septiembre de 2025

‘El relámpago sobre el jazmín’, de Antonio Enrique

El relámpago sobre el jazmín
Antonio Enrique
Baker Street Ediciones, 2025
190 páginas

Primero es el relámpago, la luz intensa. Después es el trueno, el sonido inevitable. La fragilidad del jazmín queda entonces abastecida y, por tanto, fortalecida. Sería el hecho de morir y renacer en otro cuerpo mediante la reencarnación. Así ocurre en El relámpago sobre el jazmín, de Antonio Enrique (Granada, 1953), novela bellamente editada por Baker Street Ediciones (2025).

Dividida en 26 capítulos y narrada en primera persona, se mueve con emoción y precisión en el tiempo y en el espacio. Se mueve en una idea esencial: el sexo y la muerte. Y todo comienza con una nota “Preliminar” donde el autor explica su primera experiencia acerca de la reencarnación. Dice así: “La primera percepción sensorial que tuve yo consciente en este mundo fue hacia los cuatro años de mi edad: la de sentirme caliente de otro cuerpo. Era yo mismo, pero había en mí otro cuerpo, el calor de otro cuerpo que no era el mío”.

Y esta percepción sensorial de Antonio a tan temprana edad, que mucho tiene que ver con lo visionario y la capacidad de abstracción, me conduce a las clarividencias del escritor William Blake. Se dice de él: “…Sin embargo, el que ya a los cuatro años viera a Dios en su ventana, observando el entierro de un hada en el pétalo de una rosa, da muestras de que su imaginación resultaba muy distinta de la de otros niños. Todos sus biógrafos coinciden en que sus visiones de espíritus y ángeles resultaron cotidianas y aceptadas con normalidad…”. Sueños de lirios, Antología de poetas locos, (Huerga y Fierro, edición de Óscar Ayala, 2018).

Tras una primera lectura presiento que no se trata de una novela convencional (descubro en mi relectura que el autor así lo afirma), a pesar de estar dotada de las características propias del género, es decir, que contiene nudo y desenlace. La trama, por cierto, resulta ocasionalmente un tanto disparatada, no exenta de situaciones eróticas —inclusive el sexo explícito—, que no rozan en absoluto lo soez. Las imágenes, bien armadas, y el buen uso del lenguaje están por encima del tema a tratar, por lo que el desenlace goza de muy buena resolución: “Aquello había comenzado por haberla mirado de perfil… Y finalmente, cuando el orgasmo llega, se derrumba encima y clava la cara en la cara de ella. La está besando, desesperadamente. Entra así en ella, con la lengua, como si la boca fuera una matriz”.

A lo largo de 180 páginas asistiremos a hechos sumamente delirantes en torno a la reencarnación mediante dos personajes principales: Él y Ella, Él (el autor) con Ella. No se pronuncia en ningún momento el nombre real de Ella. Lo mismo da los nombres que se le asignen o de que se trate de una religiosa o una ama de casa. Eso es lo de menos. Ambos son, Él y Ella, en otros “ahoras” y en el ahora actual en la presente obra.

Es de resaltar que Ella es para Él su “gran amor”, una obsesión permanente que le provoca melancolía y cuya única tabla de salvación es recurrir a papel y pluma: “¿Sabe alguien por qué una persona nos encadena la voluntad, por qué esa precisamente, cuando reconoces que no te hará feliz? ¿Y tú, por quererla tanto, lo que deseas es que se aleje de ti, pese a saber que puedes ir enfermando en el empeño?”. Estas preguntas y otras tantas que el autor se hace en complicidad con el lector las extraigo del capítulo 3: “¿Ahora qué?”. Y lo solventa sencillamente así: “De todas maneras siempre quedará la belleza de una tarde de verano”. De este tema ya dio cuenta en Los mamíferos extraños (Ediciones Dauro, 2020), su primer volumen de memorias.

Pero hay más personajes aquí, además de algunos escritores y pensadores clásicos como Tomás de Kempis, Galileo o Sócrates, y de los bíblicos como Abraham, Jacob o María Magdalena. Nombra, cómo no, a personas reales que influyen o influyeron sobremanera en su existencia. Su madre, por ejemplo, evidentemente fundamental, y la mujer con quien comparte su vida, una bailarina encantadora a quien tuve el honor de conocer. Ellas, especialmente, son muy creíbles en esta novela en la que se dan cita lo real y lo que yo considero irreal. Tengamos en cuenta que el autor tiene sus propias consideraciones y los lectores tenemos las nuestras. A la bailarina, por cierto, le dedica unas páginas hacia el final de la novela que es toda una delicia: “Pero es que eran sus brazos también, esa manera suya peculiar de abrazar el aire como quien lo hace una muñeca de cristal, para que no se rompa”.

Asimismo, es destacable cómo aflora la lírica a lo largo del texto. He aquí un extracto del capítulo 18 en el que el autor describe acontecimientos de la ciudad en la que reside: “Todo era de oro en aquel vapor saturado de éter, con un cielo azul exasperante de tanta vitalidad… Era el boato de aquella catedral lo que me seducía, y el olor que queda de las rosas marchitándose después de la noche, rosas y nardos asentándose con la humedad de las criptas que escapan del subsuelo”.

El capítulo 10 vendría a ser el punto de inflexión. Comienza así: “Y estamos en la presente. Entonces vino a la ciudad en la que vivo el llamado “hombre del misterio”. Y también vino ella”.  Ambos se quedan mirando, absortos, el sufrimiento de Cristo, debido a una exposición verdaderamente violenta: “Sobre la tela extendida, un hombre encogido. ¿De dolor? No existía palabra posible para conmoción tan grande… ¿Qué fogonazo fue ese que partió el tiempo en dos?”. Punto de inflexión porque justo en ese instante no se puede controlar el paso del tiempo debido a que ese fragmento de eternidad se para, por lo que cuesta relacionarlo con el movimiento del calendario o de las manillas del reloj.

Yo no creo en la reencarnación, pero la percibo en esta obra como un cambio de vientos que da lugar al deshielo y, por tanto, al calor, a nuevos alumbramientos donde poder cobijarse las almas de los seres que nos han abandonado físicamente. Y surge así el apego a la extrañeza de ser en este mundo que habitamos. Un mundo que mira siempre hacia las nubes y las estrellas al igual que la driada de ocho pétalos alza al sol su blanco rostro.

Nuestro autor cree firmemente en la reencarnación, conoce bien la fe cristina —hay un texto dedicado íntegramente a la resurrección— y sabe acerca de las distintas religiones. Y, según dice, no nos habla de visiones, sino de sensaciones visuales. Ciertamente hay ideas que se escapan por no ser fáciles de formular. Dichas ideas necesitan un lugar para existir, y solo en el arte puede hallarse ese espacio tan vital. Mi opinión es que Antonio Enrique ha conseguido hacer de su idea un arte. El fulgor del relámpago y el jazmín como símbolo del alma quedan, pues, religados.

 

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