Body Bus. Aventuras y desventuras de un Segundón
José Ignacio Díaz de Rábago
Prólogo de Julio Jensen
Ondina Ediciones, 2025
148 págs.
Nos llega la primera novela de José Ignacio Díaz de Rábago, prestigioso escultor español que está afincado en Copenhague. Las instalaciones de gran formato del artista —que se caracterizan por la elevación de innumerables objetos en el aire, gracias a majestuosas estructuras metálicas— están repartidas por distintos espacios públicos del planeta: es conocida aquí en nuestro país la que alberga la Biblioteca General de la UMA en la que centenares de libros levitan sobre las cabezas de los estupefactos visitantes. La referencia a la obra del artista plástico no es casual a la hora de referirnos a su libro recién publicado porque esa ascensión espiritual que define sus trabajos escultóricos es parte medular también de la novela. Incluso, los títulos de los poemarios que el autor ha ido publicando hasta la fecha —Poemas del instante (2001), Molinos de papel y viento (2011) o Humaredas (2015)— asimismo evocan de un modo u otro su fascinación por la verticalidad.
Por su parte, Body Bus tiene un título más abstruso lo que no impide sin embargo que extraigamos de él algunas conclusiones iniciales si partimos del hecho de que nos encontramos ante un nombre parlante —el del protagonista de la novela—, que sin duda es el segundogénito de una familia, en la que se enfrenta a una serie de circunstancias vitales, como indica a su vez el subtítulo del libro: “Aventuras y desventuras de un Segundón”.
Por tanto, “Body Bus” —con toda la retranca que conlleva el estrafalario apelativo inglés, que semeja la marca comercial de una crema cosmética anticelulítica— por fuerza nos ha de remitir al tema de la búsqueda de la identidad —de ese cuerpo ontológico del nombre de pila que lo define—, a través de una suerte de viaje iniciático —en el autobús metafórico que le sirve de apellido—: tal parecen ocultar y desvelar al mismo tiempo los dos vocablos que en su choque fortuito apelan a la célebre novela The Pilgrim’s Progress del predicador inglés del siglo XVII John Bunyan. Si bien, el guiño irónico al bus aludido nos traslada no obstante al legendario autobús escolar que el escritor beatnik Ken Kesey compró para sus excursiones lisérgicas con los Merry Pranksters por los Estados Unidos de la contracultura, que documentó Tom Wolfe. Así pues, nos encontramos con una novela híbrida —maridaje de lo contemporáneo y lo extemporáneo—, que propende a tener algo de anacrónica road movie también. De hecho, Body Bus parece más el nombre de un cantautor yanqui de la década de los 60 que el del vástago carpetovetónico de una rancia dinastía monárquica del barroco —de hecho, lo es— como ya se cuida de señalar el propio Ignacio en las primeras líneas de la novela. Por cierto, a mí el sobrenombre me sugiere el seudónimo del gran jazzman vasco Vlady Bas, lo que no parece muy descabellado visto lo visto.
Cuando ya nos adentramos en las páginas del juguete narrativo que el autor nos propone, no solo confirmamos nuestras primeras pesquisas, sino que, como es natural esta novela de aprendizaje o bildungsroman acerca el ascua a su sardina para arrimarse a la rica tradición de nuestra literatura universal, que cuenta con innumerables ejemplos en la novela picaresca. Nos encontramos, pues, con Body Bus ante un brillante pastiche del Siglo de Oro —en acertadas palabras del prologuista, el profesor Julio Jensen— que haciendo uso de la retórica de la época narra y parodia con un sentido del humor implacable, las andanzas de un personaje enfrentado al descubrimiento de su vocación artística en un medio hostil, el mismo que sufren ahora también los creadores en el siglo XXI: en sus reflexiones el autor ofrecerá —sin un adarme de academicismo ni pedantería— toda una teoría estética propia de su concepción del arte. Como no podía ser de otro modo, la utilización de la primera persona que adopta el narrador le otorga al libro el tono inconfundible de autoconfesión que caracteriza al género novelístico que inaugura El lazarillo de Tormes.
Asimismo, como hace Cervantes en El Quijote, y hará después Dostoievski en El idiota, Ignacio toma como modelo para su zangolotino Body Bus al candoroso e inocente Perceval —Cristo redivivo— de Chrétien de Troyes y su búsqueda incansable del dorado otoño anhelado en los parajes que visita el sufrido personaje, una metáfora de la mítica quête del Santo Grial que le sirve también como McGuffin para justificar la odisea personal del protagonista.
