…para atisbar el manipulado, polémico y contradictorio siglo XIX
En la noche toda ella de astros fríos y errantes, hago girar mis brazos como dos aspas locas. Pablo Neruda
La figura de Juan Eugenio Hartzenbusch (1806-1880) recorre, como una espina dorsal todo el siglo. Es un hombre hecho a sí mismo y todo un ejemplo de movilidad social, en una época en que el haber nacido en un lugar privilegiado, o no, en buena medida marcaba la vida, condicionándola enormemente. Tuvo desde joven una voluntad férrea y eso le permitió escalar peldaños en una sociedad ‘tan cerrada y clasista’.
Fue austero, estudioso, trabajador, erudito así como dramaturgo, traductor –sobre todo de autores franceses como Voltaire, Moliere o Alejandro Dumas-, filólogo y muchas cosas más. Pasó prácticamente desapercibido, pese a ocupar algunos cargos de relieve cultural. Tuvo éxito como dramaturgo con una de las obras más representativas del teatro romántico Los amantes de Teruel.
Lo rememoro paseando por las callejuelas del Madrid de los Austrias, por la Plaza Mayor, la Puerta del Sol, Caballero de Gracia, la calle del Turco… sin prisa, con la lentitud de quien gusta meditar y con su sonrisa desganada. Nadie podría identificarlo con el gran hombre que llevaba dentro, a no ser por sus ojos inquietos tras los ‘quevedos’ que le daban un aire ensimismado y, al mismo tiempo, seguro de sí mismo.
Hay quien permanentemente se queja de los ‘grilletes’ sociales que le aprisionan. El aprendió pronto a quitárselos de encima. No le gustaba ser protagonista… prefería ser espectador de lo que acontece.
Tampoco disfrutaba, con las horas perdidas en salas, salones y antesalas en medio de frases convencionales y triviales. Prefería vaticinar sagazmente en soledad, las mañanas de un tiempo futuro.
Le gustaba meditar las palabras de la ausencia… de carácter un tanto melancólico, no se encontraba a disgusto en medio del otoño… cuando el tiempo parece esparcir sus cenizas.
Todos los relojes confluyen en una gran circunferencia donde la nostalgia es una aliada de temperamentos soñadores. Hay muchas clases de naufragios. Él eligió erguir la cabeza sin orgullo y lentamente ver desfilar los años con estoicismo y sin dar muestras de debilidad.
Lo posible es un límite más de lo variable. El sufrimiento muchas veces no es más que un juguete roto. La vida está llena de celadas… y hay que estar permanentemente ojo avizor…
Nunca olvidó quien era, de donde venía, ni el trabajo de ebanista en el taller familiar. Su ascenso social fue lento, como correspondía a sus orígenes: taquígrafo del Congreso de los Diputados, empleado de la Biblioteca Nacional –con el paso del tiempo llegaría a ser Director de la misma- y miembro de número de la Real Academia de la Lengua.
Dicen de él, quienes le conocieron, que fue muy observador, hombre de pocas palabras pero extraordinariamente amable. Sabía comportarse con educación y como alguien que conoce hacía donde le conducen sus pasos.
No participó activamente en política pero, desde el lejano Trienio Liberal, sus simpatías progresistas fueron nítidas. Perteneció claramente al bando de los perdedores. Por otro lado, es un ‘romántico’ peculiar y hasta contradictorio. Buen conocedor de los clásicos, no se dejó arrastrar por las corrientes adanistas, tan al uso.
Puede considerársele un conocedor concienzudo de Pedro Calderón de la Barca y de Fray Gabriel Téllez, más conocido como Tirso de Molina y, sobre todo, de Lope de Vega y Juan Ruiz de Alarcón, sobre el que versó su Discurso de Ingreso en la RAE.
Contribuyó a editar y reeditar obras de varios de ellos. No podían faltar, tampoco, sus artículos de crítica literaria y sus cuadros costumbristas. Algunos de quienes han estudiado su vida o prologado sus obras suelen contar algo que me parece revelador. Siendo apenas un muchacho, solía gastar el poco dinero que tenía en comprar libros y en ir al teatro.
