julio de 2025

LAS CARTAS DE ELIBERIA / Victoria Kent (1892-1987)

A ti, que has pasado tanto tiempo a la sombra de tus rejas rotas, a ti, que sabes del dolor de esa mirada perdida en el cemento de intramuros, te pregunto, ahora que mi pelo es blanco como el tuyo, cumplidos ya los años del invierno, ¿de qué color era la sangre de tu pluma? ¿Azul de tu Victoria o roja de tu infierno?

La derrota y la gloria siempre van juntas…

Conocí a tu padre Don José Kent Román, mucho después de haber entablado una buena relación contigo.

Fui a comprarme en su tienda de tejidos, la que él había bautizado con el nombre de “La Moda”, en la calle Granada, número 16, de Málaga, aquel traje que varios años después llevé a la facultad de Derecho para acompañarte en la ceremonia de tu graduación como abogada.

Fue a primeros de junio de 1924, no recuerdo el día, pero el sol que iluminaba tus pasos me dejó un cálido recuerdo para siempre, y luego unos meses después nos volvimos a juntar aquel martes, 23 de diciembre, víspera de Nochebuena, para acompañarte al número 9 de la calle Serrano, a pedir tu ingreso en el colegio de abogados de Madrid.

¡Qué frío hacía en el tranvía de la línea! ¡Tenía los cristales rotos, pero no importaba! ¡Tú de morado, Elena Fortún de amarillo y yo de rojo! ¡Qué elegantes! ¡Éramos el blanco de todas las miradas! Pero a la vez todo un símbolo, que algunos tomaron como una provocación.

A ti ya te conocía desde que, en la Residencia de Señoritas en la calle Fortuny, nos presentara María de Maeztu, la directora, ¿no lo recuerdas? Tenías diez y seis años y acababas de llegar a Madrid. ¡Qué tiempos!

De todas formas, tú ya llegaste preparada para la lucha por tus profesoras, María del Buen Suceso Luengo de la Figuera y Teresa Azpiazu, Profesoras Numerarias de Letras, en la Escuela Normal Superior de Maestras de Málaga.

¿Te acuerdas de la que liamos después en nuestro Lyceum Club Femenino? Tenías veinte años y llegaste a ser vicepresidenta.

¿Y cuando invitamos a Jacinto Benavente a dar una charla y él nos dijo que no podía dar una conferencia a tontas y a locas…? ¡Menudo cabreo cogiste! Los hombres eran todos iguales… No, nuestros amigos eran diferentes.

Te conocía todo Madrid.

Todos sabían que pertenecías a las Juventudes Universitarias Femeninas, dirigida por María Espinosa de los Monteros, y nos habías representado con éxito en Praga. Pero vi crecer tu fama en aquel 1930, cuando decidiste o te propusieron defender ante un tribunal militar a Don Álvaro de Albornoz Liminiana, ministro de fomento y fundador del Partido Republicano Radical Socialista. ¡Y tras una brillantísima defensa tuya, salió absuelto! Yo estaba allí aplaudiéndote. También estaba un año después, celebrando aquellos sesenta y cinco mil doscientos cincuenta y cuatro votos con los que conseguiste tu acta de Diputada por Madrid.  ¡Estábamos orgullosas de ti!

Solo habían pasado cinco días de la proclamación de la Segunda República. Aquel 19 de abril de 1931 era domingo y hacía sol, cuando recibiste la noticia de tu nombramiento como directora general de las Prisiones.

Nos enteramos, y fuimos corriendo hasta el número cinco de la calle Marqués de Riscal para felicitarte.

No sé por qué me elegiste a mí para que te acompañase en tu primer viaje a un penal. Una prueba de fuego. Santander, El Dueso, cómo el Cantábrico estaba revuelto. Era uno de tus primeros retos. Sabías que se habían amotinado y que estaban armados.

Recuerdo que te pusieron un pedestal como un trono en aquel gran patio, y te subiste decidida. Entonces ordenaste formar a la población reclusa.

La trompeta sonó conciliadora. Empezaste por decirles que el gobierno de la II República se interesaba especialmente por la reforma de las cárceles y que se iba a mejorar la vida del penal. Pero la primera condición que ponías era la del desarme inmediato. Yo me quedé sobrecogida. Silencio e incertidumbre, cuando un recluso joven arrojó el arma que llevaba en el bolsillo al otro extremo del patio. Una lluvia de armas fue dirigida al mismo rincón. El penal quedó desarmado.

Tú estabas tan emocionada como yo y seguiste hablando de tus ideas… “Os liberaremos de la obligación de asistir a los actos religiosos católicos; se os permitirá leer la prensa; se incrementará la comida, y se retirarán todas las cadenas y grilletes. Y vuestras mujeres podrán venir a visitaros y podréis salir de permiso… pero todo tendréis que ganarlo con vuestra conducta”.

Después siguieron más días de trabajo incesante: el cierre de ciento catorce centros penitenciarios, la construcción de la  Cárcel de Mujeres de Ventas, sin celdas de castigo, hasta aquel otro jueves, 14 de enero de 1932.

Habíamos quedado a las diez para ir al Caserón de la calle Quiñones, donde empezaba el curso de las aprobadas en la primera promoción de mujeres funcionarias de prisiones. Y allí, puntuales estábamos todas, Carmen Castilla, Carmen Baroja, Clara Campoamor, Ernestina de Champourcin, María Lejárraga, María Teresa León, Elena Fortún, Concha Méndez y Maruja Mallo, —¿cómo no?—, también Pablo Picasso, Salvador Dalí y Juan Ramón Jiménez.

Éramos más de cuarenta mujeres y muchos nos miraban con temor. Hacía frío y esta vez todas llevábamos abrigo y sombrero.

Allí estaba también mi querida Margarita Gil Roensen, la escultora de Las Rozas, escondida entre todas y mirando desesperadamente a Juan Ramón. Quise acercarme a ella, pero se dio cuenta y desapareció. Fue la última vez que la vi. Fue emocionante, inolvidable.

Tú, encendida de ira y esperanza, desde la presidencia que compartías con Don Luis Jiménez de Asúa, director entonces de la escuela de estudios penales, en aquel maravilloso salón de actos, te diste cuenta de que, aunque lleno hasta la bandera, todas aquellas mujeres no tenían opinión. Obedecían a sus padres o a sus maridos. Había que formarlas, darles educación, instruirlas. Improvisaste un discurso cargado de deseos que todavía pudieses cumplir, antes de tu cese. También para tus amigos tu pensamiento empezaba a ser demasiado peligroso.

Perdiste el cargo, el escaño y el prestigio. Como a todas nos envolvió la sombra. Luego vino la guerra, el exilio y el olvido, pero yo siempre te recordaré con tu boina, tu abrigo de paño, largo y oscuro, tus medias negras. Así te sigo viendo todos los años, cuando llega el veinticuatro de septiembre y yo me acerco a la ventana de tu casa, en el número cinco de la calle Marqués de Riscal, y tú, como siempre, desde dentro vuelves a ofrecerme tu boina y un chocolate con churros, como el que hacía tu madre.

Ahora he de despedirme, hay otras amigas que esperan carta, pero no te preocupes, no vas a librarte tan fácilmente de mí.

Un beso fuerte, y tuya siempre,
Eliberia de Santiago

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