El madrileño Santiago López Navia acaba de publicar Pasmos de Tediato (y otros poemas leves que pueden ser graves) (La Discreta, 2024). Si hemos de hacer caso al gran Ramón Irigoyen —prologuista del libro—, el autor “siente de vez en cuando la fascinación por el mal y escribe poemas satíricos para disfrutar el placer de ser malo”. Sin embargo, a pesar de nuestro inveterado candor de lectores complacientes, no nos encontramos en disposición de asumir tal aserto. Y que conste que sentimos llevarle la contraria al gran Ramón Irigoyen, la verdad. Pero mucho nos tememos que a don Santiago —eminente doctor en Filología, voluntarioso catedrático de Literatura y Humanidades, eximio doctor honoris causa, probo cervantista, entre otras muchas lindezas que le honran— lo de buscarse una máscara para delinquir —aunque sea solo de palabra que no de obra (y escrita)— no le va en absoluto un pelo a su temple de noble caballero.
Más bien, pensamos que —provisto con los pertrechos ya mencionados— el bueno de don Santiago (en el profundo sentido del término) recurre a diferentes heterónimos —auténticos baciyelmos, diríamos— para desfacer todos aquellos entuertos que su idolatrado don Quijote no pudo llegar a enmendar dada su feble naturaleza de hidalgo manchego. Quizá don Santiago no sea más que eso, a fin de cuentas: un apasionado quijote que escribe —y muy bien (recordemos su dedicación a la retórica)— y se disfraza —bastante mal (para seguir escribiendo muy bien de aquello que le interesa cuando no quiere ser él). Felizmente, su gran capacidad literaria cuenta con el refrendo de catorce libros de poesía, catorce —si sumamos el que ahora ve la luz—, y uno de relatos —Cuentos de barrio y estío—, amén de un largo etcétera que atesora sus múltiples saberes académicos.
En el arriesgado lance —con visera o sin ella— él y no otro (u otros) ha sido acreedor de diversos premios que acreditan lo que venimos diciendo: el Isabel de España (1991), el Pedro Alonso Morgado de Huelva (2002), el Vicente Cano (2003), el Juan Bernier de Córdoba (2008), el Premio Nacional Acordes de Espiel (Córdoba, 2021) y el premio de Poesía Emilio Alarcos (Oviedo, 2021), sin tener en consideración aquellos en los que quedado finalista como el el Hermanos Argensola (2008) o el Leonor de Soria (2009).
Para comprobar todo lo antedicho y abundar en aquellas razones que Santiago López Navia puede argumentar en su favor, Entreletras ha querido conversar largo y tendido —entre bromas y veras— con el escritor.
En su último libro Santiago López Navia se disfraza de Tediato para denunciar con sus pasmos todos aquellos desmanes que a usted le escandalizan. ¿Por qué es recurrente a lo largo de su obra el uso de alteregos o seudónimos, desde Jacobo Sadness, Antero Freire, James Wolfson o Sir Yago de la Eterna Encrucijada?
El uso de heterónimos, que empieza con “Lamento existencial de Jacobo Sadness” en Tremendo arcángel (2003), me permite expresarme con la necesaria libertad creativa. Proyectar un sentimiento sobre un alter ego ficcionalizado es un juego de identidades que no le resta fuerza ni credibilidad al sentimiento. De eso no se desprende necesariamente que las circunstancias que motivan esos sentimientos sean mis circunstancias. No dejo de decir (y no es original) que la poesía es también un espacio de ficción, y a estas alturas de los estudios sobre la poesía no voy a aburrir al lector con las diferencias entre el autor y la voz poética.
¿Hablamos de seudónimos o de heterónimos en el sentido pessoano? ¿Es usted un demiurgo?
Hablamos de heterónimos en el sentido que tan brillante y fecundamente propuso Pessoa. Renuncio a considerarme un demiurgo. Sería pretencioso. Bastante tengo con el intento de entender mis conflictos debajo de mis identidades literarias, que son diferentes, por cierto, en cuanto a sus registros: Jacobo Sadness y Antero Freire para el registro grave, que es el predominante en mi poesía, y Tediato, Sir Yago de la Eterna Encrucijada y James Wolfson para el registro humorístico, que considero una excepción.
Su obra poética en general —y sus trabajos ensayísticos— no parece estar demasiado inclinada a lo humorístico. ¿Es Tediato un borrón en su impecable expediente “académico”?
