares que, finalmente, costó el proyecto.

El guión de Taxi Driver le vino a Schrader de sus paranoias, su soledad, sus crisis existenciales, como él mismo confesó. Un referente fue el intento de asesinato que Arthur Bremer hizo contra el senador George Wallace y una canción de Harry Chapin titulada Taxi Driver.

Otro factor de esta película fue la elección de los actores: Scorsese quería a De Niro, pero éste ya tenía un caché muy alto, puesto que había rodado con Coppola El padrino, segunda parte y Novecento con Bertolucci. Pero el actor estaba muy interesado en la historia y se rebajó el sueldo hasta los 35.000 dólares, adelgazó para hacer la película casi veinte kilos, como, más tarde, debido a su necesidad de ser un camaleón al interpretar, engordaría treinta kilos para hacer Toro Salvaje.

Harvey Keitel, protagonista de Malas calles, aquí hacía un papel secundario, el del proxeneta Peter Boyle, el taxista genial que, en una memorable escena, aconseja a Travis que limpie su cabeza de tanta mierda, porque se da cuenta de que está asqueado de todo; Jodie Foster, la prostituta casi niña, Iris, a la que conoce Travis de una manera fortuita y a la que ayudará al quererla librar del chulo y de la profesión, en la célebre escena de la matanza final, una de las más desgarradoras escenas de violencia que jamás se hayan filmado.

También Cybill Shepherd, una actriz algo fría, pero de gran belleza, tenía que estar presente: era amiga de Bogdanovich y aquí protagonizó el papel de Betsy, la mujer de la que se enamora Travis, mujer inaccesible, porque no pertenece al mundo del taxista; sólo hay que recordar la escena en que, en la primera cita de ambos, la lleva a un cine porno, porque Travis cree que allí van las parejas, como algo normal.

Betsy representa la América hermosa, ya que aparece siempre inmaculada, de blanco, ayuda en la campaña del senador Palantine: es una mujer que aparece siempre como un ángel, frente a Travis, en un taxi del que sale la bruma (en la noche) y hombre taciturno durante el día, mirando (como un voyeur) desde el taxi a la joven en el lugar donde ella trabaja.

La película se empezó en verano, mientras muchos curiosos se arremolinaban para ver a los actores en el rodaje. Se trata de una radiografía de la soledad, porque Travis es un hombre que no puede dormir por la noche, que ha estado en Vietnam, que escribe un diario, no tiene familia, vive en un modesto apartamento, conduce el taxi muchas horas al día y de noche, transita las zonas más peligrosas de la ciudad…

La soledad está presente en cada mirada de Travis (De Niro le da al personaje una fuerza impresionante, tanto que no podemos apartar los ojos del actor, cuando mira a los negros en el local, mientras hablan sus amigos taxistas, cuando ensaya enfrente del espejo con el arma, antes de intentar matar al senador, cuando habla con Betsy… Vemos al hombre que vive en el interior, cuando dice lo que piensa al senador que, curiosamente, coge su taxi; vemos a un hombre sincero, insólito, porque no entiende de diplomacia, un hombre que observa, como un felino en la oscuridad de la noche).

Como dice, muy acertadamente, José Enrique Monterde en su estudio sobre Scorsese en Cátedra, Signo e Imagen, Travis es un hombre inadaptado, que ve el mundo desde su prisma de desprecio a todo lo que le rodea:

“En clave sociológica podríamos tal vez entender que esa condición solitaria de Travis es el resultado de la inadaptación inherente a su retorno de la guerra, tanto como consecuencia de los horrores vividos como por la incomprensión de una sociedad que no ha asimilado el alcance del sacrificio de los soldados de ultramar, tal como ocurre en diversas películas que han tratado el tema del retorno del soldado” (pp. 174-175).

Cierto, porque la guerra del Vietnam dejó herida a una sociedad y América no aceptó a los que no consideró ganadores, porque su esfuerzo no fue suficiente para que los que no lucharon pudiesen aceptarlos como merecían.

