abril de 2024 - VIII Año

¿Star Trek o pandemia zombi?

El desaparecido Stephen Hawking, en uno de sus más conocidos trabajos de divulgación científica para el gran público, El Universo es una cáscara de nuez (Planeta, 2002), se preguntaba si el futuro de la Humanidad se parecería o no a la esplendorosa sociedad mostrada en Star Trek: toda progreso, bienestar, legalidad, en permanente búsqueda de la paz y la fraternidad entre todas las especies conocidas, a la vez que intrépida, deseosa de saber más sobre el cosmos y totalmente capaz de los actos más heroicos para proteger sus ideales (todo esto simbolizado en esa conciencia de aspiración universal que veíamos en la Flota Estelar y su nave insignia, la Enterprise).

Estaremos de acuerdo en que la escena de la serie donde Stephen Hawking juega al póker con Newton, Einstein y el comandante Data se ha convertido en pieza de culto para los fanáticos de la ciencia ficción. En efecto, la secuencia no podía ser más seductora y más ideológicamente significativa: la reunión de algunas de las más extraordinarias mentes de la Historia para una partida de cartas, rompiendo las fronteras del tiempo gracias a la enternecedora profundidad de la inteligencia artificial que acompañaba a la Enterprise (una IA que, ¡oh sorpresa mayúscula!, no acostumbraba dar un golpe de Estado a la menor oportunidad), venía a dibujarnos alguna clase de esperanza positiva sin raíces claras aunque sobrada de institucionalidad e inocencia.

Stephen Hawking en Star Trek (Temporada 6, episodio 26)
Star Trek, Viaje a las estrellas en América Latina, se aventuraba por un futuro donde la especie había logrado conquistar una seguridad tranquilizadora. Hawking la describía como un contexto sociocultural próximo a la perfección en términos tecnológicos y de organización política. Pero como seguro recordamos, no sólo por el libro sino por sus varias declaraciones al respecto, el gran físico teórico no confiaba demasiado en la capacidad humana para alcanzar los grados de estabilidad sociopolítica y tecnológica que imaginaron audazmente los creadores de la mítica serie de ciencia ficción. Al contrario, su pesimismo respecto a nuestro talento y voluntad para mejorar como sociedades fue también legendario.

La realidad con la que Star Trek nos permitía soñar era demasiado limpia, positiva, ilustrada, originalmente moderna y estática en su dimensión sociopolítica; donde los inevitables conflictos e inestabilidades emocionales no iban acumulándose hasta adquirir esa tonalidad aniquiladora que caracteriza a la crónica terrícola. ¡Cuánto nos había enseñado ya el primer oficial Spock sobre los peligros de las emociones humanas para la correcta marcha de la razón y el progreso!

Parte de la tripulación original de la nave estelar Enterprise

Efectivamente, para alcanzar el esplendor civilizador de aquella serie inolvidable haría falta la total vigencia de algo sobre lo que hemos vertido todas las dudas posibles durante las últimas décadas, puede que con énfasis en los recientes tiempos de pandemia global, donde el mundo aparenta haber cambiado peligrosamente y todo parece tambalearse entre la emergencia sanitaria y la hecatombe económica: la fuerza emancipadora de la razón, la república, el ideal de progreso, descubrimiento y exploración, los valores vitalistas de tradición ilustrada, etc. Todas grandes banderas cuya degradación nos hace pensar si la violencia resulta inherente a la forma no-política y lisa que tenemos de estar en el mundo.

El cine de una época es el pensamiento de esa época

¿Podemos afirmar que la Filosofía contemporánea ha contraído el mal de la añoranza y la melancolía? ¿Qué nos deja la sospecha francesa y republicanamente pos-revolucionaria de que el conocimiento racional y empírico, por ahora, no logra reconfortarnos con una imagen total y segura sobre lo que es la materialidad y el rumbo de la nave humana en el océano de la Historia? Hace tiempo que parece evidente: el pensamiento profundiza la herida desatada al temer que el Estado, la pretensión científica de la economía, la acción política y la manifestación estética se enfrentaban a serias dificultades para cumplir las grandes promesas de la razón.

Cuando se comprendió que el neoliberalismo replicaba el viejo ultraje de ese gran pacto moderno, según el cual el sistema industrial podría articular un espacio urbano limpio donde una sofisticada y culta sociedad civil se expresaría libremente a través de la cultura, la Filosofía entró en vía de colisión con el ideal de un humano universalmente diverso, precisamente, ese que parece aspirante idóneo a cadete de la Flota Estelar. Su reverso es el sujeto de la desilusión neoliberal que se manifiesta ajeno a su función política y reivindica un individualismo en choque con el principio de autoridad; que puede, con asombrosa facilidad, negar o deslegitimar al otro, viabilizando la violencia y la posible muerte de ese otro.

