abril de 2024 - VIII Año

La angélica Málaga, ciudad ingrávida  

A mi amigo el poeta Fernando García Román,
cicerone de excepción y guía de descarriados

No hay placer comparable al de patear una ciudad que no es la nuestra, sin rumbo y sin más equipaje que la encendida erótica de la mirada y la vaga cartografía de los pies como brújula. Ya Robert Walser nos aleccionaba sobre ello cuando escribía que un paseo está siempre lleno de importantes manifestaciones dignas de ver y de sentir, y no hacía más que sancionar las reflexiones del viejo Goethe atravesado por el delirio italiano:  “Pensar es más interesante que saber, pero menos interesante que mirar.” Si este voyeurismo es apasionante en cualquier capital, se hace especialmente embriagador en una ciudad como Málaga que se transmuta, por ese prodigioso milagro de la mirada, en intangible pero carnal Lady Godiva a lomos de un caballo hecho de sueños y recuerdos a partes iguales. Ni el pensamiento se hace en la boca como pretendía Tristan Tzara, ni el sedente Pensador de Rodin responde a la realidad como denunciara  certeramente Paco Umbral: el pensamiento tiene alas, como las de Mercurio, en los pies y como sabían los peripatéticos vuela a bordo de unas infatigables y andariegas sandalias. (…) Pie desnudo en el día. / Pie desnudo en la noche. Luna grande. Sol puro.

Empecemos, pues, nuestro periplo. Cuando se sube por la empinada Travesía del Pintor Nogales de la capital de la Costa del Sol, dejando el hermoso edificio neomudéjar del Rectorado, que diseñara el arquitecto Teodoro de Anasagasti, el paseante se da de bruces  donde las rutilantes paredes besan siempre/ a quienes siempre cruzan, hervidores en brillos con el poema de Vicente Aleixandre, ‘Ciudad del paraíso’, troquelado en unos paneles de madera Ikea que penden del muro, donde se pueden leer, en alusión a su ciudad de adopción, los versos antedichos y los que siguen: colgada del imponente monte, apenas detenida/ en tu vertical caída a las ondas azules,/ pareces reinar bajo el cielo, sobre las aguas,/ intermedia en los aires, como si una mano dichosa/ te hubiera retenido, un momento de gloria,/ antes de hundirte para siempre en las olas amantes. Sólo será preciso seguir ascendiendo para coronar la explanada en la que el filósofo judío Salomón Ibn Gabirol, frente a la Alcazaba, parece atender las mesitas atestadas de turistas y servir los cafés en el célebre El Pimpi – ¡“una nube”, por favor, chico!- para que podamos adentrarnos ya en el laberinto de sus calles ingrávidas, calles apenas, leves, musicales, de trazado medieval con su embrujo, llenas de sueños baudelaireianos.

La inexorable intuición de las pisadas nos ha de llevar a la fachada de uno de estos callejones angostos donde el ayuntamiento ha estampado con acierto unos grafitis de un versículo extraido de uno de los Rubaiyat de Omar Khayyam: No te preocupes por el ayer: / ha pasado…/ No te angusties por el mañana: / aún no llega…/ Vive, pues, sin nostalgia ni esperanza: / tu única posesión es el instante. Instante que aquí se llena de eterna fugacidad como un odre roto.

Entonces el paseante solitario y pensativo alcanza una singular embriaguez con esta universal comunión del flâneur parisino que el poeta persa ya barruntaba en su apología a las excelencias flotantes de otras ebriedades más prosaicas, como después hará también el francés con su recomendación expresa en  pasajes tan apasionantes como este: Hay que estar siempre ebrio. Nada más; esta es toda la cuestión. Para no sentir el peso horrible del tiempo, que os quiebra la espalda y os inclina hacia el suelo, tenéis que embriagaros sin parar. ¿De qué? De vino, de poesía o de virtud, como queráis. Pero embriagaos.

Si la casualidad, al decir del fogoso Friedrich Schiller, no existe, y lo que se nos presenta como azar surge de las fuentes más profundas tendremos que convenir que entonces nuestros pasos nos han traído hasta aquí para echarnos en brazos del filósofo Avicena a través del lúcido canto lírico de su compatriota. Porque la imagen de la ciudad voladora entre monte y abismo del inquilino de Velintonia nos ha de evocar por fuerza la idea del hombre flotante del médico de Bujará, que no sólo influye decisivamente en el corpus poético de Khayyam, sino que dará un impulso a la cultura medieval compensando con creces el declive de la Europa cristiana con nombres como el citado Gabirol y sus continuadores, los sabios Avempace, Maimónides o Averroes que mantendrán vivo el saber y el sabor clásicos en nuestra geografía y sentarán las bases para los debates filosóficos, teológicos y científicos que cristalizarán en la revolución cultural de la Europa moderna.