Para un hombre solitario como Travis, incapaz de relacionarse con los demás, recordemos lo poco que conversa con sus amigos taxistas, lo visual tiene un poder muy importante que Scorsese logra imponer en la película, me refiero al cine (el cine porno donde Travis va porque no puede dormir), la televisión que ve en su apartamento (donde vive solo), el espejo retrovisor del taxi, donde contempla a sus clientes, como en la famosa escena en que un perturbado (el mismo Scorsese) le dice que espere, que va a matar a su mujer, la cual está con un negro.

Continuamente, la película tiene esa presencia de sueño, de mundo infernal: la aparición de la bruma que sale del taxi, la música de Bernard Herrmann, la visión de las calles atestadas de prostitutas y de yonkis.

La noche refuerza la soledad de Travis, mientras el día intenta ser un acercamiento fallido a los demás, que acaban en estallidos de violencia, como en la escena en que Travis entra, en estado de furia, por el rechazo de Betsy, en la oficina donde se lleva a cabo el apoyo al senador para la presidencia.

Carlos Losilla logró diseccionar muy bien algunas claves de la película, como la importancia de la mirada, así nos dice: “Taxi Driver, entre otras muchas cosas, es una película sobre la mirada desquiciada: al identificarnos con el punto de vista de Travis, al incluirnos en su paranoico juego especular, nos dice que todos somos neuróticos, que todos deformamos el mundo mediante nuestra mirada y que, por lo tanto, todos somos asesinos en potencia” (Carlos Losilla, Taxi Driver / Johnny Guitar, Libros Dirigido/ Programa Doble, núm. 40, Barcelona, 1999).

Travis es como Caronte, el barquero que lleva a los muertos al infierno, porque la ciudad que plasma Scorsese en la película carece de vida, muchos de ellos, yonkis, son igual que muertos vivientes.

Como todo solitario, Travis va dibujando un plan que entretenga su soledad, por ello, decide atentar contra el senador, odia la ciudad, la gente que vive allí, nadie le quiere, ni una mujer pura (Betsy, metáfora de una virgen, vestida de blanco) ni una puta (la joven Iris que desconfía de él porque no sabe lo que pretende de ella).

Scorsese confesó que hay mucha deuda en la película del cine de Robert Bresson, por ese gusto al detalle (hay tantos en la película que sería exhaustivo enumerarlos, pero la imagen de la pastilla en el vaso de agua es sublime: representa el mundo del taxista que se ahoga paulatinamente en la nada), por la estilización y la depuración de la forma fílmica que Bresson hizo de su cine y que se halla en la película de Scorsese, como, por ejemplo, en la entrada en escena del taxi en la ciudad infernal, con esos tonos rojos, como la mirada de De Niro (magistral en una interpretación antológica) al loco que lleva detrás, el mismo Scorsese, en la escena que he comentado antes.

Toro Salvaje: la obra maestra de Scorsese con un De Niro magistral

Jake la Motta fue un boxeador de los años cuarenta que vivió un vía crucis personal cuando perdió todo lo que tenía tras haber sido uno de los boxeadores más aclamados; tanto es así que luchó con Ray Sugar Robinson. Robert de Niro leyó la biografía de la Motta y se sintió atraído por la historia, se la hizo llegar a Martin Scorsese para que valorase la posibilidad de hacer una película con esa historia.

Fue De Niro mientras rodaban Taxi Driver quien le facilitó el libro sobre la Motta. El libro no lo escribió el boxeador, sino Peter Savage y Joseph Carter, a partir de los recuerdos narrados por el boxeador. Savage aparecía en el libro, con un guiño realmente interesante, ya que conoció al boxeador y para dar ficción a su amistad transformó su relación con él en el personaje de Joey, el hermano, muy bien interpretado por un actor que descubrió Scorsese, Joe Pesci. Lo curioso fue que Peter Savage tenía un pequeño papel en otra película de Scorsese, Taxi Driver.

