agosto de 2025

EL ECO Y SU SOMBRA / Un corazón solitario

Fotografía de Marina Sogo

Salvo en el verano, aun a riesgo de que se indisciplinen, cuando dan asilo y frescor, no son de fiar las sombras. Han ocupado la literatura del mal, han manifestado tercamente la inclinación a su fomento. Se las mira sin que se sepa bien qué pensar de ellas o lo sabemos de un modo ominoso y certero. No sabemos si habrá que precaverse y no tentar su malicia o si convenir que no nos harán daño alguno y todo es delirio de poetas y sacerdotes, que vieron en ellas el país de las admoniciones y de las metáforas, la sugerencia de las tinieblas. Las que menos se aprecian son las que proyecta uno mismo. Van a nuestro paso, conviven con nosotros, nos acompañan al modo en que lo hace el latido del corazón o el rumor del aire en el pecho. Tienen el corazón un registro perfecto de lo que hacemos y de lo que no. La sombra, más tímida, de menor rango sentimental, no se prodiga mucho, pero siempre está ahí. Se prefiere taimada. Espera, cauta. Solo precisa que la anime el sol.

El corazón es una sombra privada. Hay veces en que lo sobresaltamos, le damos caña a conciencia, lo ponemos a brincar como si se acabase el mundo. Otras, cuando se apacigua, olvidamos que existe, no le damos el afecto que solicita. Hace unos días, volviendo de la playa, cargado de sombrillas, sillas y bolsas con toallas y cremas, me asombraron (permitid el verbo) los dos, la sombra y el corazón. Una me perseguía o me tutelaba, no sé bien. El otro me hacía pensar que tengo un cuerpo y que, en ocasiones, habla, conversa conmigo, me exige que le preste atención y aminore el paso o que lo apremie y someta a una tralla severa. Igual ambos se esmeran en decirme algo. No es una didáctica, ni un aviso al que uno vuelva, cuando se ha recuperado y recobrado el aliento. Se olvidan pronto esos avisos, se los aplaza indefinidamente, como si tuviéramos dos corazones y uno pudiera sacrificarse y seguir afiliado a los vicios, los que lo fustigan, todos los que lo van deteriorando (y entusiasmado a veces) hasta que revienta y se para.

Ilustración de Eugenio Rivera

Así que uno no hace deporte, ni deja de fumar (ay), ni controla las carnes rojas, ni toma interés en ese escrutinio íntimo que consiste en medir cómo andamos del colesterol malo o de la tensión, y la sombra que damos al pasear persevera y la luz es un temblor en el aire. Está ahí la sombra en todo momento, es nuestra de un modo absolutamente constante. La mía de hoy ha sido disuasoria: no era yo, no estaba yo dibujado en sus trazos. No la sentí propia. No hay nada más democrático que las sombras. Ni tampoco nada tan liviano, de tan escaso o estricto peso emocional, según las circunstancias, pero las sombras de los demás nos intimidan, hacen que zozobremos y sintamos la intriga de no saber qué ocultan. En cierto modo, el corazón es también una sombra, procede con su artera maquinaria, caza sin que se sepa qué pieza busca. Será finalmente el cazador solitario que daba título a la estupenda novela de Carson McCullers, leída hace un siglo. Lo otro, la parte romántica, esa en la que el corazón es la válvula que regula el flujo del amor queda para otro escrito. Ya lo habré escrito y solo trazaré un apunte nuevo.

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