marzo de 2024 - VIII Año

El encuentro de Beethoven y Goethe

Así narra el Premio Nobel francés, Romain Rolland, el único y misterioso encuentro entre el genio de Bonn y el gran autor de “Fausto”

Según Romain Rolland, intelectual francés que vivió a caballo entre los siglos XIX y XX, y gran estudioso de las vidas de algunos artistas ilustres, Beethoven y Goethe se vieron en la ciudad de Teplitz (hoy perteneciente a Chequia) durante unos días del verano de 1812. El encuentro fue casual, y eso que Beethoven le había escrito en varias ocasiones a Goethe pidiéndole un encuentro. El relato de los encuentros de ese verano los hace la joven Bettina Brentano, devota admiradora de los dos genios a los que había conocido íntimamente.

Rolland, al relatar los encuentros, cree ver una actitud de reprimenda en Beethoven hacia el comportamiento social de Goethe, al que admiraba profundamente como poeta, excesivamente conservador para las ideas del genial sordo de Bonn.

Lo que sí deja claro Rolland es que Goethe no comprendía la música de Beethoven, que le parecía una locura sin ningún futuro; básicamente la misma opinión que tenía del arte y la literatura romántica, que Goethe veía como una amenaza a su apacible y conservadora vida artística.

Romain Rolland narra así el encuentro de los dos genios:

«A partir de este momento, Beethoven, indispuesto con Goethe, no le deja pasar nada.

Salen juntos. Beethoven lleva a Goethe del brazo. En Teplitz, y por las sendas del campo, se cruzan con aristocráticos paseantes. Goethe prodiga los saludos y éstos molestan a Beethoven; cuando habla de la Corte y de la emperatriz emplea expresiones como «Solemnemente humildes».

“¡Bien! y ¡Qué! -gruñe Beethoven-. De ese modo no debéis hacerlo, no está bien. Debéis lanzarles a la cara, simplemente, lo que pasa por vuestro pensamiento. De otro modo no se cuidarán de ello. Ni una princesa reconocería al Tasso, a menos que la hiera el zapato de la vanidad. Yo los he tratado de otro modo. Cuando tuve que dar clase al archiduque, una vez me hizo esperar en la antecámara; llamé con insistencia a su puerta, y al preguntarme por qué estaba impaciente le dije que había perdido el tiempo en la antecámara, y que ya no me quedaba paciencia para gastar. Desde entonces no me hizo esperar, tal vez le harían comprender la necedad de esas costumbres que sólo sirven para demostrar la propia estupidez. Le dije: «Podéis colgar a cualquiera una cruz, no por ello mejoraría un pelo. Podéis fabricar un Hofrath, un Geheimrath, pero nunca fabricaréis un Goethe o un Beethoven. Por tanto, lo que no podéis hacer (y lo que vos estáis lejos de ser), aprended a respetarlo. ¡Os sentará bien!»

Pero entremos detalladamente en el relato de los hechos desde el principio. El domingo 19 de julio de 1812, Teplice sería escenario del primer encuentro en la cumbre de dos de los mayores genios de la cultura alemana, el poeta, novelista, dramaturgo y científico Johann Wolfgang von Goethe, y el compositor Ludwig van Beethoven. Tras ese acercamiento inicial se seguirían viendo casi a diario por varias jornadas más, realizarían caminatas juntos o pasearían en bote por el río Bílina, y al menos una tarde de aquellas Beethoven improvisaría al piano para Goethe.

Goethe escribiría en una carta a su mujer aquel primer domingo: “Nunca había visto a un artista más parco, más enérgico, más recóndito. Entiendo muy bien cómo tiene que enfrentar con extrañeza al mundo.”

Beethoven, por su parte, comentaría sobre el carácter de su interlocutor: “A Goethe le gusta demasiado la atmósfera de la corte, más de lo que le conviene a un poeta. No hay mucho más que decir aquí sobre la ridiculez de los virtuosos, cuando los poetas, que deben ser vistos como los primeros maestros de la nación, pueden olvidar por ese deslumbramiento todo lo demás.”

Cuánto no se habrá tirado de los cabellos la escritora romántica Bettina Brentano cuando llegó a Teplice el 27 de julio y se enteró de que, días antes, se habían encontrado allí Beethoven y Goethe. Cuenta Brentano, sin haber sido testigo ocular o directo de la cita, que cuando el poeta y el músico iban caminando tomados del brazo se aproximaba la pareja imperial austríaca. Goethe le habría dicho en ese momento al compositor: “Mire mi estimado Beethoven, allí viene la emperatriz con su séquito hacia nosotros, hagámonos a un lado.” A lo que Beethoven le respondería: “Permanezca tomado de mi brazo. Ellos deben hacernos lugar. ¡Nosotros no!”

Goethe no opinaba igual y la situación le resultaba muy desagradable. Se soltaría del brazo de Beethoven, se haría a un lado y se quitaría el sombrero para saludar al emperador y a su mujer, mientras Beethoven, cruzado de brazos, continuaría caminando por el medio del grupo, entre los archiduques de Austria.

Parafraseando a Giordano Bruno, diríamos hoy que “Se non è vero, è ben trovato”. La historia pudo haber sido inventada, pero da en el blanco, porque la tan aguardada reunión de los dos gigantes, tan valorados artísticamente, habría sido un fiasco desde el punto de vista humano.