Si el experimento teórico de Avicena tenía por objetivo demostrar que esa hipotética persona sin contacto con el mundo sensible, si bien no sería consciente de su propio cuerpo físico, sí lo sería por el contrario de poseer una mente al no tener comprometido su raciocinio, tal conclusión será extensiva y le cabría también, pues, a la ciudad como ente vivo que la dota de una autoconsciencia donde allí el cielo eras tú, ciudad que en él morabas. / Ciudad que en él volabas con tus alas abiertas.

En el cercano Museo de la Aduana, frente por frente a los febles tableros del panel aleixandrino, el cuadro estrella de la colección es el óleo del eximio pintor Enrique Simonet y Lombardo titulado Y tenía corazón. En él vemos a un médico que acaba de practicar una autopsia al cadáver de una hermosa joven: ¡Otra Lady Godiva que en este caso ha cambiado el impetuoso corcel blanco por la fría mesa de disección de una morgue! La víscera casi palpitante que el anatomopatólogo, que por cierto tiene el perfil judío de Ibn Gabirol, exhibe en su mano izquierda como un trofeo, curiosamente está en la misma situación de ingravidez como metáfora elocuente de ese tránsito angélico de lo carnal efímero a lo olímpico eterno. Por supuesto, a esta ventana se irán asomando tantos Peeping Tom como tickets sean capaces de repartir en las taquillas de la entrada.

Recordemos que si Ibn Sina, nombre original del latinizado Avicena, anticipa el cogito ergo sum del racionalista Descartes, la figura de Gabirol -aquí llamado Avicebrón-  a través de su obra La fuente de la vida servirá de catalizador a la tradición neoplatónica para acabar conectando con la ética del filósofo holandés de origen sefardita Baruch Spinoza. ¡De aquellos venerables polvos de antaño vienen estos fértiles lodos de hogaño! Así pues, ellos serán –sin ninguna solemnidad- los que van a cortar, tijeras en ristre, la cinta del acto de  inauguración nada más y nada menos que… del Salón de la Modernidad.

A su vez el universo del filósofo-médico persa está poblado por una cohorte de ángeles que volarán infalibles –surcando el cielo vía Rilke- para posarse en la ciudad angélica que, más alta que el mar, presides sus espumas de Aleixandre, y sobrevolarán asimismo el tratado-poemario cuasientomológico Sobre los ángeles de Alberti, que se identifica con su homónimo el arcángel Rafael, aunque el gaditano concluya cantando que Todos los ángeles perdieron la vida. / Menos uno, herido, alicortado.  Sin duda este se refugiará bajo la parafernalia mediterránea, geométrica, mística y gnóstica del filósofo Eugenio D´Ors. El ojo únicamente ve entre ciertos límites de luz: más abajo, la oscuridad; más arriba, el deslumbramiento. Lo subconsciente radica en lo corporal. Lo sobreconsciente, en lo angélico se nutre; sustantivado en aquella entidad dicha «Angel de la Guarda» y que Sócrates, al oír interiormente su voz, denominaba Daimon.

Esas miríadas de ángeles de Avicena, diezmados en ese milenario ángel alicortado, transido de orfandad  de Alberti, volverá a resucitar innumerables veces, cual promisoria ave fénix, ya sea en la Suite del ángel de Astor Piazzolla donde  la música acompaña la historia de aquel que intenta curar los espíritus rotos de los humanos en una vivienda de Buenos Aires, sólo para morir en una pelea a cuchillo, ya sea en la trilogía fílmica de Adolfo Arrieta donde velará a un niño con evidentes resonancias dorsianas en una atmósfera mágica propia del mejor Cocteau o bien bajo la máscara del actor Bruno Ganz de la mano del director de cine Wim Wenders para su hermoso film El cielo sobre Berlín

A su vez, la categoría de lo ingrávido del superrealismo del autor de Espadas como labios tendrá un paralelismo plástico en el cuadro Castillo de los Pirineos de René Magritte en el que una roca flotante sustenta una ciudadela fortificada entre el cielo y el mar. Conocida es la fascinación que el pintor sentía por estas imágenes que a modo de alucinación hipnagógica pueblan sus telas. ¿Otra Málaga soñada por la mente juguetona y díscola del artista belga? Pero no hay que irse tan lejos. De Picasso disponemos, en su cercano museo local, de  unas obras de su período neoclasicista donde el malagueño se complace en retratar a los miembros de su familia, su hijo Paulo entre otros, en las que sus rostros levitan sobre un éter indefinido que les otorga también la apariencia de idealizadas cabezas voladoras.

