julio de 2025

EL ECO Y SU SOMBRA / Una decantación sublime

Fotografía de Marina Sogo

Releer es un acto más placentero que leer. Se lee con el arrimo de la novedad y del asombro; se relee con la certeza de un milagro repetido. Escribió Nabokov que, más que lectores, deberíamos ser relectores. En la segunda o en la tercera revisión de lo leído, cuando se tiene una propiedad de lo contado o cuando se ha construido una vía por la que penetrar en su boscoso o liviano andamiaje, ya no debería intervenir el cuerpo, ungido siempre a participar del mecánico proceso de pasar las páginas laboriosamente y «mover los ojos de izquierda a derecha». Esa actividad «supone un complicado trabajo físico con el libro». El cuerpo no contaría, no tendría que interponerse ninguna traba entre la trama y quien la lee. Habría, por decirlo con algún arrimo metafísico, una especie de entero volcado del texto en uno mismo. Hay ocasiones en que lo que leemos produce esa transferencia por entero sobrenatural. Ignoro si yo leo (o releo) con ese afán absoluto, con esa integridad sin tacha, pero creo que a veces, en muy contadas ocasiones, he logrado que solo existiese el libro que antojadizamente tuviera entre las manos, y ni siquiera tendría conciencia de las manos, ni siquiera del libro. Solo quedaría una parte de mí consagrada absolutamente a las palabras que otros eligieron. También uno querría escribir así. Sin que nada interrumpiera el flujo de las frases, y decir con completa entrega, ensimismado, cancelando la realidad tangible, conocida y antigua, haciendo que ocupe su lugar la sobrevenida, la que se ha construido en la magia de la escritura. Y poder más tarde caer en la cuenta de que es de otro lo escrito, aunque se tenga mando sobre él, y leer lo escrito como si de verdad alguien se hubiese arrogado la facultad de hacerme participar en ese milagro. La literatura, la que surja, será siempre un ejercicio sutilísimo de funambulismo. Todo podría venirse abajo, dar de bruces con el gris suelo. No obstante, hay que precaverse contra toda esa fragilidad. esgrimir las certidumbres habituales, cualquiera valdría. La más sencilla, de la que se extraerían todas las demás, consistiría en la condonación de la deuda que infatigablemente nos reclama el cuerpo, que se duele o que gime, que expresa su pedacito de alma cuando solo nos preocupamos del alma que consideramos verdadero. ¿Dónde estará? Y, sobre todo, qué exigente es, con qué poco se conforma, qué de brincos da, qué alharaca la suya al sentir que la agasajamos con los dones de la sensibilidad y de la inteligencia.

Se vuelve a lo que nos ha hecho felices, al entusiasmo de la primera vez, pero es otro quien regresa y son otros los matices que visten lo revisitado. Se lee para que la música de la memoria no se entenebrezca o se la coma el olvido. Las novedades serán las lecturas a las que se invite de nuevo si logran permanecer y expresan, quién sabe cómo, la notoriedad de esa nostalgia. Hay libros que perseveran al modo en que lo hacen ciertas conversaciones o esos olores que se fijan con aparente debilidad y luego reivindican su aroma de un modo apabullante. Ignoro si es la edad la que elige esas relecturas. Sé que el lector joven, yo lo fui, lo que anhela es ese asombro novicio que, en cierto modo, se parece a su propia vida, recién abierta, todavía sin mansedumbre y poso, como tocada por la varita de la experimentación y la varianza. Incluso eso escuchado o leído muchas veces de que se leen unas trescientas palabras por minuto me parece una frivolidad que debería censurarse, no darle aliento. Leemos con rapidez porque la vida sucede con rapidez. Si todo se deja manejar con lentitud, la propia literatura discurre con otro moroso flujo, y lo que extraemos de ella se adhiere con otro afán en donde quiera que las cosas que amamos se adhieran. Y queda el oficio noble de reescribir, de consolidar o de afianzar, de cribar y de quitar, de alargar y de volver a meter el texto en el corazón o en la cabeza. Este texto que ya finalizo, cuando lo relea, si lo hago, me dará la medida del asombro íntimo y será mío si no lo siento propio. De ahí que en ocasiones uno prefiera transcribir la epifanía de la inspiración y esmerarse mientras el texto se va decantando, adquiriendo cuerpo, incorporándose a la realidad, invitando a que el lector (el relector) cancele el espacio y el tiempo (ah, qué osadía la mía) mientras se produce el milagro de la lectura.

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