octubre de 2025

LAS CARTAS DE ELIBERIA / Zenobia Camprubí Aymar (1887-1956)

Mi querida amiga, me gustaría que no me culpases por ese desorden que tengo en el tiempo, porque la memoria, aunque es fiel, de vez en cuando suele jugarme malas pasadas y me cambia las escenas y los tiempos.

Por eso recuerdo ahora, a quel año de 1905, a tus diecisiete años, que supe por una amiga común —la pintora catalana, ¿la recuerdas?, María del Dulce Nombre Muntadas i Pujol—, que tus padres se habían separado y que tú te fuiste con tu madre, Doña Isabel Aymar Lucca, y tu hermano Augusto, a los Estados Unidos.

Tú entendías la situación de tu madre, por eso te fuiste con ella.

Ya sabías algo de aquellas tierras, porque, aunque naciste el 31 de enero en 1887 en la calle del Mar, 87, de Malgrat de Mar (Barcelona), tu madre — que era puertorriqueña— te había hablado mucho de aquel país, además, en marzo de 1901, la revista neoyorquina St. Nicholas publicó tu cuento “Una escapada por los pelos”. Tuviste que documentarte bien.

Tu padre, Don Raimundo Camprubí Escudero, ingeniero de caminos, canales y puertos, y jefe de obras públicas, se quedó en Valencia. Tenías una vida por delante.

Pasados unos años, en una carta, me dijiste que por aquellos días estabas leyendo el libro titulado “La soledad sonora”, de un poeta llamado Juan Ramon Jiménez, que te había regalado tu madre a la vuelta de uno de sus viajes a Suiza.

Te gustó tanto que poco después, le preguntaste a tu amiga Inés Muñoz, si tenía algún libro más de ese poeta. Cuando lo acabaste de leer, te presté uno mío. Se titulaba “El cartero del rey”.  Era de Tagore.

De eso ya habían pasado quince años, ¡que rápidos…!

Nunca me lo devolviste. Quizá lo dejaste entre los bordados, las jarras y los platos de artesanía que había seleccionado tu hermano José, para la siguiente venta a América.

Y es que la sociedad para la exportación, que formaste ese mismo año de 1928,  con Inés, iba bastante bien. Se llamaba “Arte Popular Español”. Fui a verla en el número 10 de la calle Santa Catalina; había quedado genial, sobre todo teniendo en cuenta que eráis unos decoradores exquisitos.

Estuve más de dos horas contemplado los bordados y las lanas… Estaban perfectamente organizadas en cajones, por colores y texturas. El tacto era un sentido que me permitía observar las diferencias.

Mientras acariciaba los tejidos, me comentaste vuestra idea  de crear  una escuela de bordados, para que no se perdiera, en los pueblos, este oficio. Además, vendíais de todo: deshilados, cuero repujado, cestería, muebles, vidrio, cerámica, cobres, forja, y tejidos.

Me dijiste que habías visto un local en Floridablanca, 3, y allí que os trasladasteis en el verano de 1933. Yo conocía mucho antes que a ti, las historias amorosas de Juan Ramón Jiménez, sus decepciones, sus depresiones y sus fracasos, cuando estaba en Moguer. Él nunca olvidó a su primera novia, Blanca Hernández-Pinzón Flores, ni a María Teresa Flores Íñiguez, su otra novia moguereña, amores estos de tiempo atrás.

Sabía que acabaríais casándoos, y me hicisteis esperar tres años desde que os habíais conocido en la Residencia de Estudiantes, en aquella conferencia de Manuel Bartolomé Cosío —¡qué bonitos aquellos veintiséis años tuyos!— cuando él estaba proyectando los jardines de la «Colina los Chopos». Fuiste con el matrimonio estadounidense formado por los Byne, porque estaba mal visto que fueras sola a esos sitios. Además, ellos sabían que aquel 9 de julio, acababas de romper definitivamente por carta la relación con tu pretendiente el estadounidense Henry Shattuck, que había llegado a España en mayo de ese mismo año para planificar vuestra boda.

Aquel jueves, 2 de marzo de 1916, en la iglesia católica de Saint Stephen, en Nueva York, os casasteis casi en secreto. Y, aunque fuisteis pocos en la iglesia, él, Henry Shattuck, oculto tras una columna, estaba allí, tu eterno pretendiente. Fue el peor momento de su vida, aunque nunca se casó y te siguió hasta su muerte. Sabía igual que yo, que habíais alquilado una vivienda en Madrid, en la calle Conde de Aranda 16.

Yo estrené aquel vestido verde aceituna, que tanto me gustaba, aquel año de 1926 para acompañarte a la entrevista con el señor Marqués, Don Benigno de la Vega-Inclán, que tenía mucho poder en la Comisaría Regia del Turismo. Y menos mal que no llovió.  Dos días después el diario La Época y el diario ABC publicaron la noticia de que, por voluntad expresa del Rey Alfonso XIII, te habían encomendado la decoración del Primer Parador de Turismo. Don Benigno, miembro de la Real Academia de Bellas Artes y de la Historia, buena persona, un hombre de honor, respondía a su nombre. Tú ibas de un resplandeciente blanco que contrastaba con un elegante sombrero negro, como correspondía a la recién nombrada secretaria del Lyceum Club Femenino Español.  ¡Cómo presumía Juan Ramón a nuestro lado!

Recuerdo que a la niña —Margarita Gil Rosset—, como la llamaba tu marido, nunca la consideraste una rival, más bien como una hija pequeña, por eso aquel 28 de julio de 1932, nada más ver la cara que se le quedaba a Juan Ramón al recibir la noticia, supiste que de algo muy grave se trataba, una tragedia, y corriste a Las Rozas, con la velocidad de la muerte, a tiempo para que ella, la niña, te entregase su diario y el busto tuyo, que tanto trabajo le había costado esculpir. Luego en el hospital fue peor al contemplar su última mirada.

Desde tiempo atrás, hacías lo posible por retrasar tu regreso a la tierra; lo notaba en tus ojos y en tus silencios cuando iba a verte —me lo decía también nuestra querida Inés Muñoz— la que te cuidaba, y yo, que no era muy amiga de sotanas ni letanías, le rezaba íntimamente a ese dios, para que superases aquella dolencia. Pero ese dios, al que suplicaba, nos dio la espalda.

Se agotaba octubre y tu resistencia. Habían pasado veinticinco dias y te enteraste por el diario ABC. A toda página la foto de tu marido. ¡Que alegría más triste no poder acompañarle a Estocolmo! Le habían concedido el Premio Nobel de Literatura. Era para los dos, y yo lloré durante muchas horas, no sé si más por gozo que por dolor o al revés. Después solo tardaste cuatro días en dejarnos, solos, profundamente solos. Sin ningún consuelo. Ese día fuiste tú la que ocupaste las portadas de todos los diarios. Era domingo 28 de octubre de 1946.

Perdóname, no quería despedirme así de ti, porque te llevo muy dentro, y  siempre seguiré a tu lado.

Eliberia.

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