Esta destrucción de la alteridad podría ser muestra de aquellos temores que cruzan hoy las reflexiones de muchos pensadores y científicos del mundo. Si estuviéramos ya en la plena ficción y simulacro de la realidad que se vislumbra desde la pesadilla posmoderna, veríamos a la Enterprise huyendo despavoridamente de ciudades sitiadas por una pandemia y asoladas por ejércitos de zombis.

Es la debilidad, totalmente capitalista, del pensamiento racional (en sus propios devaneos totalitaristas) la que propina empujones al pensamiento en dirección al mal de la nostalgia. Añoramos lo que jamás hemos llegado a tener de verdad. Conocimos a la diosa Razón en la juventud moderna y azarosa, pero nunca nos dimos el beso revolucionario de los amantes a orillas del Sena, nunca afianzamos el proyecto de la emancipación ruborizada; de allí el “cortocircuito” que convierte a la crítica en relato sobre el apocalipsis… simplemente nos pudo la nostalgia por la ilusión inacabada sobre nuestra propia libertad, ese puerto al que no logramos arribar y que reemplazamos con despecho a punta de pesadilla

Y en medio de estos desgarros del pensamiento, cuando los grandes relatos de la emancipación parecían cosas de tabaco y ron en la soledad fiestera de las Antillas, donde la razón y el mito habían prometido la fraternidad nova, llega la pandemia. Desde Francia, el presidente de la República advertía que lo imposible estaba pasando. Desde España, el presidente del Gobierno sostenía que ésta era la batalla de nuestras vidas. En Alemania, la canciller soltaba una de las fórmulas definitivas del imaginario germano, los más grave desde la II Guerra Mundial. Y así… todos nos fuimos creyendo el relato de lo inevitable, los más asustados pensando en nuevas tiranías: «una nueva barbarie de cara humana -medidas despiadadas encaminadas a la supervivencia, aplicadas con una mezcla de arrepentimiento y simpatía pero legitimadas por las opiniones de los expertos» (Žižek).

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Las expresiones culturales, como el cine, han ejercido como caja de resonancia de algo que, en verdad, ocurre de viejo en la Historia del pensamiento, específicamente en la Filosofía contemporánea: un sentido terrible y sangriento del presente y el futuro como apocalipsis. La sencillez del argumento nos conduce a cierta comparativa, ya que en esta sección de Entreletras hablamos de cine, entre el futuro dorado imaginado en Star Trek y la dantesca cinematografía que durante los últimos años nos ha mostrado desastres naturales, invasiones alienígenas, impactos de meteoritos y epidemias, con frecuencia acompañadas de degradaciones del tejido social con zombis de por medio.

Tus amigos y abuelos escaparán de la pandemia, pero tú no

Esta Humanidad que conocemos está viviendo anticipadamente su final desde hace siglos, en los últimos años lo ha hecho de manera compulsiva. No sólo hay “pequeños” finales cataclísmicos, como la caída de un imperio, una dinastía o un gigante corporativo. En el cambio de siglo diversas manifestaciones de la cultura han interpretado un mal absoluto e irreversible, el ocaso de la especie. Mary Wollstonecraft Godwin, la gran novelista, dramaturga y filósofa inglesa, dio algunos de los primeros pasos de este temor apocalíptico en la literatura, con la enigmática Frankenstein o el moderno Prometeo.

Los descalabros de la razón y la travesía del progreso han tenido unos efectos extremos en el inconsciente, como ocurre en Frankenstein, nos acercan a lo “irrazonable” y ofensivo para los sentidos educados en el ideario del iluminismo. Asistimos a un momento donde la hiper-excitación de la subjetividad que reivindicaban algunos pueblos y tradiciones antiguas, incluso dentro de las fronteras de Occidente, han sido arrojados al vertedero del tiempo y la fábula (como mucho llegan a ser argumento en directores como James Cameron). Las grandes experiencias vitales se catalizan en consumos extremos y digitalización, ya no pasan por ninguna profundización en el conocimiento del otro. Somos presas de una estremecedora reducción a la incuestionada condición técnica del que vive para producir y consumir, como si la cosificación fuera ya un rasgo en el terreno de lo antropológico.

Pues bien, esto transforma los deseos, los consumos culturales y la reactividad político-ideológica que nos testimonia en alimentador de un narcicismo que se va convirtiendo en cuestión de militancia. La cultura corporativa nos domestica un poco más cada día, separándonos de la humanidad común, que pasa a caricaturizarse como una suerte de pensamiento mágico. El otro ya no es la fuente de una imagen especular que permite la existencia del Yo explicado por el Dr. Lacan, ahora es competencia en tiempos de individualismo límite.

