marzo de 2024 - VIII Año

‘Bienandanza. En las orillas del haiku’  de Isabel Fernández Bernaldo de Quirós

Bienandanza. En las orillas del haiku
Isabel Fernández Bernaldo de Quirós
Mahalta Ediciones, 2022

Nos llega el último poemario de Isabel Fernández Bernaldo de Quirós que lleva por título Bienandanza. En las orillas del haiku y que publica con sumo primor la jovencísima editorial Mahalta.

Título y subtítulo ya nos adelantan elocuentemente lo que vamos a encontrar los lectores en sus páginas.

La memoria y la nostalgia aparecen desde el mismo término Bienandanza, que en su calidad de sustantivo en desuso, y por tanto, perteneciente a una época ya extinta, nos previene sobre los conceptos de felicidad, bienestar y ventura nimbados por su efímero  acontecer, y a la vez, dada su etimología, nos coloca en la posición virginal del paseante ocioso de Robert Walser, aquí suerte de flâneur bucólico.

El subtítulo, sin embargo, nos da pistas sobre la forma métrica en la que estas andanzas —bienandanzas— de la memoria se van a enmarcar.

Si bien el haiku ya había dado algunos frutos en la pluma de Fernández Bernaldo de Quirós —recordamos algunos de ellos en su poemario La senda hacia lo diáfano (Vitruvio, 2018)—  ahora irrumpe con plenitud acaparando todos los poemas del libro con una decidida vocación de coherencia.

Eso sí, la autora, quizá con cierto pudor, nos alerta de que sus versos se instalan cautelosamente en las márgenes discretas de ese caudaloso río, que surca profundo la lírica japonesa, sin osar zambullirse en él. No es sorprendente, pues, que el haiku dé forma a todo un poemario de una autora que viene acercándose a la naturaleza de forma recurrente desde sus libros anteriores, pero sí resulta llamativo el hecho de que ese acercamiento, que la avocaba al género irremediablemente, le despierte un solemne respeto que la aparta de él tímidamente ya desde su inicial declaración de intenciones.

Si consideramos el haiku como un canto sagrado a la experiencia sencilla y fugaz que va ligado a la contemplación de la naturaleza de una manera próxima, dentro de una convención reglada, deberemos concluir, por tanto,  que las composiciones de Isabel, lo son tanto por temática y métrica como por estilo. No en vano la poeta piensa que: “El contacto con la naturaleza es el mayor grado de misticismo que se puede sentir.” Y en la lírica del instante, que es el haiku, asoma un cierto panteísmo de estirpe sintoísta como logro sintético del lenguaje que aboga por la percepción sensorial.

Sin embargo, se hace posible especular que la poeta haya querido llegar más lejos de lo presumible, dicho con toda la intención, y, en una reflexión más profunda, siguiendo la ‘Lógica del límite’ de Eugenio Trías, esté defendiendo que la ontología se puede recrear en y desde la afirmación de que el límite es el ser y el horizonte mismo del sentido de toda su poética.

La autora, en su manera de ser y sentir, se asoma desde el límite que le brinda el balcón de sus sentidos y su experiencia para mirar y admirar el espectáculo de la naturaleza a través de sus paisajes y de sus pobladores, por modestos que estos sean, desde la flor anónima al humilde arroyuelo, desde un trino repentino hasta un circunstancial charco del sendero. Y a través también de sus mutaciones y de sus epifanías, para constatar que el tempus fugit  es intrínseco a su idiosincrasia, de la que solo la memoria y la nostalgia pueden rescatar de la aniquilación. Y, en ese intenso sentir (vivir diríamos nosotros, fluir diría el Tao), la poeta salta la balaustrada que le separa de las cosas para fundirse emocionalmente con ellas en un abrazo callado y apoteósico, huyendo de la  “razón discursiva», como quería María Zambrano en su ceremonial  ‘Claros del bosque’.

