abril de 2024 - VIII Año

Violencia verbal en la política española

Suena ronca la voz de la caverna. El club de la bilis suelta bilirrubina por los poros. El pensamiento y el concepto, se han vuelto estridencia, ruido de tripas. El análisis ponderado de la realidad cede sitio al golpe romo. La palabra ceñida a los hechos, se transmuta en improperio gritón. El arte de la política, embadurna de negro la realidad, los murales, las mentes, las esperanzas. Se fabrican muñecas a las que se carga de notoriedad gracias a las pedradas de su corto entendimiento. Saltan por los aires los puentes del sentido común. Ni Aznar ni Rajoy, ni mucho menos Suárez, llegaron a tanto. La crispación campea sin espeto alguno y los zapadores de la convivencia cavan fosos. Hay demasiado fascismo vehemente en el aire como un aerosol pandémico. Hay que dar la voz de alarma y decir: ¡Por ahí no!

Como si entráramos en la cueva de los horrores, saltan a nuestro paso espectros del pasado; chirrido de cadenas que buscan nuestros hombros; sicofonías de ideas momificadas. A buen seguro que ustedes recordarán muestras, o las encontrarán a poco que busquen en las hemerotecas. Dos bastan. Una: “Cuando te llaman fascista es que estás en el lado bueno de la historia”. Dos: “España, me debes una”. Ya saben ustedes, según la proponente el fascismo representó el lado bueno de la historia, “tristemente” vencido por la democracia, y, como toda España es deudora del personaje creado por la fábrica, debemos hincar la rodilla agradecidos a quien nos salvó. Dejémoslo ahí y vayamos al meollo del asunto:

Cuando Jürgen Habermas, en su trabajo “Perfiles filosófico-políticos” analiza el pensamiento de Harnold Gehlen, aquel filósofo y sociólogo alemán que fuera miembro del partido nazi, y recoge su definición de hombre “como un ser desligado de los instintos, con excedente pulsional y abierto al mundo” (P. 91), parece olvidar que el que llama “excedente pulsional” se ha hecho dueño de la razón humana que puso distancia sobre los instintos y arremetió contra el sistema mundo.

Contra los empellones de la barbarie, el hombre, “desligado de los instintos” y dotado de razón, no está sometido al determinismo ciego, como los animales, porque entre estímulo y respuesta media la reflexión puesta por encima de la naturaleza. Sin embargo, está sometido a pulsiones que, si llegan a ser “excedente”, pueden subyugar a la razón y retrotraernos al animalismo. La pulsión es una fuerza biológica surgida del inconsciente que, si se adueña del ejercicio lógico, puede someterlo al servicio de la visceralidad, y lo que es igualmente grave: el hombre es un ser algo más que “abierto al mundo”, es constructor de mundos. Ahí topamos con la deshumanización de la política, que es quehacer al servicio de la colectividad creando para ella bienestar y mundos habitables. Esa visceralidad enceguecida, algo paranoica en su construcción del enemigo, bastante narcisista en su concepción de la realidad de su ombligo, toma la parte por el todo y desarrolla un dogmatismo destructor, intolerante y exigente: Todo tiene que pasar por su intestino.

En ese mismo trabajo, Habermas recoge del nazi la afirmación de que “la vida anímica y la vida anímica representada confluyen en una unidad” (P. 94). Sabia unificación entre esencia y existencia, lo que se vive “ad intra” y lo que se representa al exterior; aquello que se es y lo que se aparenta. Sin embargo, a esto hay que hacerle una pequeña precisión: La vida anímica representada en el ámbito de lo público puede echar en el olvido la raíz propia de la que parte, falsificarse, y al hacerlo falsificar la realidad, vivir al dictado de lo comulgado, justificar lo injustificable, escupir eslóganes, insultar siguiendo el argumentario del día. En suma, puede dejar en el trastero la vida anímica propia, muerta bajo la máscara.

Seres dependientes de realidades falsificadas se vuelven, en el decir de Ortega y Gasset, “histriones” de sí mismos. Viven de prestado. Muñecos de plastilina moldeable a conveniencia. Si “el lenguaje es la mansión del ser”, y “a su abrigo habita el hombre”, esos seres hacen de su mansión armero y polvorín, cuarto de armas; son seres deshabitados de sí mismos, revestidos de ideologización sectorizada. Su lenguaje es traca.

Nada que ver con la propuesta de Popper que en su hermenéutica busca “Un mundo mejor”. La invención del lenguaje humano es lo que dio lugar a la creación de la humanidad. Un ser humano falsificado degrada el lenguaje, y viene a ser, como un globo hinchado de gas o como una explosión de vulgaridad. La palabra no es mera señalización, simbolismo que llama hacia significaciones profundas, o un artificio fabricado para seducir; tiene enunciados expresivos, descriptivos de lo que sucede dentro y fuera, y ejerce una función representativa que pretende explicar situaciones y realidades objetivas y, en ello, al desvelar se desvela.