El concepto de mundo angélico como mediador entre el cielo y la tierra vendrá a dar sustento al edificio intelectual de otro “gran poeta del 27” llamado Salvador Dalí que en su clarividente paranoia crítica defiende la verticalidad, y aquí extiende tal dimensión a toda la cultura española, cuyos polos, el telúrico y el espiritual, la recorren de cabo a rabo como una suerte de médula ósea. Y si no, ahí están para demostrarlo la novela picaresca desde El lazarillo y la poesía mística desde San Juan de la Cruz, o el submarino de Peral y el autogiro de La Cierva, en el ámbito técnico. No otra cosa es El Quijote, con los dos arquetipos en las sempiternas contrafiguras de Sancho y Quijano. Verticalidad que bien puede, en oportuno giro copernicano, adoptar en su opuesto la intangible línea del horizonte para dividir y/o unir los azules incorpóreos del cielo y el mar malagueños en su abrazo místico angelical, como ansía el pintor ampurdanés al pintar Dalí a los seis años, cuando creía ser una niña, levantando la piel del agua para ver a un perro que duerme a la sombra del mar.

Cuando el inefable humorista Cassen, espléndido en el Plácido de Berlanga, pida en uno de sus sketches de humor blanco a uno de los chavales, nueva edición del Jaimito de los chistes de la posguerra, que le diga qué tipo de acento lleva Málaga, el avispado chiquillo no se cortará un pelo y le responderá a la seño, con proverbial desparpajo, que Málaga sólo tiene un indiscutible acento andaluz, y no le faltará razón al listillo golfete de marras. Los poetas Emilio Prados y Manuel Altolaguirre ya lo sabían de sobra y por ello con la antigua imprenta Sur editarán una revista a la que llaman Litoral, porque qué otro litoral era posible más que el andaluz.   Y por enésima vez el mundo angélico malagueño viene a mediar casi por ensalmo salvando el hiato en este caso del tiempo. Como es bien sabido, la imprenta tendrá dos momentos brillantes, el primero en la segunda mitad de los años veinte con la publicación de la mejor poesía de su generación y el segundo en la posguerra, ya con el nombre de Dardo desde 1941. Ángel Caffarena  -¡otro ángel tutelar!-, sobrino de Prados, continúa la saga familiar a partir de los años 50 con su recién abierta Librería Anticuaria, y acoge su sello editorial El Guadalhorce en esa misma imprenta artesanal.

Las señas de identidad del que podemos llamar con absoluta propiedad ‘estilo malagueño’ de edición que concede protagonismo a los blancos en cada página, que compone cada cuartilla con exquisito primor y precisión áurea y que hace de las capitulares una cuestión de principios, vincula de nuevo el diseño tipográfico a esa idea límpida de la ingravidez angélica endémica y edénica. Y no se puede soslayar tampoco la vinculación ética y estética de la empresa a la poesía pura de JRJ, a través de su finísima labor editorial.

Así pues, dos épocas que saltan milagrosamente por encima del corte abrupto de la guerra civil como si esa legión de potencias híbridas tendiera un puente para que la tradición no se interrumpa. Y ese mismo aire andaluz por fuerza tenía que imponer a la sede de la imprenta su natural forma de barco, de bajel mediterráneo con sus barandas, salvavidas, faroles, vigas de azul y blanco, cartas marítimas, cajas de galletas y vino para los naufragios. (…) Entre otras cosas, teníamos en un rincón una escafandra de buzo y en la vitrina una mano de madera articulada, de las que sirven para agrandar los guantes, en palabras del gran Altolaguirre, el poeta alto del dúo dinámico.

Si consideramos la famosa frase de Goethe, “Vedi  Napoli e poi muori”,  que pronunció después de visitar Pompeya, y que anotó concienzudamente en su Viaje a Italia, podemos vaticinar lo que hubiera sentido el bardo alemán si se hubiera abismado por las calles ingrávidas de Málaga. Con toda seguridad le habría arrebatado a Stendhal el honor de darle nombre a un síndrome que hoy por hoy nos sigue aquejando de vez en vez cuando tocamos el mundo angélico de la Belleza con la punta de los dedos o mejor, de las pupilas y a estricto golpe de calcetín.

Jardines, flores. Mar alentado como un brazo que anhela
a la ciudad voladora entre monte y abismo,
blanca en los aires, con calidad de pájaro suspenso
que nunca arriba. ¡Oh ciudad no en la tierra! 

Bajo esta advocación del poeta casi estamos a punto de pisar los umbrales de la Jerusalén celeste de San Agustín… Topos mítico que, en feliz utopía, hace posible el oxímoron de una Málaga celestial, de una personal ciudad interior. Civitate Dei.

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