Por tanto, el haiku parece la mejor horma poética para una mirada —como la de Isabel— que se nutre del silencio y de la calma, de la añoranza y de la memoria,   antídoto infalible como antes apuntábamos, en la escritura de las cosas pequeñas y cotidianas que exigen ser percibidas como reclamaba el irlandés George Berkeley, cuya filosofía tantos puntos de contacto tiene con la mística del budismo zen.

Es digno de destacar cómo la poética de Isabel Fernández Bernaldo de Quirós ha ido  creciendo exponencialmente con el tiempo, desde aquel su primer poemario, el ya lejano Al son de las mareas (Vitruvio, 2014), que siendo prometedor todavía mostraba las costuras del taller y los intentos de afianzar una voz propia que ha llegado a la madurez con tesón, paciencia y mucho trabajo, después de otros cinco poemarios por medio. Pero es que detrás de todo ello, se encuentra una poeta de raza, llena de sensibilidad y con una óptica muy personal.

Bienandanza. En las orillas del haiku  está dividido en  cuatro secciones (I. Esencias; II. Paisajes; III. Del paisaje, sus pobladores; y IV. Meses del año), que no rompen la unidad temática ni el aliento poético que anima el libro entero.

En todas las secciones podemos advertir la delicadeza y la finura de esa mirada morosa y amorosa de la poeta, el sincero respeto por el lenguaje de la naturaleza, el silencio que habla en las palabras, desnudando su alma al confrontarla con el entorno y conectándola con las profundas emociones que tienen un efecto balsámico en el que lee el libro y en la autora también, imaginamos. No hay que olvidar la pasión por la fotografía que en Isabel tiene una honda vocación por capturar el hálito preciso, para registrarlo en la “retina”, en la desafiante lucha contumaz contra el ineludible desgaste del tiempo. Por ello, sus haikus vienen  a ser flashes, no siempre visuales empero. Leemos: “Solo tu nombre/ en mi memoria gris. / Sonrío al alba.”

La editorial Mahalta ha tenido el buen gusto de ofrecernos una de sus deliciosas imágenes fotográficas para la portada, exquisitamente virada en matices ocres para la ocasión, que actualiza la grácil belleza de las estampas ukiyo-e del “mundo flotante” que el paisajista Hiroshige documentara en su serie del monte Fuji.

Entre las citas que abren el poemario no es casual que encontremos un certero haiku de Pasos de centinela. (Vigilia y alba entre Oriente y Occidente), del poeta Antonio Daganzo, consejero poético de Isabel en sus primeros años de formación.

Nuestra poeta trabaja con el lenguaje poético de la naturaleza, en el que acompaña a las gotas de lluvia, a las hojas, a las plantas, a los árboles… La metáfora es una herramienta, que aflora con la sutileza que requiere el canto quedo, sin que aparente serlo. De este modo se manifiesta, como D’Annunzio hizo en La pioggia nel pineto, para proponer una poética basada en los sentidos, en las sensaciones, en los estados de ánimo, alejando la razón en la medida de lo posible, como antes apuntábamos. Isabel ha dejado dicho por ahí que lo que más le costó en su iniciación a la lírica fue, por su condición de bióloga dedicada a la docencia y a la  investigación, el aprendizaje para separar lo poético de lo científico.

En las dos primeras secciones del poemario (Esencias y Paisajes) se evocan todos los sentidos, yuxtaponiendo sus facultades y haciendo uso, por tanto, del recurso de la sinestesia. De este modo, los poemas tienen aroma y tacto, suenan como una polifonía de notas musicales, ruidos y silencios en una armonía rumorosa bien orquestada. En el poema: “Mi piano es alba, / es cénit, es crepúsculo. / La vida en él.”, asimismo se oyen ecos de la mencionada composición introductoria de Daganzo.

El silencio cumple la función primordial de disolver el significante, el significado y el símbolo, para evitar el error de la interpretación, al punto de que, cuanto menos se dé uso a la palabra, mayor potencial expresivo tendrá lo que se quiera transmitir. Isabel, conocedora de esto, con los años perseguidora irredenta de lo esencial, nos canta así, como en sordina: “Por estas calles/ de domingo, silencio, / solo silencio”. O más adelante: “Bruma y silencio. / Pensamientos en flor. / La vida sigue”.

