Jesús Munárriz (San Sebastián, 1940) es poeta, traductor y editor. Hace pocos meses ha visto la luz Haciendo tiempo (Huerga & Fierro, colección Graffiti, 2023), último por ahora de los más de veinte poemarios propios que ha publicado.
En su persona se conjugan las facetas de escritor, traductor y editor de poesía. Podríamos decir que es usted un “homo poeticus”. ¿Cómo surge ese interés por la poesía?
Surgió en casa, leyendo algunos libros de mi madre, y no es que mi madre fuera especialmente aficionada a la poesía, pero tenía media docena de libros de poetas, tenía a Bécquer, a Rosalía, Platero y yo, y me los leía. Cuando yo era pequeño, me leía poemas sueltos que le gustaban, de Rubén Darío, por ejemplo, que le gustaba mucho. Esa fue la primera semilla.
¿Le ha sido complicado compaginar las tareas de editor y escritor? ¿Cree que la primera puede haber ofuscado u oscurecido a la segunda? En otras palabras: ¿ser el fundador y director de una editorial de poesía tan prestigiosa como Hiperión le ha perjudicado como autor de poesía, como poeta?
Ha sido complicado, sí, porque parece que en este oficio no puede ser uno más que una cosa. Es algo que no ocurre por ejemplo en el mundo del cine, donde hay personas que son actores, directores y hasta guionistas, es decir, que compaginan con naturalidad distintas facetas relacionadas con lo cinematográfico. En mi caso, es cierto que la vertiente editorial puede haber “tapado” la creativa, porque la gente tiende a colocarme en la lista de los editores, no en la de los poetas.
¿Considera que su poesía puede adscribirse a algún tipo de corriente o corrientes?
Creo que no, o que en todo caso esas corrientes han ido cambiando con el tiempo. Por ejemplo, mi primer libro, Viajes y estancias, tenía bastante de culturalismo, porque en él se hablaba de un mundo utópico, raro, que no tiene una localización geográfica específica; sin embargo, ya en el siguiente, Cuarentena, lo que hay es una mezcla de realismo crítico en cuanto al contenido, que consiste en una denuncia de la España franquista, y de formas influidas por la poesía oriental, puesto que se trata de un conjunto de poemas muy breves próximos a la estética de los haikus o de ciertos géneros de la poesía china.
Por otro lado, desde el punto de vista cronológico, yo he sido contemporáneo de los novísimos, grupo en el que he tenido muchos amigos, además de haberlos tratado personalmente a todos. Yo apreciaba lo que ellos hacían, pero estéticamente ese no era mi mundo. Así que, en efecto, considero que no es sencillo incluir mi poesía en una corriente determinada.
Usted ha escrito numerosos poemas que tratan de la propia poesía. ¿Qué mensaje o mensajes ha querido transmitir en esos poemas, en esas poéticas?
Resumir el mensaje de un poema tiene poco sentido. El mensaje es el poema precisamente y en él se dice y con él se transmite lo que se quería transmitir. Quien lea esos poemas que se refieren a la poesía tendrá muy claro lo que opino al respecto.
[Como el entrevistado lleva incuestionablemente razón, transcribimos aquí, de acuerdo con él, unos versos de carácter metapoético y que constituyen en sí mismos uno de esos mensajes no parafraseables, esto es, expresables y reproducibles solo en la forma literal que tienen; se trata de unos versos pertenecientes al poema “Haz lo que quieras, pero…” (Esos tus ojos, Hiperión, 1981): “Que lo que digas surja desde dentro, / que las cosas se nombren a sí mismas, / que las palabras jueguen / a juegos de palabras, si les gusta, / y que tu propia vida / vaya manchando el verso con sus botas gastadas”].
En el poema que abre Haciendo tiempo, su último poemario, se refiere usted a lo que es exigible o imprescindible para que un texto pueda considerarse poema. ¿Cuáles serían esos requisitos de la auténtica poesía? ¿Tal vez, y por encima de todo, el ritmo?
Efectivamente, el ritmo está en la base de todo. No hay auténtica poesía sin un ritmo específico, distinguible, que no debe confundirse con el de la prosa. Hoy en día hay mucha supuesta poesía que no es otra cosa que prosa cortada en rebanadas.