Mardik Martin, muy amigo de Scorsese, trabajó en el guion durante dos años, para mejorar el libro y que pudiese ser llevado a la pantalla. Pero el intento de Mardik no funcionó y Martin no se sintió satisfecho de la labor de su amigo; de nuevo Paul Schrader, un hombre que arrastraba obsesiones, pero también una excelente forma de escribir, dio al guion forma y energía, en la línea de la magistral Taxi Driver.

Schrader suprimió toda la parte del libro dedicado a la infancia del boxeador en Little Italy, donde vivió Scorsese. También el paso por el correccional de La Motta, la violación de una amiga de Peter Savage por Jake. Scorsese suavizó así la historia, porque, en realidad, la vida del boxeador nos hablaba de un hombre más atormentado y solo, un hombre más herido por la vida que lo que se muestra en la película.

Pero fue el mismo Scorsese y De Niro, amigos íntimos, quienes se reunieron en la isla de St. Martin, donde en diez días reescribieron las cien páginas del guion definitivo. Como productores se embarcaron en el proyecto los artífices de New York, New York, Robert Chartoff e Irwin Winkler. Surgió así una obra maestra: Toro salvaje (Ragging Bull).

El rodaje de la película comenzó en abril de 1979 y se prolongó hasta diciembre del mismo año, con una interrupción de cuatro meses en la que De Niro tuvo que engordar, llegando a pesar treinta kilos más para poder interpretar a La Motta en su decadencia.

La película se llevó dos Oscars, a De Niro como mejor actor y a Thelma Schoonmaker por el montaje. No ganó el Oscar a la mejor película ni al mejor director, porque se lo llevó una película mucho menos recordada y de calidad menor, Gente corriente, de Robert Redford, quien sí se hizo con el Oscar a la mejor dirección.

Prescindiendo de la alusión a los premios, la película es una radiografía de la soledad de un hombre que vive la angustia de tener las manos pequeñas para boxear como le dice a su hermano Joey en una excelente secuencia de la película, cuando le pide que le pegue en la cara; un hombre que vive obsesionado por los celos, creyendo que hasta su hermano se acuesta con su mujer, un hombre que se siente susceptible a cualquier comentario, como el que hace su esposa (la joven Cathy Moriarty y la que hace de cuñada, Theresa Saldana), sobre la belleza de Gianiro, otro boxeador, al decir que es bien parecido, por ello, La Motta le pega una paliza en el ring que casi le desfigura.

Como vemos, estamos delante de un hombre brutal, que hace de la violencia su forma de comunicación ante los demás. La elección del blanco y negro para casi toda la película respondió a una elección que tiene que ver con su pasión por el cine clásico, pero también con el afán de que veamos la ascensión y caída del boxeador en las luces y sombras del blanco y negro, frente a las secuencias en color, que son las fotos de boda, donde se puede ver un período de alegría en el matrimonio de Vicky y Jake.

La mujer rubia vuelve a aparecer como un ideal para el hombre obsesivo y solitario que es el principal personaje de las películas de Scorsese, si en Taxi Driver era Betsy, en Toro salvaje será Vicky, ambas se parecen, si Jake logra casarse con Vicky, la relación no funciona porque son dos seres muy diferentes: ella, una mujer sencilla y sin especial cultura, frente al aparente refinamiento de Betsy, pero mucho más refinada que Jake.

La soledad es un tema clave, pero, frente a Taxi Driver, aquí el boxeador no está solo: empieza la película con su hermano Joey, su confidente (como en Malas calles De Niro y Keitel aparecían juntos en toda la película como amigos), sin embargo, Travis siempre aparece desvalido y sin compañía en la ciudad neoyorkina. Pero la violencia desmedida de Jake le irá dejando solo, porque sus celos y sus obsesiones le harán perder a su familia y se nos presenta en la segunda parte de la película como un hombre que regenta un club nocturno, obeso y sonado, que, incluso, es detenido por hacer trabajar en el club a menores de edad. Es impresionante ver la escena en la cárcel cuando Jake golpea la pared de piedra, mientras grita que no es un animal, que es un hombre, demostrando que De Niro es un actor magistral y no había posible rival para llevarse el premio Oscar de 1980.