Antes de seguir adelante, quisiera señalar que fue un notable cervantista, que realizó y anotó una de las ediciones de El Quijote. La Biblioteca de Autores Españoles de Manuel de Rivadeneyra, le debe una sacrificada labor. ‘Expurgó’ y fue responsable de la edición de obras de Lope de Vega y Calderón de la Barca, dirigiendo, asimismo, la publicación del Teatro escogido de Tirso de Molina.
En el siglo XIX no hubo tan solo ‘espadones’ ambiciosos y sanguinarios, políticos mediocres y corruptos y ‘glorias nacionales’ de pies de barro… hubo, también, actitudes éticas, hombres decentes que pusieron su palabra y su inteligencia al servicio de un ideal modernizador y europeísta.
En estas notas livianas sobre su carácter y temperamento, habrá que añadir que era metódico y disciplinado. Huía de la improvisación y se sentía atraído por el rigor.
Disfrutaba, por otra parte, de una memoria sencillamente portentosa como ponen de manifiesto sus contemporáneos.
Ya va siendo hora de que hablemos de su teatro. A lo largo de su vida se fueron sucediendo distintas ‘modas’ y corrientes literarias que tuvieron una suerte dispar. El romanticismo fue una de ellas. Nada más… pero nada menos. Desde mi punto de vista, no puede reducirse a Hartzenbusch a este movimiento ni a su estética.
Los amantes de Teruel, su obra más conocida, se estrenó el 19 de enero de 1837, en el Teatro Príncipe. Fue un triunfo rotundo que sirvió para encumbrar a Hartzenbusch como uno de los dramaturgos más célebres y celebrados de su tiempo.
Pese a esto, quizás no sea su mejor obra. Mezcla el verso y la prosa y monta sobre las tablas una leyenda de origen medieval cuyo argumento otros trataron antes, (Tirso de Molina, Pérez de Montalbán, etc.). En las tragedias románticas el Medievo es un decorado común a la gran mayoría de ellas.
Juan Eugenio de Hartzenbusch era un perfeccionista. Prueba de esto es que reescribió su obra, al menos tres veces, sin quedar con todo, plenamente satisfecho del resultado.
Como es sobradamente conocido, los amantes turolenses son Diego Marcilla e Isabel de Segura. Los tópicos del drama romántico, como no podía ser menos, están aquí presentes, Diego, caballero pero pobre, asegura a los padres de Isabel que en el plazo de seis años y una semana obtendrá fortuna y volverá para desposarla. Aquí tenemos uno de esos lugares comunes ‘el plazo’. La fatalidad juega con las ilusiones de los hombres, como el viento con las hojas secas.
Son frecuentes las traiciones, las asechanzas y el azar que parece que juega a los dados… conduciendo al desastre. Zulima, enamorada de Diego, es un instrumento más de lo fatídico, urdiendo una estratagema para evitar que Diego llegue a Teruel antes de venza el plazo establecido. Para ir completando este mosaico de lugares comunes hemos de añadir a Rodrigo de Azagra, personaje poderoso y taimado, enamorado de Isabel y con bastantes pocos escrúpulos que no se detiene ante la mentira y que incluso recurre al chantaje.
Como es harto sabido los finales de los dramas románticos son apoteósicos. Diego muere y, sobre su cadáver aún caliente, poco después Isabel exhala su último suspiro.
Teruel está muy orgullosa de sus amantes. De hecho, Diego e Isabel han pasado a ser un símbolo de la ciudad, el escultor Juan de Ávalos moldeó en piedra sus esculturas y su sepulcro siendo, en la actualidad, uno de los lugares más visitados… de esta Verona aragonesa.
En el teatro romántico parece que el mundo está ahí, tan sólo, para traicionar y hacer imposible el reencuentro de los enamorados. El dominio expansivo de la desgracia lo invade todo, los personajes son lineales y la ‘fatalidad’… juega al más difícil todavía. El aire es irrespirable y a los personajes parece que les falta.