La pregunta se asienta sobre una premisa muy amable, que agradezco mucho. Dicho esto, Tediato no es un borrón, sino una licencia: un permiso que me concedo para decir de una forma diferente algo que me resulta más fácil decir si lo dice él.
¿Podemos ver en Tediato una suerte de caricatura de Juan Panadero del que decía Semprún que era “el trujimán populachero de Rafael Alberti, el doble, sosias o alterego”?
Tediato pretende ser, trasladado a nuestros días, el trasunto de la variedad y la riqueza que cruzan el siglo XVIII literario, no siempre bien valorado: los artificios del barroco tardío, la mesura neoclásica y los primeros latidos vibrantes del prerromanticismo, o lo que es lo mismo, retórica, equilibrio y pulsión cordial en la misma identidad de ficción. No hay en su construcción ni en su discurso otra intención ni otro fundamento.
Al margen de la puntualización que al principio hemos hecho sobre la supuesta malignidad que le otorga a usted Ramón Irigoyen, tenemos que aclarar que el prólogo de Tediato es magnífico. ¿Cuál fue la razón que le animó a que fuera Irigoyen y no otro el autor de ese texto?
Ramón Irigoyen, a quien me unen la admiración y el afecto desde hace muchos años, es el maestro de la poesía satírica. Desde el primer momento me propuse conseguir su prólogo, y no fue nada fácil, pero mi amable persistencia, aderezada con la necesaria cordialidad, tuvo éxito finalmente.
¿Hay algún argumento contundente que pueda esgrimir para convencer al desprevenido lector de que Ramón Irigoyen no es un heterónimo más de la mente calenturienta de Santiago López Navia?
Hay, sobre todo, un argumento extrínseco, es decir, una prueba: Ramón Irigoyen existe, y si hay que acudir al lema que sustenta el empirismo idealista de Berkeley (esse est percipi, “ser es ser percibido”), hay unas cuantas personas que le vieron al menos en dos ocasiones a mi lado: en junio de 2011, acompañándome en la mesa durante la presentación de Ensueño y mediodía, y en abril de 2024, en primerísima fila durante la presentación de Pasmos de Tediato. Bien es cierto que algún conspiranoico podría defender que Ramón es una ilusión óptica generada por los aviones que fumigan no sé qué o una invención de las fuerzas del mal para gobernar el mundo, como el COVID, en cuyo caso solo puedo aducir otro argumento contundente: en el próximo número de la revista Archiletras Científica, que se publicará en verano de 2024, publico un artículo académico dedicado a los Romances satíricos de Ramón Irigoyen. Quienes me conocen saben que yo no podría, bajo ningún concepto, hacer algo así con un poemario mío.
Usted ha tratado en sus poemarios temas aparentemente más profundos como el desarraigo existencial, la nostalgia de la infancia, el viaje espiritual o la reflexión moral. ¿Considera que su nuevo poemario —a pesar de su tono desenfadado— no está tan alejado de estas preocupaciones suyas?
Así es, en efecto. En este poemario no me aparto de esos temas (al menos de algunos), pero me propongo que la gravedad vaya envuelta en ropajes leves. De ahí la segunda parte del título.
La nutrida nómina de apelativos que usted ha utilizado a lo largo de sus obras para bautizar a sus doppelgängers no tiene nada de inocente. Todos ellos son nombres parlantes como lo son Antígona, Lisístrata o Alejandro. ¿Tediato sería, pues, el trasunto de un concepto emocional que podríamos asociar al spleen baudelaireano? Y, por consiguiente: ¿las observaciones mordaces del “autor” no serían más propias de la época contemporánea que de la del mismo Tediato?
Esta es una pregunta muy sabia que entraña perspicazmente su respuesta. El nombre de Tediato, el protagonista de las Noches lúgubres de José de Cadalso —el Cadalso prerromántico, por cierto—, está léxicamente creado a partir de un sustantivo de inspiración profundamente romántica (tedio) que, por cierto, enunció tempranamente un español, Juan Meléndez Valdés, cuando habló del “fastidio universal”, cuyo espíritu, como tantos otros elementos de tinte romántico, vuelve, en la transición al siglo XX, en el spleen de Baudelaire y sus compañeros de la bohemia parisina. El registro de ese Tediato estilísticamente sincrético al que me refería antes se ajusta a nuestros días como anillo al dedo.
