junio de 2025

‘Piel que tú encendiste’, de Carlos Doñamayor

Piel que tú encendiste
Carlos Doñamayor
Coleccion Tras la Puerta del Ayto. de Torrejón de Ardoz, 2025
94 págs.

Esbozar una reseña supone primero un compromiso, que se puede asumir desde la amistad o desde la profesionalidad, pero se hace con gusto y agradecimiento; y es que no solo se trata de un adeudo, sobre todo viniendo de quien viene, se nos plantea como un reto, aunque sabemos que no va a estar exento de subjetividad, para lo cual es necesaria una mirada profunda del texto, su intención y su sentido.

Hemos de mostrar en este espacio o así debemos intentarlo una visión escondida del autor, la imagen que se nos revela detrás de sus palabras.

Abriendo bien los ojos nos vamos a encontrar con un médico, de formación humanista, cuyo pensamiento se mueve entre el existencialismo, el escepticismo y la nostalgia, un mar demasiado turbulento, de cuyo oleaje surge el sentir poético como una tabla de salvación ante el naufragio, porque el poema le deja expresar con rotundidad y sin ligaduras lo que siente, aunque los más cercanos a veces no alcancen a comprenderlo.

Pero eso no importa, porque el poeta sostiene que hay que sentir, percibir la esencia y el aroma, sin necesidad de explicar el envoltorio, aunque en la “Piel que tú encendiste”, ya en el título queda plasmada la delicadeza de la obra, la pasión y el fuego que la alimenta. Una hoguera que, como el texto, va pasando por distintos estadios de calor y hielo, de frustración y esperanza, de oscuridad y de luz.

Y me pregunto: ¿Qué diferencia hay entre este itinerario de la obra y el camino de la vida?

Y es que este poemario es el reflejo de un segmento de la vida del poeta, en la que se nos manda por parte del autor abrir bien los ojos, para observar los bordes, las orillas del camino cuando pasa por el encuentro y juega con el tiempo y la nostalgia, porque “al salir del mar, tan desnuda, crees que no te conoce nadie. Sólo yo”. Y enseguida se deja sentir la tormenta del tiempo, porque “anteayer, —ya hace demasiado—, me viste, y rehuiste la mirada.  Me pregunto, ¿qué es una mirada?”. 

Avanzamos hasta llegar a la segunda estancia donde asoma la luz con estos versos: “acaricio tus labios en silencio como frescas granadas rojo y oro que derraman aromas de afrodita. (…) Emprendemos un lento intercambio, casi legítima defensa, pacientemente, ante un aire desmayado que lo afirma. Importa la intensidad y el oleaje, el encantamiento indefenso de los cuerpos sin desdeñar la fragilidad de las respuestas”.

No hace falta más que abrir la puerta para ver como destacan, como diamantes las caricias, el silencio, las granadas, el camino, un aire desmayado que lo afirma, tal vez en legítima defensa, porque, y esto lo señala al desnudo, importa la intensidad, el oleaje, el encantamiento indefenso de los cuerpos…

Es la lírica, con esas piedras talladas que construyen puentes.

Pasamos despacio hasta la tercera alcoba, es pequeña y tiene unas ventanas que solo dejan ver la luz de la tormenta. Las subraya y, va marcando las grietas de los puentes, las heridas en el alma con un bisturí fino que llega a lo profundo hasta cambiar el color del horizonte, cuando dice: “tienes razón, es otro, no es el mismo que soy, quien yace a tu lado, en el lecho caliente, vacío ya de sexo, con los ojos traslúcidos de afanes. Es otro en ese silencio de abismo y de balance minucioso que antecede a la tristeza, al entender lo que tu piel dice”.

Se ven ya las marcas de la ausencia, el abismo, el vacío, el silencio y la desgana. Es una habitación triste, mortecina en la que resuena la voz de la derrota, porque en ella el poeta es otro, el hombre es otro, “ojeroso, incrédulo y rendido, que tirita desnudo. (…) Avanzaba el frío en las tardes de rabia infernando la soledad, y te soñaba”.

A medida que avanzo, observo que es una casa grande, confortable y espaciosa, henchida de perfume auténtico, y me dice el autor que aún me quedan las últimas estancias a flor de la memoria, pintadas en el mismo tono, del color de la tristeza, dos habitaciones, una donde se refugia en el recuerdo y la última que la ha reservado a la añoranza.

El recuerdo de esas vivencias, que no acaban de irse de la memoria, se mantiene para inspirar al poeta, y escuchar su voz entrecortada cuando dice: “Me acompañaste en la contradicción, encendida, liviana, con argumentos cínicos, quebradiza, airosa y belleza flaca, esquivando lo peligroso. Castellana altiva de belleza inmaterial y otras astucias, de algo mucho menos que ilusorio, mito exigente de la catástrofe, quizás no fueras de Castilla.  ¿Dónde quedó tu sorpresa, tu espina de lo perverso, el instante de lo invulnerable? ¿Qué fue de tu infravestido verde, de tu liturgia y desenfreno de la inmediatez, de tu aversión a la realidad?”.

La mirada se vuelve hacia el pasado, sombrío presente que no pasa, bajo continuo que acompaña como un motete lánguido, chorreando lágrimas ocultas…

Solo queda la ausencia, la tristeza melancólica que provoca la lejanía, la ausencia y el silencio. Y escuchamos al autor:

“Cada despedida es un amor que acaba en una escombrera de besos y abrazos.  Luego es el recuerdo hermoso de un resplandor fugaz. Después no existe”.

Tras la lectura de “Piel que tú encendiste”, de Carlos Doñamayor Hernández, quiero quedarme con sus colores y el aroma, la intensidad de la mirada, la meticulosidad de los conceptos y la delicadeza de los versos. Espero que tras estas palabras el lector alcance a apreciar la profundidad de la obra y la sensibilidad de su autor.

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