junio de 2025

Libertad y egolatría

Ilustración de Eugenio Rivera

Cada profesión corre el riesgo de convertirse en el enfoque absoluto con el que comprender y ordenar la realidad…, de los demás.

Los médicos condicionan no sólo la alimentación sino los hábitos de descanso, las posturas físicas, el ejercicio que hay que realizar y hasta las prendas de vestir; medican todo, incluso preventivamente. Son las imposiciones de los saberes técnicos y científicos.  De todos modos, enfermamos, aunque sea después: y no obstante, somos libres.

Los abogados se entrometen por todas las rendijas de la vida y nos empapelan con tasas, tributos, multas, prestaciones impositivas indirectas, órdenes, reglamentos, decretos, leyes para que obedezcamos. Detrás de cada acción personal, hay un abogado regulador condicionando la actividad. Acatamos sin remedio las restricciones burocráticas y, no obstante, nos sentimos libres.

En el concurso acosador no podían faltar los políticos, politizando la vida social, sea en un concurso de creatividad como eurovisión, sea en un foro, altivo e inútil como la ONU, sea en un barroco funeral. Todo queda sometido a la inteligencia política y sus intereses. Los admiramos, nos idiotizamos y, no obstante, los votamos libres.

Cada ingeniero inventa utensilios y medios para mejorar la calidad de vida propia y de los otros y, a veces, sus ingenios exigen adquirir antes una habilidad de uso compleja, que requiere tener in mente un protocolo, un manual o una guía que, a su vez, son intrincados e incluso vienen salpimentados con términos en inglés, o neologismos inventados por el propio ingeniero. Soñamos con la mejora, cumplimos la normativa y, no obstante, lo hacemos libres.

No pueden faltar los psicólogos que proclaman el condicionamiento clásico (Pavlov) como pauta de adiestramiento y luego añaden el condicionamiento instrumental (Skinner) en el que colabora el sujeto y el condicionamiento social (Bandura) o todos a una, sobre los cuales reinan las determinaciones que impone el inconsciente individual (Freud) y el colectivo (Jung), dejando al individuo corito de libertad. Son las determinaciones del saber experimental y empírico; pensamos y sentimos según proceda y, no obstante, nos consideramos libres.

El mayor órdago lo ponen los moralistas, que no sólo escrutan hechos, también se entrometen en los pensamientos, intenciones y deseos habidos, por efímeros y fútiles que hayan sido, aunque no hayan pasado del grado de conato y se limiten a ser como un aborto de acción. Los moralistas determinan la bondad o maldad albergada en esas intimidades, sancionándolas como pecado, falta o virtud. Es la voz de la conciencia, la introyección de todas las normas. Creemos en la trascendencia y, no obstante, quedamos libres.

La libertad es necesaria para todos. Sin ella, los abogados no pueden juzgar y sentenciar, ni los médicos prescribir, ni los ingenieros inventar artilugios diferentes para que compitan en el mercado; los políticos tampoco podrían legislar, ni los psicólogos pretenderían la autonomía de la persona, ni los moralistas establecerían cánones en pro de la ascética.

Y, ¿qué es la libertad?

La palabra liber, en Roma, se utilizaba para designar al muchacho que había conseguido su madurez sexual, a quien se le otorgaba la toga virilis, o toga libera. Una consecuencia de la naturaleza equivalía a una cualidad moral, otorgaba un rango de indeterminación, la persona llegaba a alcanzar su liberación para satisfacer su necesidad… Si nos situamos frente al mozo que era esclavo, el cives investido con la toga libera, efectivamente, llevaba ventaja, podía hacer algo que al esclavo no le estaba permitido por los cánones sociales. ¡Pobre sentido de la libertad!, restringida al margen que dejan suelto las leyes.

Pero, si nos situamos frente al propio cives investido, ¿qué ananké, qué necesidad, podía satisfacer o evitar satisfacer, según su libre albedrío, cuando sus gónadas le imponían su instinto, alteraban su sueño, desataban su imaginación y forzaban la catarsis del impulso?

