Mi querida amiga, me hubiese gustado estar en las Rozas contigo, unas horas antes: tal vez hubiera podido evitar la tragedia. Cuando me enteré ya era tarde y, nada más volver del exilio en Francia, le pregunté a tus hermanos por ti. Pedro calló durante un largo rato, luego Julián me contó entre lágrimas lo que había pasado y me dijo que ya no quedaba nada de ti.
Yo sentí entonces la necesidad de correr a aquel cementerio y sentarme sobre tu tumba, para hablar contigo como lo habíamos hecho antes. Pero me quedé helada al enterarme de que, durante la maldita guerra, sólo cayó una bomba en el cementerio de Las Rozas y destrozó sólo una tumba. La tuya.
No me quedaba nada de ti, solo el recuerdo, un maravilloso recuerdo de una niña tallando en el bloque de yeso una pareja de enamorados. Tu decías que eran Adán y Eva, pero yo supe siempre que no eran ellos. Esta es una escultura de las pocas tuyas que se salvaron. No sé dónde estará, pero —aunque me cueste— tengo que encontrarla. Necesito volver a sentir la suavidad de tus manos.
¿Te habló alguna vez tu hermana Consuelo de la cicatriz que dejaste en el rostro de tu madre cuando al fin consiguió soltarte, al comprobar que ya no corrías peligro? Ella la miraba con cierta envidia. Tardó mucho en desaparecer. Tal vez aún estaba cuando descubriste la prosa poética de Tagore “¿El jardinero?”, y a su traductora, Zenobia Camprubí.
Fue por entonces cuando empezaste a frecuentar de la mano de tu padre el Teatro de la Ópera, el Ateneo, el Círculo de Bellas Artes. Eras aún demasiado pequeña cuando comenzaste a preguntarte por qué no había escritoras… por qué no había pintoras. Y callabas buscando en el silencio la respuesta.
He buscado desde hace mucho tiempo un cuento que se titula “El niño curioso”. ¿Tenías entonces siete años, pero lo escribiste tú, o fue tu hermana Consuelo y tú le pusiste los dibujos?
Aquella tarde, como otras muchas, Margot, tu madre, os había pedido que escribierais y dibujaseis un cuento para merendar y tú escribiste y dibujaste “Canciones de niño”. Y tanto le gustó a tu padre, que era general, que debió enseñárselo a un amigo suyo, un piloto francés al que le gustaba escribir cuentos infantiles, que se llamaba Antoine de Saint-Exupéry.
Eran tiempos en los que acudías, con tus padres, a conciertos, charlas y exposiciones, en los que devorabas todas las expresiones artísticas que se te ponían a tu paso, en los que bebíais arte desaforadamente, como correspondía a unas niñas de una distinguida clase social como la vuestra.
He saltado como tú lo hacías. Ahora tienes veintidós años y ya siento cómo corren intensamente por tus venas las horas y los días de aquel año en el que con tus manos creadoras modelas como una diosa, aquel abrazo deseado entre el poema de Adán y la escultura de Eva. Es un arduo trabajo en un yeso tan frágil, que no llega a materializarse como tú hubieras querido. Pero no te rindes hasta que consigues modelar la cabeza de Zenobia, tu rival.

Recuerdo con tristeza su voz cuando te llamó. “¡Ya viene la niña!”, le dijo Juan Ramón el poeta a Zenobita aquel jueves, 28 de julio de 1932. Tenías 24 años y aquella mañana llevabas los ojos punteados de piedra: “Tal vez traiga pasteles o cintas de colores para ti”. Y es que tú siempre tenías algún detalle para Zenobia Camprubí, porque al fin ella había accedido a que esculpieras el genio que se escondía en su cabeza. Pero esa mañana solo llevabas una carpeta amarilla en la que guardabas tu secreto y tu tragedia: “No lo leas ahora” —fueron tus últimas palabras para él— “… Y es que… Ya no quiero vivir sin ti… no… ya no puedo vivir sin ti… tú, como sí puedes vivir sin mí… debes vivir sin mí…”. Y te fuiste corriendo al Parque del Retiro; sé que luego un taxi te llevó hasta tu casa en Las Rozas y allí acabaste con tu vida con la pistola de tu padre.
No alcanzo a ver cómo corría el coche del poeta Juan Ramón, camino del hospital, al enterarse de tu locura, pero siento el calor ácido de las lágrimas en sus ojos al contemplarte tendida en aquella camilla, más cerca ya de las sombras que de las luces; al menos, al final estuvo allí contigo, aunque no sé si llegaste a enterarte.
En aquel momento, Juan de Ávalos —el autor de la basílica de Cuelgamuros—, que estaba locamente enamorado de ti, se desmayó. Lo mismo debió pasarle a Victorio Macho —a él también le gustabas— y a tu padre, el general de ingenieros, Don Julián Gil Clemente. Pero seguro que al que no habría sorprendido tanto tu reacción es a tu tío Mauricio.
Claro que sabes por qué. Él se había ennoviado de Maruja Mallo, tu amiga, y tuvieron un accidente. Él la creyó muerta y se suicidó. ¿Lo recuerdas? Como tú también murió de amor.
Aquella misma tarde, Juan Ramón Jiménez —tu poeta— mandó construir un aparador de roble, que colocó en un rincón del salón de su casa, en la calle Padilla número 38, y sobre él puso el busto de Zenobita, su amor —esculpido por ti—, por aquella niña que no pudo vivir sin él.