Para Scorsese, la película, aunque trate el mundo del boxeo, no es, esencialmente, un film acerca de ese mundo, porque el director pretende ir más allá: lo que verdaderamente le interesa (él confesó que no le gustaba el boxeo ni el mundo que le rodeaba) es contar la historia de un hombre que ha derribado, por su incapacidad para convivir con los demás, las fronteras de la cordura y ha entrado, en la línea de Travis Bickle en Taxi Driver, un proceso de paranoia, sus celos enfermizos, y de violencia que acaba con su mundo familiar. Se trata de un héroe en el ring, pero de un perdedor en la vida.

Lo que pretende el director es demostrar, a través de la dureza de las escenas de boxeo, la fisicidad de ese mundo, donde el combate cuerpo a cuerpo cobra dimensiones míticas. Pero, en el fondo de la historia, están los años en que Scorsese convivió con el mundo religioso, sin duda: La Motta se somete a la tortura de los golpes de Ray Sugar Robinson (en unos planos demoledores de la cara de De Niro cada vez más sangrante, donde estalla la sangre que llega al público) como Jesucristo ante la crucifixión.

No se puede entender de otra forma esa violencia, porque el final justifica este argumento, cuando, como redención, Scorsese nos habla de la Epístola a los corintios para hablarnos de la redención de La Motta, después de su calvario, la pérdida de la familia, su paso por la cárcel, los treinta kilos de más, su ruina económica y su fracaso en el ring.

El fracaso de un héroe del cuadrilátero, unido a la soledad, como tema tangencial que aparece en todo momento, porque nosotros sabemos que La Motta, pese a la confidencialidad con su hermano, pese al matrimonio con la chica, está siempre solo, en su mundo de sombras, consciente de tener las manos demasiado pequeñas para ser un boxeador de primera, como si conociese ya que su fatum terrible, su calvario, está ya presente en los inicios de su carrera como boxeador. Scorsese nos da a entender en la mirada de De Niro que nunca será el mejor, porque algo se lo impide, un defecto congénito, esas manos que no pueden tener la misma fuerza que las de hombres como Rocky Graziano o Ray Sugar Robinson.

Para José Enrique Monterde, en su estudio sobre Scorsese, publicado en Cátedra, Signo e Imagen, la idea del tiempo en la película es fundamental, porque, precisamente, es en el cuerpo de De Niro donde vamos viendo un hombre de apariencia normal, para verlo transformado en un ser casi deforme. El tiempo ha hecho mella en su cuerpo. Cito al crítico en su interesante opinión sobre este particular:

“Si los puños, las piernas, el torso, el rostro son la vía del triunfo y la derrota en el cuadrilátero, también será en el cuerpo de Jake donde hallaremos las huellas del paso del tiempo, de la decadencia y en el límite de la muerte” (p. 270).

Dice también que el esfuerzo de De Niro por engordar treinta kilos no puede atribuirse a un narcisismo del actor, sino a la necesidad, en una película de tanta fisicidad, de expresar el paso del tiempo, de convertir a su personaje en el deshecho en que se ha convertido (todos conocemos la meticulosidad de De Niro al afrontar sus personajes, en la línea de los actores del Actor’s Studio donde el actor debe convertirse en el personaje, sin duda, nos recuerda a Brando o Newman, actores magistrales y muy sólidos en cualquier papel que hayan interpretado, sin olvidar que Newman fue Rocky Graciano en Marcado por el odio de Robert Rossen).