Semejante complejidad lingüística, habitada de semiótica porque la forma está habitada de significantes, no debe jamás caer en simplificaciones, conminaciones que buscan hacer prevalecer aquello que sabe parcial o falso, manipulación mercantilizada que dice Chrstian Salmon en su libro “Storytellin”: Te cuento una historia que no me creo para dormirte mejor.

Carl Schmitt o el eco del nazismo:

La reducción de la realidad, o más aún su simplificación, es propia del nazismo que divide el mundo entre amigos y enemigos. No adversarios, porque semejante simplificación producida por almas raquíticas y mentes estrechas, no puede aceptar que todo verso tiene un re-verso que lo completa, hacia donde deberían encaminarse (“ad”) y “con-prender” para entender.

Viene a cuento, según creo, una breve reflexión del documento que reproduce el filólogo y politólogo Santiago M, Zarria, de la Goethe-Universitat Frankfurt am Main [Zarria, S.M., Maschke, G. (2019). “El concepto de lo político de Carl Schmitt”. Versión de 1927, en Res Pública 22.1, 259-289. Ediciones Complutense].

Como bien sabemos, Carl Schmitt es considerado como quien dio base jurídica y sociológica al nazismo, para quien pueblo y Estado forman una pirámide de poder en cuya cúspide está el “caudillo”, el “boss”, el “führer”. Pues bien, en esta primera edición de 1927 de su “Concepto de lo Político”, Carl Schmitt da cuenta de su concepto de lo político. Sin poder detenernos en lo extenso de sus ocho capítulos, señalemos sucintamente hacia el contenido de sus cuatro primeros, recogido del documento que venimos siguiendo:

  1. “Todo concepto de Estado es el que presupone el concepto de lo político.
  2. Toda distinción política específica es la distinción entre amigo y enemigo.
  3. Todos los conceptos de amigo y enemigo son aquellos que se tomarán en su sentido concreto y existencial. Todo auténtico concepto de enemigo es el que posibilita la lucha real. Todo pueblo que no tenga la posibilidad de luchar es un pueblo que no distingue entre amigo y enemigo, por lo tanto, carece de política. Toda guerra es la negación esencial de otro ser.
  4. Toda unidad política es necesariamente la unidad decisiva para la agrupación de amigos y enemigos. Todo Estado que sea una unidad decisiva es un Estado que se sustenta en su carácter político”.

Digámoslo con profunda tristeza por el deterioro humano que supone: Ya ven ustedes lo que significa estar “en el lado bueno de la historia”. Desde luego que los españoles todos debemos estar “sumamente agradecidos” porque sobre nosotros alumbre semejante lumbrera que traza la raya entre la luz y la oscuridad; que se echa sobre sus hombros todo el peso del Estado al dividirnos entre amigos (la casa común de la derecha) y enemigos, en el sentido concreto y también en el existencial. Para semejante mentalidad somos hijos del averno que no merecemos el augusto nombre de españoles, que sólo merecen “los amigos de la casa común”, legitimados para luchar contra nosotros, una lucha que el “maestro” Schmitt califica de guerra.

Esa lucha supone trazar la raya divisoria; acabar con la malvada política como arte de lo posible, logrado a través del ejercicio del diálogo, de la comprensión, de la implicación en el bien común. Para esa gente, el bien común es una macana. Solo el bien que ellos representan como elegidos e iluminados. Por nuestra culpa merecemos ser exterminados, esencialmente negados como en aquella gloriosa “Campana de Huesca”. Por eso quizás, su capítulo 5 plantea que “Todo Estado que sea una unidad esencialmente política es aquel al que le pertenece el `jus belli´ y puede disponer abiertamente de la vida de las personas […]”. Pues eso. Ya saben ustedes lo que significa ese tronar de palabras que saltan a la escena pública desde ese rechinar de dientes. Llegan mordidas y están habitadas de mandíbulas.

Una reflexión sobre la Violencia

Giro ahora el calidoscopio hacia la violencia que se percibe en tanta cohetería, encendimiento empapado en artificiosidad ideológica. Como siempre pretendo ofrecer las lecturas que incitan a pensar (alguien me dijo en una ocasión que mis conferencias eran micro-ensayos). Me asomo ahora hacia el trabajo de Maxilimiano E. Korstanje, de la Universidad de Palermo en Argentina, comentando a otro filósofo de actualidad: Slavoj Zizek, comunista para más señas (¡qué le vamos a hacer! Quien no tenga cerebro de mosquito debe leer todo cuanto aporte sentido, y luego sacar el propio). Korstanje titula su trabajo “Sobre la violencia. Seis reflexiones marginales en respuesta a Zizek”. Lo tomo, para quienes sientan curiosidad y quieran indagarlo, de “Euromediterreanean Universiry Institute. UCM Publicación. Asociada a la revista “NOMADS”. Mediterranean Perspectives.

