noviembre de 2025

‘La razón es provida. Argumentos no religiosos para un debate sereno’, de Matthieu Lavagna

La razón es provida. Argumentos no religiosos para un debate sereno
Matthieu Lavagna
Rialp, Madrid, 2025
279 págs.

DERECHOS EN LIZA

En la introducción a su monumental Historia de la filosofía griega en seis gruesos volúmen, W. K. C. Guthrie llamaba la atención del lector acerca de la funcionalidad del mito en la obra de Platón, en la medida en que, “como culminación de un argumento lógico”, al pensador griego le servía para “comunicar experiencias y creencias cuya realidad y naturaleza son cuestiones de mera [sic] convicción que rebasan los claros límites de una comprobación racional”; además, advertía el erudito escocés que dichas tácticas retóricas perviven en nuestros días, “encubiertas en el vocabulario de la razón”. En síntesis: el ser humano, aunque se sienta obligado a dar cuenta ‒al menos, ante los demás‒ de sus convicciones morales en términos discursivos, mantiene con las mismas un compromiso íntimo, absoluto, tal vez irreflexivo; no nos conduciríamos, pues, como seres racionales sino racionalizadores, por cuanto no adoptamos nuestras opiniones en función de una disquisición previa, sino al revés, nos devanaríamos los sesos para vestir de apariencia solvente lo que, en puridad, habría escapado al análisis desde el principio. Admitámoslo: salvo honrosas excepciones, el Homo sapiens sapiens antes se conduce como un siervo que como un señor de sus ideas, ¡hasta el punto de que hay quien está dispuesto a matar y a morir por ellas! “Yo soy una persona con principios”, presume el necio; “tengo unas convicciones muy firmes”, añade el patán. ¡Mejor harían en presumir de someter a unos y a otras a un examen atento y continuado, no vaya a ser que estén viviendo sometidos a una tiranía de prejuicios, mitos y patrañas!

Este largo ‒pero quiero creer que necesario‒ preámbulo viene a colación del libro que acaba de publicarse, con el título La razón es provida. Argumentos no religiosos para un debate sereno. Su contenido coincide, punto por punto, con lo que promete el autor: se trata de un auténtico compendio de argumentos, perfectamente racionales (que se anuncien como “no religiosos” me chirría: oponer la fe y la razón es… otro mito, por suerte, ya superado), para desmontar uno por uno todos y cada uno de los que, muchas veces de manera estentórea y hasta deaforada, sostienen que la interrupción voluntaria del embarazo no solo sería perfectamente lícita, sino que incluso debe ser considerada como un “derecho fundamental”.

Que la contienda dialéctica se presume ardua bien lo admite el autor, al mencionar el peligro de un “diálogo de sordos”: tan enconadas e ideologizadas están las posturas que, me temo, lo más probable es que todo el arsenal de datos, análisis y razones (y son abrumadores) que, con esmero, paciencia y honestidad, ha logrado reunir y elaborar, se estrellarán contra un rechazo virulento, inmediato, frontal, irreflexivo… visceral. En efecto, a estas alturas de siglo ya hemos constatado que un debate en torno al aborto resulta inviable: la cuestión se reduce a quién reúne el número de votos necesario para propugnar o derogar tal ley, desarrollar o no tal reglamento, incluso (llegado el caso) practicar cierta resistencia pasiva, en realidad meramente retórica, para contentar a sus huestes. Lo que se halla en liza, pues, no serían dos posturas racionales, sino “meras” convicciones morales. Como he advertido al principio de este texto, ahí la racionalidad parece jugar con desventaja, pues se alzan y se blanden como armas cortantes sendas concepciones de los valores que no pueden llegar a un acuerdo: por un lado, la que consagra la suprema libertad de una persona de dar muerte a un ser que le crece dentro de su cuerpo, pero que no forma parte inextricable de él (pues, para empezar, posee un genoma propio, distinto del de la gestante), y por otro, la que sale en defensa del bebé en ciernes para evitar que no llegue a ver la luz.

Para empezar, llama la atención que a una persona se le niegue el derecho más básico que imaginarse pueda: el de nacer (ya no hablo de un “derecho a la maternidad” que ciertos sectores rechazan de plano, como por lo demás cualquier experiencia que forme parte de la humanidad tal como ha sido entendida hasta ahora). Hasta hace, como quien dice, dos días, la simple constatación técnica de un embarazo se asumía como el inicio de un proceso irreversible de cuyo éxito se responsalizaba, de manera alícuota, al padre y a la madre; ahora, en cambio, se le pregunta a la mujer, y únicamente a ella, qué piensa hacer: ¿vas a tenerlo? (¡hórrida pregunta, análoga a una inminente sentencia a la cámara de gas!). Por eso hay quien dice que, en el momento de la concepción, todos entramos en el corredor de la muerte, del cual solo el inmenso amor y el sentido del deber de nuestros padres lograrán sacarnos con vida. Pero, ¿quién cree ya en el amor y en el deber en una cultura que erige en casus belli que uno pueda exigirle al Estado que acabe con su vida o con la de su bebé, de manera libre, gratuita, y casi lúdica y festiva? En un mundo sensato, hombres y mujeres nos movilizaríamos reclamando que el dinero de nuestros impuestos se destine a dar y preservar la vida, no a acabar con ella. No están muy lejos de la verdad quienes hablan de la nuestra como de una “cultura de la muerte”: lástima que sean los mismos que exigen la reinstauración de la pena capital, el derecho (¿?) a portar armas o la intervención militar allí donde lo estimen pertinente…

Por mucho que se empeñen aquellos que, cuando les conviene, blanden las leyes y sentencias en aval de sus tesis, por muy bárbaras que sean, ninguna disposición legal podrá cancelar el (este sí) derecho de toda persona a interceder en favor del nasciturus. Yo no necesito “argumentar racionalmente” mi rechazo frontal al asesinato sumarísimo de bebés en el vientre de su madre: me basta recordar la emoción que sentí al reconocer en una pantalla, tras unas manchas en blanco y negro, el cuerpo vivo de mi hija, a la que al cabo de unos meses tuve entre mis brazos y que ahora, dieciséis años después, llena mis días de alegría. Pensar que, en algún momento, alguien podría haber impedido que llegase a nacer, me azora y me hunde en el abismo. No necesito leer ningún libro, por muy bien armado que esté (y el de Lavagna lo está), para experimentar la radicalidad de una vivencia que me apela y me concierne: la de sentirme plenamente responsable de que todo niño ‒¡sea o no mío!‒ que pueda llegar a nacer, efectivamente lo haga.

Soy humano, y nada humano me es ajeno: y menos que nada, la perspectiva de que una vida que ha sido concebida tras la unión de un hombre y una mujer sea bárbaramente truncada por el egoísmo de quienes están llamados a darle curso. Ante esta barbarie, me revuelvo y manifiesto mi rechazo virulento, inmediato, frontal, irreflexivo… visceral. Porque, en materia de “meras” convicciones morales, los datos, los análisis, las razones, los argumentos en suma, no tienen voz ni voto: cada cual opta por aquellas que reflejan la clase de persona que es. Y yo quiero mirarme cada día en el espejo de la vida, no en el de la muerte.

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