En momentos de pandemia hemos visto miles de actos personales de solidaridad que han remarcado la escasa conciencia de humanidad en la que vivimos habitualmente. Así, parte de la producción cultural, por ejemplo, en el cine sobre el apocalipsis, podría interpretarse, precisamente, como denuncia: esta cotidiana orientación a la paranoia y psicosis en la población acerca del peligro del otro, explotable en aclamaciones sobre políticas de seguridad y control (que, de hecho, pueden provocar episodios donde la Ley es suspendida). Pero, esta vez, acompañadas de mandatos de “sentido común” que en verdad son llamadas de Goce.

Es como si revirtiéramos a Descartes y en lugar de ser nosotros mismos/as pasáramos a ser ese “sujeto-otro”, como construcción categorial que no posee autonomía y piensa lo que le transmite el poder comunicacional: un niño grande que necesita instrucciones digitales sobre lo que debe consumir, pensar y hablar… todo tiene un dueño (incluso tú).

El zombi como alegato de la dialéctica

Preguntémonos esto: ¿Qué es exactamente ese enemigo que quiere devorar o matar a los humanos sin infectar en la “típica” película de zombis? ¿No podría interpretarse como la negación dialéctica, la representación de una apoteosis capitalista que, finalmente, ha logrado abolir la necesidad de reconocer y legitimar al otro y a la propia acción política y sus estéticas divergentes? Y no olvidemos que, aunque el “zombi” sea una temática que retrocede considerablemente en la Historia del Pensamiento y la Cultura de distintos lugares en el continente americano, hunde sus raíces en el imaginario popular de este principio de siglo hasta convertirse en una especie de “gracioso” movimiento cultural del terror (con eventos multitudinarios en varias ciudades del mundo).

Es decir, ¿un zombi no actúa como simbolización de esa negación dialéctica de la entidad humana auto-determinada soberanamente, negada a gritos en los horizontes de la alienación capitalista y el fetichismo de la mercancía? ¿El sujeto infectado y convertido en zombi no es la más fiel imagen de la caída en excesos de Goce? ¿Cuyo principal síntoma es la tendencia a nublar al otro e intentar convertirle en nuevo habitante de Z Nation, la nación zombi (por nombrar un ejemplo conocido entre los fans)? Sí, tal vez en estas series y películas taquilleras estamos viendo al Goce acostumbrado a vivir indiferente al horror siempre posible.

El apocalipsis en el cine es la proyección de uno de los terrores más profundos de la Filosofía y sociedades contemporáneas: el capitalismo como no-muerto, el modo de producción que nos enterrará a todos en su aterradora capacidad de sobrevivir a sus propias contradicciones. Así, lo que la psique del espectador pone en marcha durante esta producción de masas, la película N sobre el fin de la civilización como la conocemos, no es más que la dramatización rápida de lo que en la realidad transcurre con estremecedora lentitud.

Entre otras imágenes, esto lo vemos en esas formas de crear riqueza donde los trabajadores/as son, de hecho, cada vez menos importantes y necesarios para la producción (excedente humano [Mike Davis]). Como ya muchos sospecharon desde la crisis del 2008, hemos llegado al momento del no-muerto: la grotesca pero casi refinada simbolización de las películas de zombis sobre “sujetos” (el capital) que caminan a pesar de no estar vivos. Los zombis devoran cerebros (¿explotación de trabajo cognitivo?) para luchar contra el inexplicable dolor que sienten por no estar vivos. Sí, la muerte duele. Y para que ese sufrimiento se marche los muertos vivientes tienen que comer, no cuerpos (éstos son, en efecto, desechados como un excedente) sino cerebros y, evidentemente, todas las ideas que contienen.

img 6Cartel publicitario de la película El retorno de los muertos vivientes
Cuando los personajes de The Return of the Living Dead (del director Dan O’Bannon, 1985) entienden que la plaga de los no-muertos es imposible de detener deciden, finalmente, llamar al Ejército, que envía un ataque nuclear. Por supuesto, los zombis no tienen su origen en la gente o en los Estados, sino en los experimentos de “entidades” no elegidas en las urnas, pero que tienen un poder inaccesible, velado… masivo.

En la famosa película de los 80 el coronel Glover se comporta ante la emergencia de Louisville, el pequeño pueblo donde todo ocurre, como un poder cuya calma y control parece estar por encima de todo: las preguntas discurren como en quien toma notas para buscar, según sus propias palabras, “óptimos resultados”; no simboliza a la autoridad elegida, sino a poderes totalmente en la sombra. Ordenan el ataque nuclear porque están convencidos (y lo explican así) de que la lluvia (el Estado y los ciudadanos con la piel irritada) lo barrerá todo y la normalidad estará de regreso por la mañana. La simbolización anterior, trillada por la izquierda desde los 70 y 80 del XX, ha regresado con un vigor inusitado ante los excesos del capitalismo mostrados durante los últimos años.