Al entrar, nos topamos con la denuncia de la degradación de la ideología: Separar el discurso ideológico de la realidad es rechazar la realidad como se presenta. En tal caso, ideologizar es inventar una realidad que puede obedecer a intereses de parte, de espaldas a la propia realidad.

La ideología no es eso. Por mi parte les confieso mi adscripción al perspectivismo de Manheim cuando practico la ideología como interpretación de la realidad, que es cambiante, desde el compromiso moral y de pensamiento con un determinado lugar social, que lentamente evoluciona según las circunstancias y supone tomas de conciencia que vence los obstáculos. Por lo tanto, para seguir llamándose ideología debe ir muy pegada a la realidad que interpreta, y sacar de ello lecturas de la situación para producir alternativas de cambio.

Siguiendo a Konrad Lorenz en “Sobre la agresión, el pretendido mal”, cabe ejercer agresividad sobre circunstancias injustas que impidan el pleno desarrollo de la parte, que él llama “intra-específica” porque corresponde a la especie, y otra violencia “extra-epecífica”, gratuita, innecesaria, propia de criaturas que tratan de extender dominios y mantener privilegios. La ideología se pervierte entonces como invasión de lo real, suplantado por una representación parcial y egoísta del mundo como totalidad.

Existen, en el decir de Zizek, y en su libro “Sobre la violencia”, una forma de violencia simbólica, subjetiva, fuente de acciones que obedecen a representaciones unilaterales del mundo, y otra violencia sistémica o estructural, objetiva, artificialmente creada por poderes fácticos ideológicos que la ejercen, desde la hegemonía de que gozan instalados en su burbuja ideológico-simbólica. De esta forma, la invasión de la realidad por parte de una ideología falsificada se transforma en inversión de la realidad, juegos infecciosos del lenguaje, constructores del prejuicio donde el buen juicio muere, organización del arrebato donde en lo público, como un cáncer, se instala el arrebato de la turba y, a mi modesto entender, se produce:

  • El uso cínico de la violencia simbólica.
  • La fabricación ideológica del desastre.
  • La atribución al enemigo de desastres inventados o maximizados.
  • La colectivización tóxica de la fabricación ideológica de “realidad” inventada.
  • La “cultura” del emocionalismo irracional y de la “cruzada” contra el enemigo.
  • El tránsito de mostrarse como víctima a ser victimario (punto este que tomo del autor).

¿Es necesario señalar que cuando la derecha pierde democráticamente sus posiciones de dominio de la violencia sistémica o estructural, se desplaza hacia su extremo y, a falta de otra cosa, acrecienta la violencia simbólica? Ya conocemos en psicología que frustración es pérdida del disfrute del objeto poseído, y genera agresividad, división entre amigos y enemigos, postureos que buscan desahogos, notoriedad, aunque sea por la barbarie exhibida, captación de incendiarios fanatizados o de inteligencias de alquiler… Un ejercicio peligroso, no sólo para la relevancia social del propio partido, porque jamás la turba puede ocupar todo el espacio sociológico que pertenece al pueblo y al público, sino también para la convivencia cívica, porque cualquier descerebrado puede un día ejercer la violencia física.

Es Foucault, en su “Defender la sociedad” (Fondo de Cultura Económica. Buenos Aires 2001), quien nos recuerda que en sociedades complejas se producen múltiples relaciones de poder, entrelazamientos que forman como urdimbre su haz y su envés. Cada hilacha sostiene la totalidad, pero con una condición: “El poder nos somete a la producción de la verdad y sólo podemos ejercerlo por esa producción”. Derecho, poder y verdad están intrínsecamente conexionados.

Es verdad que el poder puede ser ejercido como mentira, y exhibir cínicamente que se tiene derecho a mentir, pero, en ese caso, la legitimación del poder se pierde como se pierde la función ideológica que esclarece la realidad.

Aquella invocación darwiniana del nazismo de ser raza elegida por la propia evolución de las especies, se asienta hoy todavía en sectores que se creen en el lado correcto de la historia. Dan pena y miedo.

Uno recuerda a Hanna Arendt y su “Eichmann en Jerusalén”, la historia de un mediocre burócrata, venido en asesino de masas, que sólo pretendía escalar posiciones en la maquinaria del exterminio planificado. ¿Estaba en el lado correcto de la historia? Para algunos, que parecen alinearse con él, sí, cuando procazmente lo invocan.  La estridencia produce notoriedad, presencia en el foco mediático, pero su fundamentalismo político, usado para socavar los fundamentos de la convivencia, los envilece.

El envilecimiento, como programa político, procura la inclusión de aquellos que consienten en su propia corrupción, es exposición pública sin pudor, convencidos de la superioridad de la vileza, etnocentrismo exclusivo, exuberante y despectivo, como aquellos cínicos del “partido del perro”. ¿Somos perros? ¡Seámoslo, ladremos! Narcisismo puro que sólo ve su imagen y no el río. ¡Por ahí no! Rectifiquen, España, que tanto dicen amar, no merece esto.

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Archivo Entreletras

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