En los últimos versos de ese mismo poema expresa las dos funciones esenciales que tiene o puede tener la poesía: alumbrar, deslumbrar. Explíquenos en qué consiste cada una de ellas y si ambas pueden o incluso deben fundirse en el poema.
Alumbrar es iluminar, pero también dar a luz; deslumbrar es enceguecer por exceso de luz, hacernos cerrar los ojos para ver lo invisible. Todas esas acepciones de la luz pueden caber en el poema y conviven, se funden en él, efectivamente, en los más logrados.
Emplea, siempre en el mismo poema, la palabra deslavazada para calificar la poesía de algunos autores jóvenes actuales, a los que critica por elaborar algo que difícilmente podemos calificar de poesía. ¿Qué opinión le merece la “nueva poesía” española, la que actualmente practican, pongamos, los menores de cuarenta años?
Bueno, es que hay tanta nueva poesía… A mí me toca, como miembro de numerosos jurados, en algunos casos de premios destinados a poetas jóvenes, leer mucha poesía, y sí, en efecto, abundan los casos en los que se aprecia una falta absoluta de ritmo, de medida, pero siempre hay excepciones, libros cuyos autores muestran un dominio asombroso del ritmo, a veces tan solo con dieciocho años (edad en la que, por cierto, Rimbaud ya dejó de escribir). Es curioso, y esto lo he vivido, que luego ellos mismos decidan cambiar y pasen a cultivar otro tipo de poesía que les parece más actual, en muchas ocasiones malbaratando lo que era un don natural que merecía ser desarrollado.
¿Qué opina del verso libre? ¿No cree que en demasiadas ocasiones esta etiqueta ha funcionado como una especie de patente de corso que permite hacer pasar por poesía lo que no lo es, dicho de otro modo, dar gato por liebre?
Pues sí, sin duda hay mucho supuesto verso libre que ni es verso ni es nada. Hombre, libre es, porque es lo que les sale libremente, pero de ahí no pasa, no alcanza a mi juicio la categoría de verso, es solo expresión, tal vez emocional.
Ha compuesto usted poemas, e incluso libros enteros, como Cuarentena o Los ritmos rojos del siglo en que nací. Un cuento triste, que tratan de asuntos políticos y sociales, o, en un sentido más amplio, cívicos. El poeta, a su juicio, ¿está en cierto modo obligado a ocuparse de ellos, aunque sea ocasionalmente?
Nadie está obligado a nada. En mí ese interés surge porque estuve implicado en la lucha política contra el franquismo. Cuando era estudiante, estuve muy metido en la lucha política, y aún hoy me siguen interesando estas cuestiones, aunque no participo en nada ni estoy adscrito a nada. Pero, claro, ¿cómo no interesarse, por ejemplo, con la guerra palestino-israelí?; ¿qué clase de insensibilidad hay que tener para que eso no te llegue?
En Los ritmos rojos del siglo en que nací. Un cuento triste, hay algo de palinodia (ya en esa parte final del título, Un cuento triste), con respecto a posiciones políticas adoptadas por usted y muchos otros en un pasado. Y también hay desencanto, si bien este se ve mitigado por la esperanza que surge al final del poemario, una esperanza confiada a las generaciones venideras, a los jóvenes.
Ese libro es de hecho la historia de una decepción, la decepción sufrida ante el desarrollo y el desenlace de lo que fue la esperanza de la humanidad, como se interpretó en un primer momento y durante mucho tiempo la revolución rusa, y otras revoluciones, como la encabezada por Fidel Castro. Todas estas revoluciones, todas esas liberaciones, parecía que podían arreglar la situación de la humanidad, y luego hemos visto cómo se han ido desinflando y traicionando a sí mismas.
En las sociedades occidentales, si me permite una broma, quizá el máximo logro revolucionario haya sido añadir a los contenedores de basura un tercero de otro color.
La verdad es que en las sociedades occidentales se da una situación compleja, porque en ellas impera el capitalismo, que va a lo que va todo el tiempo, es muy feroz, pero al mismo tiempo hay un freno democrático que permite controlar hasta cierto punto ese instinto capitalista depredador.