Los últimos días…

Pero la plaga zombi del capital es sólo una de las formas en que el apocalipsis es presentado en el cine. Existen guiones donde la malla argumental toma otros enigmáticos derroteros. Imaginen una pandemia de agorafobia, propagándose incontroladamente de casa en casa, hasta alcanzar todas las ciudades. Una terrible epidemia a los espacios abiertos que transforma el acto de salir a la calle en terror, con la extraña conciencia de que, pase lo que pase, nadie acudirá en su ayuda.

img 4Cartel publicitario de la película Los últimos días
Hombres y mujeres, antes relativamente normales, que de un momento a otro se autoconfinan, dejando el ya decadente espacio urbano a una nueva era salvaje. Mientras en los sótanos y tras las puertas los humanos que van quedando con vida ven despertar sus instintos más bajos. Este atemorizante escenario es el de la película Los últimos días (2013); una historia de supervivencia, en la escuela del cine apocalíptico, que transcurre en una Barcelona gris, gótica y fantasmal.

En el film de Álex y David Pastor, una perturbadora imagen de la siempre colorida y bulliciosa Barcelona está surcada por columnas de humo negro y animales salvajes que han pasado a reclamar el territorio. Tal vez lo más angustiante es que la pandemia parece tener un origen psiquiátrico. Y es contagiosa. Una ficción tomada de ambientes sociales donde un grupo cerrado y aislado puede ver extenderse un trastorno de angustia o episodios agresivos de pánico, colectivo incluso. El argumento tal vez provenga de los análisis sobre sujetos o colectividades cuyo temor a la agresión derivó en estrategias de aislamiento, apareciendo posteriormente una serie de cuadros ansiosos.

img 5Cartel publicitario de la película Los últimos días
Los últimos días convierte el temor a salir a la calle en epidemia que da por finalizada a la sociedad capitalista. Además, con escenas que emulan un retroceso a la caza y el banquete prehistóricos (un enorme oso escapado del Zoológico de Barcelona), una última cena (con ese cáliz recuperado de terreno sagrado en ruinas, como retornando el mito a su punto cero) y el autoconfinamiento en espacios cerrados (como regreso a la caverna de la que nos da miedo salir).

En el género que trata el ocaso de la sociedad humano-tecnológica lo que primero suele ocurrir no es la autoorganización de los supervivientes para replicar la formación social que han perdido. Todo lo contrario. Los que por algún motivo no enferman o mueren en el “primer impacto” tienen que enfrentarse a la propagación de toda clase de comportamientos salvajes, sociópatas e involución social, como en I am legend (2007), The Book of Eli (2010) y The Road (2009), por ejemplo.

El género del fin de la civilización tiene su impacto psicológico en el público que observa, por hechos históricos fuertemente arraigados en la memoria colectiva. La Historia humana tiene múltiples capítulos sobre desastres con miles o millones de vidas perdidas. En Europa están muy presentes pasajes terribles como la peste negra y la gripe española, cada una con millones de muertes. Y, por supuesto, las dos guerras mundiales, sólo la II Guerra M dejó alrededor de 70 millones de víctimas; con ciudades y colectividades completamente devastadas. Es decir, el escenario apocalíptico ya ha sido visto varias veces sobre la Tierra.

Y esta es una de las cuestiones principales: ¿Por qué esa morbosa inclinación a presenciar el desastre en la pantalla? ¿Qué clase de “instinto básico” late en la cultura para que estas producciones tengan tanto público? ¿Tiene que ver, en efecto, con nuestro deseo de un giro transcendental en la actual marcha de la Historia, tal vez para superar esa dolorosa nostalgia que se apodera del pensamiento?

¿Y qué hay del capitán Kirk y el primer oficial Spock? ¿Qué haría ante la pandemia esa alianza, maravillosa mística del conocimiento, entre la trascendencia y la inmanencia que logró cimentarse como fraternidad estelar a bordo de la Enterprise? Me aventuraría a decir, con la venia del lector, que se sentarían a pensar sobre cómo desarraigar la violencia de la civilización, cómo superar el pesimismo de la crítica y emancipar a la política de la violencia para que, ante un posible desastre, reaccionemos como ilustrados y no como comida perseguida por los zombis


logofunedEste artículo forma parte de los materiales para el análisis y debate
del Curso en Psicología Política y Comunicación de la Fundación UNED.
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