En el poemario no solo aparece como autor el perplejo personaje que invoca el título. Contamos con otros dos también de fuste: el caballero andante Sir Yago de la Eterna Encrucijada y el grumete James Wolfson. A los que añade al ínclito Doctor en Letras Dióscoro Vagalume y el Conde de Abascal. ¿Qué diferencias sustanciales hay entre ellos y cuánto hay de usted en cada uno?
Sir Yago es un caballero aventurero, no un caballero cortesano. Está hecho a la vigilia, al sacrificio y a la renuncia, muy lejos de la récréantise (la molicie de la vida en la corte que define la antítesis de la caballería andante), pero no renuncia a cierta dosis de posibilismo y de contención que lo alejan de la audacia caballeresca, a veces rayana en la temeridad (por eso es un caballero aventurero ma non troppo). James Wolfson es un grumete ingenuo que se empeña en una singladura que sabe imposible, pero en su propósito hay un punto de coherencia irrenunciable. Dióscoro Vagalume es un erudito cáustico y cínico que se empeña en demoler lo que escriben mis heterónimos espigando en la bibliografía (obviamente apócrifa) más adversa a mis intereses. Mi señor el Conde de Abascal —tan displicente como generoso, tan perdulario como distinguido, tan irreverente como lúcido— es el faro y guía de La Discreta Academia. Yo me camuflo camaleónicamente entre Tediato, Sir Yago y James Wolfson y me mofo de la crítica pedante con Dióscoro Vagalume, pero el Conde es otra persona cuya verdadera identidad permanece tenazmente oculta por el discreto senado.
¿Por qué ha querido dotar a su poemario de diversos puntos de vista a través de los tres autores diferentes? ¿Ha buscado conjurar la impronta “barroquizante” que le persigue con una mirada iconoclasta de cuño moderno que tiene algo que ver, entre otros, con la literatura experimental del grupo Oulipo de Raymond Queneau?
Esos tres heterónimos me permiten aportar matices diferentes de acuerdo con personalidades, caracteres y discursos inventados, pero próximos a mi propia perspectiva. Y en efecto, en este poemario hay una impronta deliberadamente barroquizante, sobre todo en sus dos primeras partes, en las que escuchamos la voz de Tediato y Sir Yago, pero ese registro estilístico forma parte del juego y tiene mucho de homenaje a nuestra mejor poesía. Esta opción formal es también una excepción en mi poesía habitual (la “grave”, por entendernos), que reivindica la inteligibilidad. Quiero pensar también que esa mirada iconoclasta por la que se me pregunta es evidente. El homenaje al grupo Oulipo es también muy claro. Ahí están, para corroborarlo, esos dos sonetos en cuya escritura Sir Yago se ajusta al juego de la contrainte du prisonnier.
Leyendo el poemario —que es divertidísimo— se pueden encontrar ecos del Quijote, naturalmente, lo que no es nada extraño dada su condición de cervantista. De Quevedo también, por supuesto, y de la mejor tradición satírica. Pero a la vez, al lector le acuden a las mientes personajes menos venerables como el chocarrero fray Gerundio de Campazas del Padre Isla e incluso el esmirriado don Mendo de Muñoz Seca. ¿Qué opinión le merece el astracán como género y en qué medida considera que pudo influir en un escritor tan eximio como el Valle-Inclán de los esperpentos?
Me honra de verdad que se aprecien esos ecos, porque están en las raíces de mi formación filológica, que tanta felicidad me ha deparado a lo largo de mi trayectoria profesional y creativa. El astracán me parece divertido, innovador, audaz e inteligente, y su carga paródica solo es posible con un conocimiento tan profundo de la tradición literaria como el que acreditaba Muñoz Seca, cuyo dominio de la métrica y la retórica brillan en La venganza de don Mendo, que por cierto ha terminado por eclipsar el resto de su obra. Supongo que Muñoz Seca y Valle, coetáneos, dan una respuesta literaria bastante próxima, que no igual, a las inquietudes y tensiones de su tiempo, pero otra cosa es determinar quién influyó a quién. En un artículo del mayor interés que ya tiene sus años —se publicó en 1998— el profesor Alberto Romero sitúa (literalmente) el género chico cultivado por Muñoz Seca “a un paso del esperpento”. Yo suscribo esa apreciación.