Poemas de su último libro como “Hermanas” y “Una esquina” se relacionan con una vertiente del tema social y político, en concreto con lo que se ha dado en llamar “memoria histórica”. ¿Qué opina usted de esa reclamación, de esa petición de que, aunque sea tardíamente, se haga justicia? Sus versos son suficientemente explícitos, pero ¿cómo lo diría en prosa, oralmente?
En la Transición hubo que hacer concesiones para conseguir la democracia, y es normal que ahora reclamemos lo que quienes transigieron entonces no pudieron reclamar en aquel momento.
Volvamos a lo estrictamente poético. En su haber figuran bastantes poemas que podríamos llamar “estampas poéticas”, es decir, textos que se centran en otros autores. Hablo de poemas como los dedicados a Borges, José Asunción Silva, Juan Gelman, Hölderlin, Paul Celan, Andrés Fernández de Andrada o Chicho Sánchez Ferlosio. Le voy a preguntar por dos de estos personajes. Empecemos, si le parece bien, por el último, por Chicho Sánchez Ferlosio, al que conoció personalmente y del que fue amigo.
Chicho era para mí como un hermano. Por aquella época yo tuve la suerte de tener dos grandes amigos, dos grandes hermanos: uno era Chicho; el otro, Aute. A Chicho lo conocí al llegar a la facultad, ya que los dos nos matriculamos en Filosofía y Letras el mismo año. Nos pasábamos las horas en el bar de la facultad, que era lo suyo. Él se traía la guitarra, y allí cantábamos y conspirábamos y hacíamos de todo. Mi amistad con él duró toda su vida, y, cuando murió, me salió un poema, y me salió a chorros porque lo había querido mucho.
… Y ahora Andrés Fernández de Andrada, autor de la Epístola moral a Fabio, y que llama la atención en esa lista por ser el único poeta anterior al siglo XIX.
De Andrada me atrajo el hecho de que, después de haber escrito un poemazo como el que escribió, no tengamos nada más de él, y eso que vivió muchos años en la Nueva España. ¿Cómo es posible que se tirara allí cincuenta años y no escribiera nada más? Es probable que sí lo hiciera, y que sus escritos estén perdidos en algún archivo.
Otro motivo frecuente en su lírica es el de que lo escrito permanece, el tópico del scripta manent. ¿Qué valor atribuye a ese motivo literario? ¿Por qué le interesa tanto ese pervivir del autor y, hasta cierto punto, de la persona, en la obra que deja tras su muerte?
Bueno, porque es lo único que queda de nosotros. ¿Qué otra cosa queda? Las personas, los objetos materiales, incluso los recuerdos de los que nos conocieron, van desapareciendo; todo, todo se lo va llevando el tiempo. Y al final, ¿qué queda? Pues queda lo que está ahí, en los libros, que al final también desaparecerá, como el planeta también desaparecerá. Lo que está en los libros es nuestro único legado, lo único que dura un poco más que el resto.
¿Qué escritores han influido en su manera de entender la poesía y en su manera de practicarla?
Yo estudié Filología Germánica, y tuve, por consiguiente, la suerte de poder leer en su idioma a una serie de grandes autores. De ellos habrá más o menos una docena que me han influido. Hablo de poetas como Hölderlin o Heine, que se llevan muy pocos años pero casi no tienen nada que ver entre sí; o como Bertolt Brecht y Paul Celan, que son también autores coetáneos y muy dispares. Todos ellos me han influido. ¿Por qué? Por la gran calidad de la poesía que crearon, cada cual a su manera.
Antonio Gamoneda ha dicho en numerosas ocasiones que la poesía no es un género literario, que la poesía se hace, no se escribe. Es algo indiscutible desde el punto de vista etimológico. ¿Pero no sería tal vez mejor que nos limitáramos a considerar la poesía un género literario más, con sus rasgos específicos, por supuesto, y que dejáramos de sacralizarla, de ver en los poetas una especie de sacerdotes que ofician un culto mistérico?