José Enrique Monterde habla también de la diferencia esencial entre dos personajes claves de Scorsese, el Travis de Taxi Driver y el Jake de Toro salvaje; se centra en la idea que secundo acerca de dos formas de exteriorizar la violencia (una hacia fuera, la de Travis, otra hacia sí mismo, la de La Motta), si Travis se prepara para atentar contra el senador Palantine, cultiva su cuerpo para matar a otro, se crea un objetivo, tras sentirse asqueado y solo en el mundo que lo rodea; La Motta se ofrece como víctima, aunque pegue a su mujer por los celos infundados que siente o, incluso, intente pegar a su hermano, es el mismo cuerpo de La Motta el que recibe la mayor parte de los golpes, hombre torturado, que debe vivir, como los místicos, su proceso de flagelación y de dolor.

El mismo boxeador hablará de ese deseo de flagelación, cuando, en la biografía que escribió Peter Savage, dice que aquél le contó que su lucha era contra todos, no le importaba que fuese con un peso pesado como Joe Louis, no apto para él, que era peso medio, porque su deseo era recibir todos los golpes que pudieran darle, como castigo a su incapacidad de comunicación. La Motta no sabe comunicarse, si no es a través de la violencia, por eso observa mucho y habla poco, fragua en su mente obsesiva una historia de celos que hace fracasar su matrimonio, no hace caso nunca a su hermano Joey, en su deseo de manifestarse, maltrata a los que le rodean, para quedarse, al final, desamparado.

Carlos Losilla, en el estudio antes citado sobre Taxi Driver, aparecido en Libros Dirigido / Programa Doble, núm. 26, 1997, cuando dice: “sólo en Toro salvaje el cine de Scorsese ―y Schrader también en este caso― alcanza la paz espiritual, y lo hace mediante un itinerario en cierto modo inverso al de Taxi Driver: el film no termina con una explosión de violencia, sino con el protagonista en una celda completamente solo, súbitamente enfrentado a la verdad de su existencia” (p. 57).

La clave de la película es, sin duda, el encuentro del hombre consigo mismo, por ello, se mira al espejo, mientras interpreta las palabras de Brando y Rod Steiger en La ley del silencio, porque ya ha encontrado un rostro, después del calvario que ha vivido durante sus años de boxeador, al regentar el club, pese a que ello le lleva a una denuncia por contratar a una menor de edad y acaba en la cárcel, sabe que ahora es un hombre de verdad, porque, pese a lo triste de aquel club y el abucheo de la gente, ahora ya no tiene que pegar o ser pegado, ahora es el hombre que se interpreta a sí mismo, para vivir una vida sin violencia, donde, por fin, encuentre la paz espiritual que tanto necesitaba.

Toro salvaje fue un rotundo éxito de público y está considerada por los críticos una de las mejores películas de la historia, porque, más allá del boxeo, está la historia de un hombre que no ha sabido comunicarse, un solitario que, debido a su ignorancia y a su primitivismo, ha sufrido la peor de las derrotas, la soledad. Pocas películas de Scorsese nos dejan tan heridos como esta cinta de enorme impacto emocional para cualquiera de los espectadores del buen cine, con ese aire clásico que nos transmite la historia, ese clasicismo que el realizador heredó en muchas sesiones de cine en su juventud y que le convierte en un director fundamental en el cine moderno.

El rey de la comedia: una película fallida

Es difícil no desear el éxito, no presentarse en la vida con aspecto triunfal, no querer acceder al lugar de los privilegiados, no tener la quimera de tener un día a tu alrededor a las personas más importantes del mundo. Por ello, se han hecho programas de televisión, de dudosa calidad, para ofrecer a los candidatos la posibilidad de un pequeño espacio de gloria, muchas veces efímera. Pero también el cine ha sido un verdadero escaparate de grandes películas donde los personajes querían triunfar, me viene a la memoria, entre las muchas historias que cuentan el ascenso a la fama, Ha nacido una estrella, en sus varias versiones, o Eva al desnudo (1950), una película donde una excelente Anne Baxter, Eve Harrington en la cinta, se acerca a la gran actriz de teatro, Margo Channing, papel interpretado por una de las más grandes del cine, Bette Davis, para vampirizar su fama, para hacer que ella pierda el lugar que ocupa, siendo sustituida por esta ambiciosa joven. En definitiva, tener éxito se ha convertido en la temática de muchas películas americanas, porque el gran sueño americano es despertarse un día siendo importante.

