
Uno peca por desconocimiento. No se tiene un prontuario de faltas. Algunas en la que incurrimos no las advertimos, obramos con cándida ignorancia, sin deseo verdadero de caer en ellas. La mayoría de las veces no se peca adrede, no interviene la voluntad de esa delincuencia del espíritu: son los otros los que nos explican la falta que cometimos, no advertida por quien la comete, no por el que atenta contra los preceptos de la moral o contra las leyes de la iglesia. La moralidad es una construcción frágil, no se ha avenido nunca a un consenso, se ha redactado con caligrafía ilegible, con intereses bastardos, con propósitos extraños. Es más fácil pecar en domingo, que es cuando el creyente va más obligadamente a misa y se expone con mayor riesgo a que le reprendan o a que se le exhorte a que confiese sus distracciones espirituales o sus perversiones más íntimas. El acto de contarle a un perfecto desconocido lo que consideras que hiciste mal denota un entusiasta desprendimiento, una disciplinada creencia en la bondad de las personas o en la diligencia de Dios al escucharte. Creer que esa persona es el medio por el cual se te perdonarán tus excesos es una especie de licencia poética.
Siempre pensé que podría arrimarse el mismo Dios y escuchar lo que le confío, no un intermediario, un improvisado escuchante de las miserias que te ocupen el corazón y deseen íntimamente ser sancionadas y más tarde condonadas. Mi pecado lo conoce otro, mi pecado no es una cosa ya enteramente mía, pensarán los pecadores. Si he obrado de mala fe (suele decirse así) o he cometido alguna acción contraria a las leyes divinas o las de los hombres, uno podría sincerarse con un amigo o con un familiar, alguien a quien aprecie o de quien espere un buen consejo o un consuelo. El hilo invisible que une al sacerdote con la divinidad es sustancialmente otro al que me une a mí con ella, podría también pensarse. Todo ello en el caso de que exista ese hilo u otro de más arduo procesamiento: el de si existe la divinidad.
Un amigo mío, al que veo poco o casi nada, decía que no tenía conciencia alguna de que pecaba hasta que pisaba una iglesia. Era ahí en donde se le venía abajo la felicidad (ilusoria y frágil) que había creído tener de lunes a sábado. Éramos jóvenes entonces y ya empezábamos a contarnos las cosas del mundo a nuestra inocente manera. Se nos ocurría invitar a Dios a la charla, nos ocupábamos muy seriamente de su presencia, ya fuese para abrazarlo (era una opción) o de repudiarlo (era otra, tal vez más aplaudida o aceptada). Todos somos teólogos y no se precisa el concurso de la fe para ejercer dicho cargo.
A Borges le fascinaba esa voluntad mística. También a Chesterton, que recuerde ahora. La ciencia (decía el bueno de Chesterton) es como una suma: es exacta o es falsa, no existe un término medio que podamos usar, ni propósito al que pueda servir. La fe, bien al contrario, no trabaja con la verdad o con su reverso: se limita a persuadir o a convencer y luego hace el resto del trabajo hasta que toda el ser persuadido o convencido cree de un modo infatigable, ajeno al decaimiento, sólido como una viga de hierro que creciese voluntariosamente hasta el mismísimo cielo. Su maquinaria es secreta; su desempeño, inasible. Chesterton decía de sí mismo lo que yo estaría más que dispuesto a decir de mí ahora mismo, si me lo pidieran: soy una persona falible, soy de una simpleza rayana en la estupidez. No hay otra manera de manejar estos asuntos si no con la humildad del que no sabe o con el respeto del que, por mucho que crea saber, reconoce que no sabe nada aún todavía.
Admiro a quien se confiesa en la certeza de que hay un hilo invisible que se iza mágicamente a las alturas inmarcesibles y que Dios lo escucha a través de las orejas de un señor que, circunspecto y cariacontecido, un profesional en lo suyo, imagino, se apresta a ser el depósito de todo ese mal recién vertido, como si fuese un desagüe emocional, una especie de sumidero del alma. Hay cosas que no entiendo, de las que tal vez debiera no hablar o no hacerlo sin dejar antes claro que se está al margen o que sólo se refiere uno a ellas de oídas, sin que exista un vínculo, sin que hayamos sido llamados a comparecer, ni a hacer comentario alguno. Pero sin embargo está uno decidido a no estarse quieto y basta ver al párroco atender a su feligresía para que vengan a la memoria las charlas de la juventud, cuando Dios era una autoridad y se hablaba con reparo de sus cosas.
No hay palabra que haya peor usada que Dios, no ha tenido casi nadie prudencia a la hora de mencionarla, se ha tomado (con el dolor de los fieles) su nombre en vano. No son esas las cosas en las que ahora deseo pensar. Sólo he pensado en Borges y en Chesterton y en ese amigo que decía que la misa era una cosa de domingos, siempre que te trajearas bien (no siempre es así, en eso no estoy de acuerdo enteramente con él) y que llevaras un buen manojo de pecados con los que participar en el festín del espíritu. Siempre hay alguno del que informar, siempre está el alma al borde de precipitarse en el caos, siempre hay un infierno que nos invita a que visitemos sus estancias.
Mi infierno es el previsible, no únicamente mío, distinguible del ajeno, ocupado por distintos demonios o huérfano de los mismos ángeles. No hay quien se haya librado de portar el suyo. Por más que el deseo de zafarse de su abrazo es legítimo, él acude y nos arruina la esperanza. De él podría contar la intimidad de sus moradas, la elocuencia de sus imágenes. Me asaltan a su antojadizo capricho, las desoigo al aprendido mío. Sé de su ardor y él de mi paradójico deseo de no hacer aprecio al fuego con el que me amedrenta. Es de lejanías ese fuego, de humo que no nubla en exceso la mirada. No creo haberme descarriado en demasía, aunque convenga y hasta se anhele cierta incorrección, un pecar con entero dominio, un confiar en la levedad de la amonestación que se nos aplique o, caso de que sea severa, no tener que sufrir más de lo esperable.
Todo exceso engendra un peaje. Algunos, los de índole espiritual con mayor empeño, desangelan inextricablemente el ánimo, nos abaten con su tañido luctuoso de campanas. Las del infierno son de imaginería del rock, me atrevo a consignar. Doblan por todos, añado sin originalidad. La campana es una llamada. Hay invocaciones deliciosamente poéticas en las Sagradas Escrituras, invocaciones de la judicatura del alma apetente de fe. He aquí un detalle: “Tenme piedad, oh Dios, según tu amor por tu inmensa ternura borra mi delito, lávame a fondo de mi culpa, y de mi pecado purifícame”. La adquisición de la pureza es ardua y, pensada con cierto egoísmo, inútil.