Goethe, el distinguido consejero privado del rey de Sajonia, el archiduque Carlos Augusto de Sajonia-Weimar-Eisenach, estaba horrorizado por el grosero comportamiento de Beethoven, a quien le tenían sin cuidado la cortesía y los buenos modales sociales.

Quién, si no alguno de los protagonistas, pudo haberle contado a Brentano con tanta riqueza de detalles el paradigmático incidente. Pero no Goethe y su esposa, Christiane, que estaban enemistados desde el año anterior con Brentano y su marido, Achim von Arnim, por un incidente público en el que casi llegaron a las manos. Por lo tanto, no pudo haber sido más que un invento de la escritora para vengarse de Goethe, quien les prohibiría a ella y a su esposo entrar a su hogar.

Los caminos de Beethoven y Goethe se separarían unos días después. Pese a todo, Goethe, en una misiva a su amigo Carl Friedirch Zelter, músico, compositor, director de orquesta y pedagogo en Berlín, encontraría algunas palabras comprensivas para Beethoven: “Desafortunadamente, es una personalidad totalmente indómita. Por otra parte, hay que disculparle por su creciente sordera, que es muy de lamentar y que quizás perjudica menos la parte musical que la social de su ser. Él es ya de por sí una naturaleza lacónica que se duplica ahora por esa pérdida de la audición.”

Goethe era huésped asiduo en Teplice y Karlovy Vary y, al contrario que Beethoven, se movía hábilmente y con enorme placer en la elegante sociedad. Gozaba de la atención que le dispensaban los distinguidos huéspedes del balneario, que quizás habían estudiado o leído con interés su Teoría de los colores aparecida en 1810. Sobre todo, la joven emperatriz María Luisa, la tercera esposa de Francisco I, admiraba hasta la exaltación a Goethe; lo que halagaba mucho al mujeriego poeta de casi 63 años.

En el verano de 1812 Goethe y María Luisa se encontrarían diariamente. Oficialmente el gran vate introducía en la literatura alemana a la emperatriz, nacida en Monza, Italia. En las tertulias del balneario se especulaba que era algo más que el amor por el arte lo que les unía.

Goethe, el artista que, según el gran escritor y profundo estudioso de Goethe, Antonio Priante, “es tan grande que ni siquiera una mirada desde muy lejos puede abarcarle”, evocaría más tarde, conmovido y con añoranza, aquellos encuentros. La emperatriz, quien en mayo de ese mismo año había sido invitada renuente a la asamblea de los monarcas alemanes reunidos en Dresde por Bonaparte (a quien detestaba) para celebrar su guerra contra Rusia, sería finalmente la encantadora anfitriona del Congreso de Viena de 1815, para restablecer las fronteras de Europa tras la derrota de Napoleón y reorganizar las ideologías políticas del Antiguo Régimen. María Luisa fallecería de tuberculosis en Verona el 7 de abril de 1816.

El 27 de julio el compositor partiría hacia el balneario termal de Karlovy Vary y nunca más volvería a encontrarse con Goethe; ni siquiera intercambiarían mensajes epistolares, relata el musicólogo Jan Caeyers en su libro “Beethoven. Der einsame revolutionar”. Tal habría sido el desencanto mutuo que experimentarían ambos artistas.

Sus personalidades eran enormemente diferentes y no sentirían ninguna necesidad de acercarse y conocerse más. Goethe se apoderaba de ideas, asociaciones e imágenes; Beethoven estaba poseído por ellas. De ahí que Goethe formulara sus pensamientos matizándolos y con cautela. Asumía ya en tales declaraciones la factible relativización o negación de sus propias afirmaciones.

Beethoven, el hombre que, en palabras del poeta y musicólogo Antonio Daganzo, “encarnó la tragedia redentora del héroe, que hace avanzar a la humanidad toda en la búsqueda instintiva del progreso”, en cambio, hacía exactamente lo contrario, elevaba sus pensamientos a la categoría de certezas y dejaba poco margen para la interpretación o para la duda. Pero, sobre todo, Beethoven era un tipo de artista muy diferente a Goethe. El poeta era generalista con un horizonte extraordinariamente vasto, y podía pasar fácilmente de una disciplina a la otra. Un día podía trabajar en el Fausto, al día siguiente se ocupaba de la anatomía humana, y al tercer día filosofaba sobre los colores y el arte. Así podría darse la impresión de cierta arbitrariedad; todo parecía ser igualmente importante, igualmente interesante, pero nada realmente importante.

A los ojos de Beethoven esto era diletantismo puro. El genial compositor era el prototipo del artista moderno, especializado, monolítico y a veces incluso ególatra, dinámico e idealista, intransigente y jamás satisfecho, inquieto y obseso. Aquí chocaban realmente dos mundos completamente diferentes. “Solo podemos intuir lo que habría ocurrido si Beethoven hubiera conocido al otro gigante de la literatura alemana, a Friedrich Schiller -quien lamentablemente había fallecido en 1805 en Weimar de tuberculosis y neumonía-. Posiblemente hubieran encontrado ambos un lenguaje común,” apunta Caeyers en una inverificable hipótesis histórica.

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Archivo Entreletras

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