noviembre de 2024 - VIII Año

‘Filacterias’, de Pedro López Lara

Filacterias
Pedro López Lara
Ediciones La Palma, 2023
208 págs.

El último libro del poeta Pedro López Lara lleva como insinuante título Filacterias. Ha sido publicado en Ediciones La Palma y está organizado en tres secciones —«Minucias», «Conceptismos» y «Cabos sueltos»—, que reúnen 184 poemas de una gran brevedad.

Como en todos sus poemarios anteriores (Destiempo, Meandros, Dársena, Escombros y Museo), este también se denomina con una sola palabra: Filacterias.

Etimológicamente, dicho término designaba en el mundo clásico aquello que se empleaba en «defensa» propia para «preservar» o como «salvaguardia», a modo de «amuleto protector». Sin embargo, el significado con que terminó usándose comúnmente alude a «las cintas» o «tiras de pergamino» en que los judíos escribían los preceptos que debían observar y que llevaban como talismanes: de ahí la imagen de la portada elegida para el libro, una ilustración que nos recuerda el sentido de una escritura breve en un espacio pequeño.

En efecto, una de las cosas que acaso llame más la atención del lector que se aproxima a los poemas de esta obra es —aparte de su acompasado ritmo— su concisión. Ambas características son notables en los tres ejemplos siguiente: «Votivo»: «Ángeles expertos en huidas te acompañen»; «El templo»: «El mundo fue feraz. Plantábamos las tiendas / en un lugar cualquiera: era sagrado»; y «El rito artúrico»: «Ingresa el caballero en la floresta. / Encuentro. Aventuras. Promesa».

Pero, ¿cómo llamar a esta clase de poemas? Por su brevedad, tal vez admitirían el neologismo —ya usado probablemente— de «micropoemas». Ahora bien, ¿con qué peculiaridades? Son muchos los subgéneros que se relacionan con esta característica de la concisión conceptual y de palabra. Quizá los primeros que nos vienen a la cabeza son los de «aforismo» y «poesía sapiencial» o «poesía gnómica».

No podemos negar que encontramos algunas afinidades con estos subgéneros en muchos de los poemas del autor. Pero hay un hecho fundamental que parece apartar su poesía del género parémico, cercano a la máxima o la sentencia breve: el carecer del propósito dogmático que distingue a dicho género desde sus orígenes. En cambio, este interés suyo por el poema breve —presente en mayor o menor medida en todos sus poemarios— aproximaría la voz de nuestro poeta al género epigramático, al menos en su interés de unir emocionalmente música y pensamiento.

Para poder apreciar en su justa medida esta analogía nos parece útil trazar una mínima historia del epigrama clásico. De acuerdo con una de sus mayores estudiosas, M.ª Luisa del Barrio, «en un principio, siglos VII-V a. C., los epigramas eran composiciones breves (de uno a ocho versos), con una finalidad eminentemente práctica: ser grabados en objetos votivos, estatuas honoríficas o tumbas». En época helenística, se hacen más extensos, pierden esa finalidad práctica y se convierten en «un verdadero género ampliamente cultivado». A partir de entonces se usan para multitud de temas aparte de los mencionados: contenidos amorosos, satíricos, de fiesta o de bebida, descriptivos, con carácter gnómico o sapiencial, para la expresión de la mors inmatura o del carpe diem, etc. Su popularidad fue tan grande que terminó sustituyendo al género de la elegía, del que también heredará sus temas. En tiempos de los latinos, el epigrama incorpora el refinamiento final como rasgo característico, con un remate inesperado de tono burlesco, hasta culminar con los epigramas de amor y odio de Catulo y, sobre todo, el «epigrama mordaz» de Marcial, «con final paradójico», imitado profusamente por los escritores modernos para la pulla afilada o burlona.

Entre las características que emparentan el epigrama literario con la obra del autor está la de la variación. «Los poetae docti helenísticos —añade la investigadora citada— estudian la obra de sus antecesores para incorporarla a la suya propia, pero con afán de innovación y variación. Solo el lector que conozca el modelo podrá entender el epigrama». ¡Cuántas veces no le ocurrirá algo similar al lector actual de Pedro López Lara! Pues en su poesía se aprecia muy bien el juego de las repeticiones de motivos, levemente alterados, para intentar decir lo mismo con distintas palabras y combinaciones, un poco a la manera en que —salvando las distancias— funcionan las variaciones de algunas composiciones musicales. Junto a este rasgo, en la poesía del autor se observan también otros relacionados con el mundo del epigrama: más allá de su brevedad compositiva o de su intención literaria, a menudo se encara la cuestión de la muerte o del paso del tiempo, ligada a la memoria, que en forma de expresión lapidaria puede asaltar al personaje poético que reflexiona. Los dos poemas siguientes son una muestra de este enfoque: «Conformidad»: «Observó desde la cima las colinas, el valle, / los muchos, jalonados, horizontes. / Volvió la vista entonces y dijo a su memoria: / Sí, me acuerdo de todo. Era así»; «La dorada»: «En esta tarde hecha de oro, el sol / se pone por Oriente. Y vuelve todo».

Respecto al ideario propiamente poético de Filacterias, es significativa la presencia de varios motivos recurrentes en la obra del autor.

El primero de ellos hace referencia al tema del tiempo, que recibe —en palabras de José Ignacio Díez, un señalado filólogo y estudioso de la poesía actual, que se ha ocupado de la obra de López Lara— un tratamiento sorprendente y nada tópico, que no excluye el descreimiento o la ironía. En conjunto —afirma Díez—, sus versos dan muestra de una «lucidez descreída», un «sentido del humor» y «una ironía que a veces nos desarma», lo que hace de él «una voz propia que escribe una poesía que nos habla desde la inteligencia».