Pero ¿qué ocurriría si para tener éxito hay que sacrificar toda ética, recurrir al secuestro, enloquecer incluso? En esta línea, podemos hablar de bastantes películas, pero hay una donde el personaje, Rupert Pupkin, recurre primero al encuentro con el gran cómico, papel interpretado por un Jerry Lewis lejos de sus papeles habituales, dotado de una seriedad al papel que mucho tiene que ver con la verdadera cara de los cómicos de Hollywood. Me refiero a El rey de la comedia (1983) de Martin Scorsese. No hay que olvidar que el director italoamericano ya había ido por la senda de esa búsqueda del éxito en personajes obsesivos y solitarios, como fue el caso de Taxi Driver (1976) y Toro salvaje (1980), donde Travis Bickle y Jake la Motta buscaban un reconocimiento vital que les era negado, por las psicopatías que escondían en realidad. Ahora le tocaba una vuelta de tuerca y, en vez de envolver la película en una violencia explícita, como en las dos películas citadas, centra su historia en un hombre de nombre difícil de pronunciar que suscita el desinterés de la gente porque tiene aspecto de chalado, de hombre maniático y obsesivo.

Rupert (interpretado por el actor fetiche de Scorsese, De Niro, en una interpretación no tan aplaudida como otras, pero muy interesante porque sigue dejando retazos de talento y hondura en su caracterización de un fanático en busca de su admirado Lewis), quiere la fama a toda costa, es un cómico que no tiene gracia y que ensaya sus gags en su casa en un escenario de cartón donde vemos a Lewis y a Liza Minnelli, con los que habla en su perfecta paranoia. Un día logra hablar con el gran Jerry Langford (Jerry Lewis) y le dice que quiere participar en su show televisivo. Langford no sabe cómo quitárselo de encima, pero le sugiere, como excusa para que desaparezca, que llame a la oficina y le deje un vídeo para ver cómo actúa. Naturalmente, va a la oficina y nadie le recibe, deja la cinta, la ayudante de Langford (Shelley Hack), tras ver el vídeo, le dice que debe trabajar más y no le da cita con Langford. Rupert exige ver a Langford y empieza a ponerse violento, lo que nos recuerda la escena de Taxi Driver cuando es echado de la oficina del senador Palantine, al tratar de ver a Betsy, la cual le rechazó en la primera cita por llevarla a un cine porno.

Langford es expulsado de la oficina y habla con Masha, una obsesiva como él, que quiere acostarse a toda costa con Langford, de hecho la película empieza con la joven tirándose al coche del cómico para tener una cita con él, es Rupert quien, persiguiendo sus objetivos, la echa y aprovecha para decirle a Langford que quiere estar en su show. Como todo va mal y no consiguen nada, deciden ambos secuestrar al cómico, la escena denota comicidad, un De Niro con camisas floreadas, con gafas de sol y una mujer, Rita (interpretada por la simpática Sara Bernhard), le llevan al apartamento de Masha. Allí le obligan a hablar con el productor para que permita que Pupkin intervenga una hora en su show, si no quieren que el cómico sea asesinado. Al final, acceden a que Pupkin tenga su espacio en el programa, lo que constituirá un éxito, lo que nos recuerda, de nuevo, a Taxi Driver, cuando Travis inicia de forma violenta una matanza en el prostíbulo donde trabaja Iris, para luego ser condecorado por haber eliminado a la basura de la ciudad.

No hay que olvidar que la película se enfrenta a dos planos, los personajes paranoicos, Rupert y Masha y los personajes que están en la realidad, Jerry Langford, un cómico de éxito que vive en soledad, pese a su reconocida fama y Rita, una joven camarera interpretada por la que fue mujer de De Niro, Diahnne Abbot, que en la película interpreta a una camarera de un bar vecino a la casa de Rupert y antigua compañera de estudios (no hay que olvidar que la guapa actriz había intervenido en Taxi Driver cuando De Niro va al cine porno e intenta charlar con la chica que vende palomitas, sin que ella le haga caso).

