noviembre de 2025

EL ECO Y SU SOMBRA / Una moneda

Fotografía de Marina Sogo

Cara

De viajar lo que me sigue fascinando es la posibilidad de que pasees calles que no conoces sin que nadie te conozca o sin conocer a nadie. El verbo repetido es lícito: el conocimiento es un lastre, un yunque entre los brazos. Esa sensación de anonimato absoluto es impagable. Te hace sentir que asistes a una especie de representación extraordinaria de la realidad, que ha devenido en novedad o que ha sido cancelada al modo en que sucede en la literatura al sentir que nada de lo que se está leyendo nos concierne y, sin embargo, no hay nada que pueda comprenderse mejor, amarse más. También el atrezo (todo lo que te circunda, cada pequeña cosa que existe y puedes percibir) subscribe ese deseo. Como no puede uno salirse de lo que es, ni quizá convenga, no sé, se refugia en esa ficción, en la aventura de entrar en lo que no nos pertenece. Sirve viajar para que suceda una purga. La idea de salir de casa procede precisamente de esa disposición anímica. Lo de cerrar los ojos a lo real y abrirlos a lo fabulado no funciona a satisfacción plena. Se cierran un rato, se tiene la certidumbre de que no ven, pero no es un acto natural. Luego se abren a espuertas, con loca ansia, y, una vez abiertos, la realidad prorrumpe en tropel, como si deseara ponerte al día de todo cuanto has decidido pausar. Te atiborras de información, te saturas. En todo caso, la vida sigue siempre y el asombro (el bendito asombro) la lleva de la mano. Ahora vamos al domingo, a ver qué dice. De estar hoy inspirado, que no es el caso, dedicaría la mañana a escribir. Pondría a Bill Evans, abriría la ventana y dejaría que el sol acabara por importunarme. Me recrearía viendo crecer las flores del patio o las del balcón. Hace calor todavía, no el calor que hace pensar en el calor, pero queda una rémora, una especie de epílogo. Ni ha venido el frío habitual de noviembre. No hay matrimonio entre la creatividad y el calor. Soy de frío, me siento bien en el frío, hago mejor las cosas si me rodea el frío. Las que haga bien. Algunas. En verano, paseo con absoluta destreza. Pasear es viajar en pequeñito. Hay paseos que contienen la misma robusta perplejidad que la suscitada por viajes a países lejanos. En mis mejores paseos, no me refiero a darle la vuelta al pueblo o a ir al supermercado más alejada de casa, por hacer piernas, parezco un personaje de una novela de esas en donde no pasa nada. Cientos de páginas en donde no ocurre nada relevante, sólo el tráfago limpio de las horas, la constatación de que el tiempo es el que escribe las cosas que más importan. Me encanta pasear y luego volver a casa. Si no tuviera casa, no pondría un pie en la calle, creo que me entienden.

Cruz

Los días en la casa son de una convalecencia sublime. Me repongo del exterior, que suele contrariarme, dejarme exhausto o decepcionado. Aquí tengo lo que mi anhelo fragua para que el tiempo no duela. Y, sin embargo, echo de menos dejar mi casa unos días y probar a creer que volveré más feliz y me diré: «Has salido para poder volver, te has ido para que tenga sentido el regreso». En lo que a mí respecta, no pienso viajar nunca más. Se está bien en casa. Hay una maceta en la terraza que riego a diario, me gustan las flores del patio. Les pongo un sexteto de cuerda de Brahms o piezas del trío de Bill Evans. Ellas crecen alegremente. Me gusta pensar que a las flores les encanta Brahms y Evans. En algún país lejano habrá alguien que viaje continuamente y no tenga macetas en el patio, en el balcón, a las que les arrime música de cámara y piezas de cinco minutos de jazz. Es un mecanismo de compensación.

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Archivo Entreletras

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