Así pues, a la picaresca como materia prima le sirve de complemento a su vez la poesía mística, combinando hábilmente los dos polos o dimensiones de nuestro histórico legado literario: no en vano, el autor incorpora fragmentos poéticos en el texto a modo de collage lírico. La horizontalidad de lo profano con lo vertical de lo divino, como bien sabía Salvador Dalí cuando ponía como ejemplos de ambos mundos en nuestra cultura, los inventos del autogiro de De la Cierva y del submarino de Peral: lo inmanente y lo trascendente (Sancho vs. don Quijote).

Ya sabemos que cuando Juan habla de Pedro habla más de Juan que de Pedro y por consiguiente tras las páginas de la novela de Ignacio descubrimos —nos parece— las peripecias del autor en sus propias carnes: sus traumas y sus heridas provocadas por la educación franquista en una España gris que cayó como una losa sepulcral sobre la generación a la que el autor pertenece. Parábola la de la novela que viene refrendada por ciertos episodios que nos ofrecen algunas pistas, convirtiendo el divertido relato del Segundón en una autobiografía velada. Quizá el acercamiento a una época tan alejada como el Barroco le haya servido a Díaz de Rábago para conjurar el peligro y alejarse del aquí/ahora, por momentos doloroso en un género como el de la autoficción. A este respecto conviene destacar que el oscuro nombre de Body Bus es el alter ego —nos aclara el narrador desde el principio— de un tal Don Diego Blas, protagonista de una desencuadernada novela picaresca que cayó en sus manos mientras estaba enfrascado en su arduo oficio de seleccionar libros de lance a fin de taladrarlos y colgarlos para una de sus megalómanas instalaciones escultóricas, reactualizando uno de los códigos del género narrativo de la época: el del manuscrito encontrado. Como ya dijimos más arriba, el ejercicio de la escritura en Díaz de Rábago no se puede desvincular de su labor profesional de escultor: se me antoja que cuando nuestro malhadado protagonista, y su protector el maestro de obra masón Vicente, están a punto de romperse la crisma al desplomarse ambos del disparatado andamio que atiende al elocuente apelativo de “Volante”, y cuando Body, capítulos más tarde, se alza milagrosamente en el vacío a lomos de un gigantesco castaño, Ignacio hace un homenaje a su profesión de suspender objetos en las alturas —en una “subida al cielo”— ya sean estos: libros viejos, bicicletas desvencijadas o pícaros segundones aquejados de lesa melancolía. Por otra parte, la paronimia de los dos nombres —Diego Blas y Body Bus— justifica de sobra el chiste y lo que vendrá después.
La novela de Ignacio entronca también con el renacimiento del género picaresco que significativamente se produjo tras nuestra posguerra —en los años de plomo del nacionalcatolicismo— con obras como La familia de Pascual Duarte, de Cela; Industrias y andanzas de Alfanhuí, de Ferlosio; Tiempo de silencio de Martín Santos; Lola, espejo oscuro, de Darío Fernández Flórez; Los santos inocentes, de Delibes; o Últimas tardes con Teresa, de Marsé. Bien es cierto que, en todas ellas —aunque hay ingredientes de la picaresca en la marginación de los personajes y su obstinación por sobrevivir a las adversidades— predomina el tono trágico frente al cómico por lo que Body Bus me recuerda más a una novela como La reliquia (1983) de Germán Sánchez Espeso, un miembro de la generación del 68 de urgente reivindicación, cuya fábula hilarante ha dejado una profunda huella en la novela de nuestro autor, también hijo de aquel movimiento inconformista juvenil, que reclamaba “la imaginación al poder”.
Sea como fuere, llegados a este punto disponen vuesas mercedes de la descacharrante historia de Body Bus —un libro catártico que da que pensar— de un poeta como la copa de un pino —nunca mejor dicho— que responde al laberíntico nombre de José Ignacio Díaz de Rábago Villar.
De modo que no dejen de leerla: sus sistemas límbicos y sus mandíbulas batientes se lo agradecerán con unas cuantas carcajadas en estos tiempos inciertos en los que la risa parece haberse tomado unas largas vacaciones (como aquellas del 36, que “castigaron sin postre” a tantos españolitos de bien, como bien nos recuerda —burla burlando— Body Bus / Diego Blas / Díaz de Rábago).