La película planea sobre el tema de la soledad y el fracaso y la necesidad del éxito a cualquier precio. Es curioso que la película ya venía siendo un proyecto acariciado por De Niro desde 1974, cuando se lo propuso a Scorsese, pero a éste no le interesó en lo más mínimo. Se pensó en la dirección de Michael Cimino, director de éxito por haber realizado El cazador en 1978, la idea fue de De Niro, uno de los protagonistas de aquella obra maestra del cine sobre la guerra de Vietnam y sus trágicas consecuencias en un grupo de amigos. Pero al final fue Scorsese quien sacó partido a la película, De Niro y el director trabajaron durante tres semanas en Long Island rehaciendo un guión de 1970 por Paul Zimmerman, en el cual se contaba la historia de un famoso presentador televisivo, Dick Cavett, que daría origen al personaje de Jerry Langford, donde Jerry Lewis hace una singular interpretación, con serios matices de hombre solitario, que huye de la fama que tiene, hombre sin humor, que solo lo usa en la televisión, hombre desprovisto de los andamiajes emocionales que tiene el personaje de De Niro, caricatura del tipo que quiere la fama, del chalado que busca triunfar sin ser tampoco gracioso, con un exceso de gestos que le da cierto carácter histriónico a su interpretación, sin por ello perder la calidad de la misma sino sometida a un personaje que tiene psicopatías.

La idea del éxito es fundamental, porque Rupert se plantea la misión de actuar en el programa, ocupar un lugar en el Olimpo de sus admirados cómicos, pero, contrariamente, al personaje de Travis en Taxi Driver, él no quiere salvar a los demás, como hace Travis con Iris, sino destacar en la televisión, ser famoso, lo que le convierte en un claro antecedente, por la mediocridad que representa como comediante, de muchos de nuestros habituales en televisión, gente incapaz de tener personalidad, que juegan solo con la malicia y el tráfico de vidas ajenas para triunfar. Si Rupert quiere hacerlo a través del humor, ya le sitúa por encima de estos, aunque no sea nada cómico en realidad, lo que nos hace pensar que si triunfa al final es porque Scorsese hace una dura crítica a una sociedad que no sabe distinguir la calidad de un humorista de verdad de un farsante más, en la línea del público habitual de la televisión que antes citaba.

Tampoco la película olvida cierta violencia, ya que para conseguir ese momento de éxito, Rupert y Masha secuestran a Langford, lo atan a una silla, Masha intenta seducirlo, sin que Langford pueda defenderse. También es relevante la escena en que Rupert invita a Rita, a la que ha hecho creer que tiene una íntima amistad con Langford, a la casa del cómico, cuando llegan, son expulsados de allí (de nuevo, la expulsión de Rupert de un espacio que no le pertenece en la línea de la escena de la oficina). Después de tal humillación, Rupert pierde el prestigio que estaba alcanzando delante de la ingenua camarera, pero gana un deseo mayor de conseguir su objetivo, esta vez a través de la violencia, cuando planea el secuestro. También Masha será abofeteada e insultada por Lewis, lo que refuerza la idea esencial de la película, la intromisión en la vida ajena y los perjuicios que esto causa. Sin embargo, Scorsese plantea el final feliz, ya que el cómico malo triunfa porque la sociedad también es estúpida y admite todo lo que sea novedoso para ella.

El film no fue un éxito comercial, pero sí plantea el tema del éxito, el deseo de triunfar de tanta gente anónima, desesperada por destacar en la vida. Sin duda, Scorsese no hizo una película redonda, pero sí interesante, porque supone un claro precedente a este mundo donde la gente se vende a cualquier precio para tener su minuto de gloria.

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