
Corría el año 1950, justo a la mitad de siglo XX, lo que no deja de ser una fortuna para un despistado como yo porque, al acabar en 0, me es fácil recordar los que cumplo: siempre terminan en el mismo número que el año. Pero más allá de semejante simpleza, aquel año tiene otras curiosidades que me apetece recordar. Son por el estilo de las que tiene cualquier año, ni mejores ni peores. Busque cada cual las suyas y verán qué risa.
Fue justo cuando se terminó la Torre de España, en la plaza del mismo nombre, que pasó a ser el edificio más alto de Madrid, aunque ahora se haya quedado pequeño, como en su día se quedó el edificio de Telefónica de la Gran Vía, que ya ha entrado en la categoría de los canijos.
En aquel 1950 se incorporó a Madrid el pueblo de Vallecas, que durante siglos había sido uno de los graneros de Madrid, fabricando pan en sus más de setenta tahonas. Una de ellas, al parecer fue en su día de un francés, de nombre François Malesange, que se españolizó como Francisco Malasaña, y cuyo hijo Juan terminó trasladándose a la calle de San Andrés, en el barrio de Maravillas, donde murió junto a su hija Manuela luchando contra los invasores paisanos del abuelo Paco. Seguro que a alguien le suena.
No sólo Vallecas, también en 1950 y sus alrededores se incorporaron a Madrid los pueblos de Barajas, Canillas, Canillejas, Vicálvaro, Hortaleza, Villaverde, los Carabancheles Alto y Bajo, Aravaca, El Pardo, Fuencarral, Chamartín de la Rosa, el viejo asentamiento militar de Tetuán y lo que luego sería Ciudad Lineal. Es decir, que Madrid empezó a extender seudópodos y a crecer de forma espectacular.
Fue año de numerosos avistamientos de OVNIS, aunque no consta que ningún extraterrestre se instalase en los nuevos barrios perimetrales.
Terminó también entonces la remodelación del Teatro Real, comenzó la maldita guerra de Corea y se fundó en España la empresa automovilística SEAT. Hablando de coches, fue el año del primer Gran Premio de Fórmula 1 de la historia, en Silverstone, Inglaterra, que ganó el italiano Giuseppe Farina.
Ya metidos en harina —perdón por el chiste fácil, pero los panaderos vallecanos y el Farina me lo pedían a gritos— aquel año el Papa Pío XII aprobó el Opus Dei ¡vaya por dios!
Y para colmo de efeméride grande, la magnífica Celia Cruz comenzó, casi acabando el año, su carrera musical, con el conjunto Sonora Matancera, cantando aquello de:
…Cao, cao, cao
Maní picao, cao, cao
[…]
A mí qué me importa
Cao, cao
Ay, yo vivo mi vida
Cao, cao
A ti qué te importa
Cao, cao…
Como se puede ver, esa del «Cao, cao, maní picao» era una salsa de las de toma pan y moja.
Pero hubo algo muy especial en aquella mitad del siglo en que a mí me trajeron al mundo. Ese mismo año nació Angolina que era, según anunciaron los periódicos, una gata con alas. Juan Priego, el portero de la finca al que el dueño de la minina, Carlos Pérez de Vera, encargó su cuidado le cambió el nombre por Pitusa, pero los periódicos siguieron llamándola Angolina.
Era sin duda una gata, por especie y por madrileña, con esa deformación llamada astenia cutánea felina o piel débil, relacionada al parecer con el síndrome de Ehlers-Danlos que padecen algunos humanos; en definitiva un problema de colágeno.
La noticia surgió entre la primavera y el verano y ya se sabe que en esa etapa del año escasean otras noticias.
Los guardias tuvieron que vigilar la casa donde vivía Angolina por los curiosos que querían verla, los periodistas ansiosos de noticias raras y hasta los chalados que pretendían matarla por ser un bicho que suponían diabólico. Los diarios Informaciones y ABC se pusieron las botas hablando de la gata maravillosa. Hasta el dibujante Asirio dibujó a un gato paseando orgulloso por los tejados madrileños mientras dos gatitas lo admiraban por ser el novio de la gata de angora con alas.
Se escribió que Angolina era la Greta Garbo de los felinos aéreos de Madrid. No me explico bien por qué, ya que la actriz sueca, posiblemente el rostro más hermoso que haya aparecido en una pantalla, andaba aquel año totalmente retirada, viviendo aislada y con muy pocas ganas de volar. Hasta tal punto que su última entrevista fue la más rápida de la historia: el periodista comenzó diciendo «Yo me pregunto…» y ella contestó: «Para qué preguntarse», dio media vuelta y se marchó.
Seguro que la preciosa Angolina, harta de la prensa, hubiera dicho miau y se hubiese largado con la Garbo a Nueva York.; Y yo, de no haber sido un monigote recién nacido, también me hubiera ido, que estaba su apartamento al lado de Central Park, y los tres hubiéramos paseado por el parque, escondiéndonos de los paparazzis, admirando el Castillo Belvedere y hablando de tonterías humanas y gatunas.