Yo prefiero, en efecto, considerar la poesía un género literario. Lo que pasa es que me parece el género literario por excelencia. De hecho, en la Antigüedad clásica toda la literatura se componía en verso, era “poética”. Pero en la actualidad creo que es uno de los géneros literarios, con matices peculiares, eso sí.
¿Cómo ha sido su relación con los autores que ha publicado y con los autores que no ha publicado?
Pues con muchos altibajos, claro, porque el ser editor y tener amigos poetas te mete en líos: a veces no te convence un libro de un amigo y, si le dices que sí, publicas algo que no te gusta, y si le dices que no, a lo mejor pierdes un amigo. Y luego hay casos más graves, como un par de ellos que tengo en mi conciencia, casos de poetas a los que he rechazado un libro y que, pasado algún tiempo, unos meses, se han suicidado. Por otro lado, he rechazado libros que luego he pensado que debería haber publicado, y a la inversa.
¿Qué autores o libros considera que han constituido hitos en su tarea de editor de poesía?
Ante todo, el Hiperión de Hölderlin, porque es el origen de todo, y me encontré con la sorpresa de que no estaba publicado en España. Y también supuso una satisfacción el publicar a Paul Celan en nuestro idioma.
Otro caso especial es el de Las flores del mal, que empecé a traducir a los catorce años. Pero había bastantes traducciones y algunas buenas, así que lo fui dejando; hasta que un día me cabreé y me dije: voy a traducir enteras Las flores del mal, voy a acabar lo que he empezado, porque tenía muchos poemas sueltos que había traducido por puro gusto. Y me puse a ello, pero obligándome a no consultar ninguna de las traducciones que existían, para que no influyeran en la mía. Finalmente, publiqué mi traducción, y al parecer ha gustado bastante.
Ha mencionado usted tres autores extranjeros. ¿Alguno español?
Quizás Aníbal Núñez, que es un autor muy querido por algunos y para otros casi un desconocido, y que a mí me parece un gran poeta. Y también Claudio Rodríguez, cuyo mundo es muy distinto del mío, pero del cual admiro la precisión, que en su caso era un don. Además, disfruté mucho con su trato, pues era todo lo contrario de los que van con coturnos; a él eso no le gustaba, lo que le gustaba era hablar con los artesanos de su barrio, tomarse un vino con el carpintero…
¿A qué autores no ha podido publicar y le habría gustado publicar?
Por ejemplo, a Juan Gelman. Lo intenté, cuando él había escapado de Argentina y estaba en Roma, y me mandó dos libros inéditos. Pero al cabo de un mes o por ahí me escribió diciendo que no, que tenía ya un editor. En fin, alguien le debió de hacer una oferta más sustanciosa.
¿Se arrepiente de algo?
Me arrepiento de algunos errores, como no haber publicado ciertos libros que eran buenos y que hasta nos podían haber dado unos beneficios económicos que luego les dieron a otros, libros que uno rechaza sencillamente porque los leyó de forma descuidada o desganada, como dicen que le ocurrió a Carlos Barral, que rechazó Cien años de soledad porque no tenía ganas de leerlo.
Si su historia acabara aquí, ¿podría usted decir que ha tenido un final feliz, que ha sido una “buena historia”?
Bueno, a mí me parece una historia interesante, por lo menos interesante sí.
Imaginemos que en algún momento se rodara una película sobre su vida; ¿qué título le gustaría que llevara?
Creo que No ha sido en vano podría ser un buen título.
Ya para acabar, le voy a pedir que elija un poema entre los que ha compuesto usted. Luego lo transcribiremos y la entrevista se cerrará con él.
Hay uno que es el único que me sé de memoria, así que ese puede valer. Se titula Canción:
CANCIÓN
No quedará de estos instantes nada,
de estos, ardientes, que ahora lo son todo,
no quedará de estos instantes nada
más que estos versos.
No dejarán más rastro estos relámpagos
que carbón y cenizas y nostalgia,
no dejarán más rastro estos relámpagos
que el de estos versos.
Te irás, me iré, se irán nuestros amigos,
otros vendrán, el mundo será de ellos,
me iré, te irás, seguiremos queriéndonos
en estos versos.