La Naturaleza busca la homeostasis, el equilibrio, y encarga a los individuos que cumplan con su destino. Eso es una ananké, no una opción. Ciertamente, el instinto puede ser frustrado: en el caso del ejemplo, la castidad puede imponerse. Aparentemente, no hay determinismo, sino libertad. Y hay que seguir preguntándose: ¿en función de qué? Porque sabemos que también hay un condicionamiento social, que propugna valores sublimes, contrarios a la Naturaleza y, por supuesto, que se imponen a los intereses homeostáticos del individuo e incluso a su salud psico-física.

El concepto de libertad corresponde al orden de la razón, es una creación mental que pertenece al mundo racional. Según esto, el hombre sería libre cuando opera racionalmente; pero los instrumentos que sostienen el raciocinio también son suministrados por la cultura en la que estamos inmersos, que determinan que unos se procuren el harakiri mientras otros, también libremente, se diluyan en una orgía sin límites de alcohol, drogas y frenesí, otra autolisis. ¿Es la razón la que guía la elección en pos de bien?

La libertad, vendría a ser como el capote que el torero zarandea para llamar la atención del toro, para hacerle una verónica, un farol o una chicuelina y quedar bien, especialmente cuando el farol termina galleando.

El conquense Luis de Molina (S.J.), 1535-1600, que tanto le gustaba al papa León X, hablando del libre albedrío consideraba que la persona humana no estaba determinada ni para el bien, ni para el mal, porque puede inhibir la decisión. Es como si abstenerse de jugar no fuera también una decisión. Pero, donde el conquense pierde los estribos es cuando recurre al concurso simultáneo de Dios tras cada acción humana. ¡Pobre Dios! Si no fuera blasfemia, tendríamos que contar con un Dios inmensamente loco.

¿Adónde quiero ir a parar?

Por lo pronto, voy a dejar en baldío el camino metafísico del concepto de libertad, bien convencido de que es una entelequia, para ajustarme al espacio físico, el de las realidades concretas.

Miro en lontananza y me deslumbra la Egolatría, el Saturno de Goya, gigantesco, que devora a sus hijos sin piedad, ni compasión. Sin acercarme, desde lejos, capto que el personaje engendrado por la Egolatría no está determinado por el bien, ni está determinado por el mal. Sólo está determinado por sí mismo (esta opción se le escapó al conquense Molina): se debe a su propia gloria y no admite crítica; procura mantenerse sobre el pedestal, a toda costa y caiga quien caiga; refulge más que el sol; dispara bolaños contra todo aquello que pueda ponerlo en cuestión y además, no necesita el concurso simultáneo de Dios, no vaya a ser que le haga sombra.

La Egolatría se levanta cada mañana, corre sublime, portentoso, sobre la masa de los desventurados hijos de Eva, despojados de cualquier otra libertad que no sea pitar y vociferar ante la presencia casi divina de la Egolatría. Ella está dispuesta a resistir en su altivo sitial de la pajarería, ufana de sus gracias, dedicando sonrisas torvas a la diestra y ordenando instrucciones a somormujo a la siniestra. Es como un generalísimo repartiendo sonrisas y órdenes al por mayor, desde su carro triunfal. ¡Los que protestan deben ser ranas del fango, que croan…!

La Egolatría es un compendio de libertades, atesora todas las opciones, su libre albedrío se enseñorea del panorama. Si la Ley pone límites, la elude; si el poder está dividido, lo hace convergente en sí misma; si el futuro es incierto, lo compra y reconstruye a mejor comodidad propia. El caso es resistir indefinida, eternamente.

Tanto alarde pretencioso sólo puede ser una hipérbole, una sobreactuación que esconde fragilidad, inconsistencia, falta de mismidad, que se disimula tras los oropeles que deslumbran a la ciudadanía. La Egolatría es un actor que presume, un narcisista tanto más engreído cuanto más huero, tanto más enhiesto cuanto más vacío. Son las paradojas de la vida en prosa.

Sin embargo, la Nación es otra cosa, contiene la esperanza, su propio fuste, la fuerza que le da su historia, su desarrollo, su proceso de configuración como realidad humana trascendente en el tiempo.

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