De Valle-Inclán dijo su tocayo Ramón Gómez de la Serna que “era la mejor máscara a pie que cruzaba la calle de Alcalá». Pensando en el hombre de las mil caras literarias que usted lleva dentro, ¿podríamos definirle como “la mejor máscara a pie que cruza la poesía actual”?
Entiendo que mis heterónimos puedan ser vistos como algo parecido a una máscara, pero lo cierto es que no disfrazan nada; más bien lo evidencian, cuando no lo amplifican. Por lo demás, la poesía actual es lo suficientemente rica y plural como para que yo me reconozca tan solo como una voz entre muchas otras tanto o más valiosas que la mía. Otra cosa es que la heteronimia no sea una estrategia muy frecuente, pero eso no me convierte de ninguna manera en alguien mejor que cualquier otro en nada. Leer a los magníficos poetas de nuestros días es un ejercicio constante de aprendizaje y comunión fraternal en la palabra, al igual que sobrellevar la intrusión muchas veces invasiva (sobre todo en las redes sociales) de cierta poesía advenediza de calidad muy discutible –por decirlo con la mayor sutileza– es también un ejercicio de comprensión, paciencia y tolerancia.
Algo que quizá sorprenda al lector es que entre esas mil caras aludidas se esconde la pasión de un irredento fan y experto de heavy metal. Ya para acabar, pues, con Tediato: ¿qué les deben sus inopinados pasmos a los afilados riffs del rock?
Me reconozco como un gran aficionado al rock en general y al metal en particular y reivindico de forma recurrente y entusiasta que es posible amar al mismo tiempo la música clásica y el rock, como digo en el poema final de mi último libro. Ese es mi caso, desde luego, y me sorprende que tenga que dar tantas explicaciones sobre la posibilidad —la necesidad, incluso— de esa convivencia. Ahora mismo, por ejemplo, en tiempo real, mientras escribo estas palabras, estoy escuchando precisamente a Schubert, pero cuando conduzco muchas veces prefiero a Deep Purple o a alguno de los muchos excelentes grupos de metal épico, entre otras opciones que me insuflan el ánimo necesario para muchas cosas. Por lo que respecta al heavy metal, he defendido con toda convicción su solvencia cultural y su compromiso social en varios artículos académicos a los que me remito. Mi poesía le debe mucho a la música, y mi vida no sería la misma sin su bendito regalo.
¿Qué gestas futuras inflaman sus días y sus noches, don Santiago?
Además de mi vida personal y familiar, que marca mis prioridades, mis días y a veces mis noches se me van en el desempeño de mis responsabilidades académicas (la docencia, la investigación y la gestión), la edición y la creación literaria. Pero estas son, en todo caso, empresas o búsquedas (en el sentido caballeresco de la palabra) más que gestas, reservadas solo para los héroes.
¿Nos puede obsequiar con uno de sus poemas para cerrar esta entrevista? No necesariamente debe de ser de Pasmos de Tediato. Desoyendo las naturales urgencias del presto autor en promoción puede decantarse —si así lo desea— por uno de sus poemas “graves”.
Desde luego que sí, con mucha gratitud, por cierto; la misma con la que quiero reconocer esta entrevista amable e inteligente donde las haya que me hace Entreletras. Y deseando que sea, en efecto, un obsequio y no un castigo, comparto el último poema que he escrito hace apenas unos días, en el que vuelvo a uno de los temas más comunes y sentidos de la historia de la poesía.
Evocación junto a unas ruinas en el camino
En estos muros rotos en donde todo un día
convocaba a la vida se abren paso las grietas
y al otro lado, adentro, las flores en desorden
han borrado los rastros de toda geometría
recuperando el reino que les robó la piedra.
Alguien amó algún día dentro de estas paredes
tomadas al asalto por las horas voraces;
alguien rezó quizás en su desesperanza
reclamando la tregua de la misericordia;
alguien se desveló con la anhelada urgencia
que espera en el abrazo del cuerpo deseado
o el viento en el que vuelan, con su canción de aullido,
la amenaza inefable, la soledad, la pena.
Y en este territorio tomado por la ausencia
donde anida el silencio de lo que ya no vive
alguien buscó el calor un día en el hogar
que ya nunca arderá, que ya no espera a nadie.