Las leyendas medievales acaban convirtiéndose en los dramas románticos, en una sucesión de desvaríos cuyos hilos maneja el fatídico destino.
Afortunadamente, Hartzenbusch escribió otras obras bastante más desconocidas aunque no carentes de interés, ambigüedad y fuerza dramática. La que reúne más méritos, a mi juicio, es Doña Mencía que aborda desde un punto de vista original, el tema de la Inquisición, tan poco tratado en nuestra tradición dramática.
En lugar de reponer cada cierto tiempo Los amantes de Teruel, merecería la pena dar una oportunidad a Doña Mencía aunque no fuese más que para abrir un poco el abanico hacia otras perspectivas tan poco exploradas.
Es autor, asimismo, de la comedia Los polvos de la madre Celestina que en su época alcanzó un éxito notable y donde la magia y lo que hoy llamaríamos efectos especiales, juegan un papel nada desdeñable.
He intentado ofrecer un retrato, lo más aproximado posible, de Juan Eugenio Hartzenbusch. Personalmente creo que estamos en deuda con él. No lo hemos valorado en su justo término y yace sepultado en una densa capa de olvido. En la Biblioteca Nacional se conserva su copioso Epistolario donde no escasean las notas, las ideas y los puntos de vista de interés sobre literatura, crítica social… pues bien, está sin editar, durmiendo el sueño de los justos. Ya va siendo hora de que algún filólogo se aventure a emprender esta tarea que, sin duda, le deparará más de una satisfacción. Quisiera señalar que el conocimiento de este Epistolario nos ayudaría a comprender no pocas cosas de ese siglo tan turbulento como interesante que es el XIX.
Me llama poderosamente la atención que Hartzenbusch tan discreto, tan en segundo plano contribuyó a romper no pocos esquemas y tópicos. Entre sus muchos méritos no es el menor el haber puesto su perseverancia e inteligencia al servicio de proyectos modernizadores… mirando más al futuro que al presente.
Se trata de un escritor inusualmente culto. Era un lector voraz y un políglota consumado, dominaba el francés y el alemán pero como demostró en sus traducciones también, el inglés y el italiano.
Sus conocimientos, por ejemplo, de la poesía germánica fueron notables. En otro orden de cosas, su ideología progresista es fácil de identificar en la crítica social que contienen sus fábulas morales. No podemos abarcar todas las facetas en las que se prodigó pero, al menos, es preciso señalar de pasada que cultivó y con éxito el periodismo, especialmente en la Gaceta de Madrid, demostrando sus dotes para comentar la actualidad y su pericia en lo que llamaríamos hoy, periodismo cultural.
Me he propuesto en este artículo recordar a Hartzenbusch y con él a esa pléyade de escritores e intelectuales que no son partidarios de la bulla, de protagonizar altercados o de querer estar permanentemente en la ‘crème de la crème’
En todas las épocas hay personas que hacen de la discreción un estilo de vida, pongo como ejemplo al recientemente desaparecido Juan Luís Zúñiga o a Emilio Lledó. Hay que saber valorar el trabajo silencioso, ese constante transmitir conocimientos sin darle excesiva importancia, como si fuera lo más natural del mundo y ejemplificando con su actitud la figura del verdadero intelectual, que es tanto como decir, el que no está al servicio de nadie sino que se entrega a una labor tenaz y silenciosa… dignificando ideales democratizadores y valorando, en su justa medida, no sólo la libertad y la integridad sino la justicia social y el igualitarismo.
Son admirables quienes están más allá de modas y de ‘camarillas’, quienes valoran el legado de los clásicos y quienes constantemente despiertan en los demás un afán sincero por conocer y por estar a la altura de las circunstancias sin doblegarse ante las dificultades.
No fue el mejor escritor del siglo XIX,… más todo lo que representó merece la pena rescatarlo del olvido e incluso esgrimirlo como ejemplo de discreción, de modestia, y de un estilo de vida digno de ser imitado y cuyo conocimiento contribuye a hacernos mejores.