Otro motivo, el de la memoria, aparece en la poesía del autor en estrecha relación con el rasgo ya citado de la brevedad de la composición, una composición que podría en sí misma contenerlo todo, como diría el escritor argentino Jorge Luis Borges. Nuestro autor busca más que nada el «verso memorioso», título de uno de los poemas de un solo verso de su libro Dársena: «Verso cabal: el que es reminiscente». La clave de esta idea nos la da el poema «Signatura», de su primera obra publicada, Destiempo: «Entre los versos que aún no he escrito ha de haber uno, / un verso túmulo o jeroglífico [vean ustedes por dónde se cuela de nuevo el epigrama], / que me contenga, / de modo holgado y a la vez conciso. / Un nítido renglón definitivo».

El tercer motivo que nos parece digno de mención resulta crucial en su obra: es el tema de la pluralidad del yo, el desdoblamiento, o el tema del otro, que de nuevo encontramos en Borges, quien tiene incluso un libro titulado El otro, el mismo.

Esta idea fragmentaria de la voz poética en la obra de Pedro López Lara se resume a la perfección en un poema de su libro Meandros, que lleva el elocuente título de «Parálisis»: «Sigo en el otro andén, mirándome». El título que da nombre al poema es premonitorio si se piensa en cómo las acciones de «seguir» en un sitio y «mirarse» en otro son, sencillamente, contradictorias, por no decir dislocadas.

Se trata, en definitiva, de una honda ascendencia borgiana muy presente en la obra del autor y en su búsqueda de la pluralidad simulada del yo poético o del tratamiento irónico de las circunstancias vitales como mero pretexto para una mirada reflexiva.

Dos ejemplos serán suficientes para confirmar esta correspondencia temática. El primero es el célebre poema de Borges Le Regret d´Héraclite:

Yo, que tantos hombres he sido, no he sido nunca
aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach.

La referencia a Heráclito —el enigmático pensador griego de Éfeso de los siglos VI-V a. C.— no es causal en el título de este poema, como tampoco lo es en la obra de nuestro autor que, al modo de Borges, discurre sobre la multiplicidad de identidades del bañista que se sumerge en el famoso río. De hecho, en Filacterias el nombre de Heráclito aparece citado en el poema titulado «El gran desfile». En muchos de los versos de Pedro López Lara, además, están presentes algunas de las especulaciones de dicho filósofo, como sucede con el motivo del lógos —uno de los principios fundantes originarios— o con el conflicto de la apariencia y la realidad. De este último es ejemplo el poema «Las palabras y las cosas» de su libro Iconos: «Nada de lo real quiere ser dicho». Recordemos que antes Heráclito había prescrito: «La naturaleza gusta de esconderse».

Pero es en algunos de los cuentos de Borges, como «El espejo y la máscara» y «Undr», donde mejor apreciaremos la analogía mencionada. En el segundo de ellos, especialmente, el poeta protagonista de la narración llega a decir lo siguiente: «Me bastó saber que la poesía de los urnos consta de una sola palabra para emprender su busca y el derrotero que me conduciría a su tierra». Arribado a esa tierra cuyos pobladores dominan el arte supremo de contar, uno de sus interlocutores le responde: «Ahora no definimos cada hecho que enciende nuestro canto; lo ciframos en una sola palabra que es la Palabra […]. He jurado no revelarla. Además, nadie puede enseñar nada. Debes buscarla solo».

Todo hace indicar que el desenlace de esa búsqueda —la búsqueda de la Palabra— no deja de ser relevante para la lectura que se pueda hacer de la obra de Pedro López Lara. Convendría, para concluir, rememorar los últimos párrafos del cuento, que se cierra con el breve diálogo entre el protagonista y el cantor de los urnos:

En el curso del tiempo he sido muchos, pero ese torbellino fue un largo sueño. Lo esencial era la Palabra. Alguna vez descreí de ella. Me repetí que renunciar al hermoso juego de combinar palabras hermosas era insensato y que no hay por qué indagar una sola, acaso ilusoria. […].
Volví a la tierra de los urnos y me dio trabajo encontrar la casa del cantor. […].
—¿Qué te dio la primera mujer que tuviste? —me preguntó.
—Todo —le contesté.
—A mí también la vida me dio todo. A todos la vida les da todo, pero los más lo ignoran. Mi voz está cansada y mis dedos débiles, pero escúchame.
Dijo la palabra Undr, que quiere decir maravilla.
Me sentí arrebatado por el canto del hombre que moría, pero en su canto y en su acorde vi mis propios trabajos, la esclava que me dio el primer amor, los hombres que maté, las albas de frío, la aurora sobre el agua, los remos. Tomé el arpa y canté con una palabra distinta.
—Está bien —dijo el otro y tuve que acercarme para oírlo—. Me has entendido.

De los sentidos posibles, este —el intento de “decir” poéticamente la compleja maravilla que es la existencia— quizá sea el más prometedor, estéticamente hablando, para entender y poder apreciar en sus justos términos los poemas breves de Pedro López Lara. Eso sí, teniendo siempre en cuenta que, se adscriban a un subgénero o a otro, se busque su raigambre en una tradición o en otra, son, en sí mismos y por sí mismos, poemas sumamente disfrutables.

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