Los tópicos de la poesía campestre son recurrentes a lo largo de todo el libro y están puestos al servicio de las sensaciones que se quiere producir con sus versos en cada momento. Escuchamos la lluvia, (“La niña estrena/ lápices y un cuaderno. / Dibuja lluvia.”), con las resonancias que le otorgaba Blas de Otero cuando hablaba de la gran capacidad visual de la palabra “lluvia”. O en otro ejemplo: “Nadie le espera. / La noche es llanto y llanto. / Afuera llueve.”, en el que hay un homenaje al llanto de las nubes del poeta Roberto Bolaño.

Poemas que apelan a todos los sentidos, no solo al visual, como podemos comprobar en tres ejemplos: “Un contraluz/ perfila tu figura. / Sublime instante.”; “Intenso aroma. / Azahar en el aire/ que nos envuelve.” y en “Emana música. Inagotable fuente/ de la que bebo.”. O embriagadores versos que nos recuerdan algunas intuiciones poéticas de Claudio Rodríguez: “Antes de aquello/ guardaba casa y vida/ de labradores.”

En la tercera sección (III. Del paisaje, sus pobladores) los campos que inundan las dos secciones anteriores se pueblan de habitantes sencillos que Isabel dota con la figura retórica de la prosopopeya para destacar la comunión universal e inviolable de todos los seres en su grandiosa humildad, siguiendo los pasos del budismo zen, en el que una mota de polvo encierra todo el universo. “Tiemblan las hojas. / Son los álamos blancos/ cuando suspiran”.

En el haiku “Soñaste, flor, / alas de mariposa/ y haces que vuelas.” La poeta lanza un guiño a una de las leyendas que se cuentan sobre el maestro Matsuo Bashō, principal exponente del haiku en el Japón del siglo XVII: Cierto día, este y su discípulo Kikaku iban caminando por el campo, y se quedaron contemplando las libélulas que revoloteaban sobre sus cabezas. Kikaku compuso en ese mismo momento este haiku: “¡Libélulas rojas!/ Quítales las alas/ y serán vainas de pimienta.”, que el maestro reprobó y corrigió en este otro: “¡Vainas de pimienta!/ Añádeles alas/ y serán libélulas.” porque le ofendía que de ese modo Kikaku hubiera “matado” a la libélula. La apuesta redentora de la poeta es la misma y el gesto no es baladí por cuanto que su postura ética es siempre un canto apasionado a la vida. De ahí versos como el siguiente: “En este instante/ late el fruto en la flor. / Honda esperanza.”, entre otros muchos.

En la última sección del libro (IV. Meses del año) Isabel retoma un tema capital del haiku clásico que es el de las estaciones a través de doce composiciones dedicadas a cada uno de los meses del calendario. El sentido cíclico de “mundo cambiante”, como las xilografías de Hiroshige a las hemos aludido más arriba,  representa para ella la principal vía de expresión: La poeta pretende ser  una modesta intérprete de la naturaleza, evocando la metamorfosis de la atmósfera al compás de los períodos mensuales. Esta fijación por la circularidad cronológica en la percepción de cada una de la docena de composiciones, se convierte en un elemento con significado propio, más allá de ser sólo un acontecimiento visual y estético. Veamos, por ejemplo: “Marzo despierta/ con sus cambios de humor/ a los que duermen”, en el que parecen resonar ecos de la vieja expresión inglesa “loco como una liebre en marzo” que aparece en la compilación de proverbios de John Heywood y que retomara también Lewis Carroll para su Alicia.

Estamos, pues, ante un pequeño gran libro, que viene a refrendar palmariamente que la poeta Isabel Fernández Bernaldo de Quirós ha atravesado el Rubicón en su corta pero intensa carrera literaria para mostrarse en sazón, en un salto cualitativo que esperemos que se vaya consolidando cada vez más, con conquistas nuevas, para bien de la poesía actual, tan aquejada de tics rutinarios y modas insufribles que arruinan el instante, el sublime instante eterno de la gran creación. ¡Confiamos ciegamente en ello!

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