octubre de 2025

PRETÉRITO PERFECTO / La vuelta al cole

Colegio Jesús Ruiz de la Fuente, en Alcázar de San Juan, a mediados de los años 60.

Pues sí, aunque parezca mentira, después de un «largo y cálido verano» —la alusión cinematográfica era inevitable—, por fin ha arrancado ya el nuevo curso escolar. ¡Qué alegría!, habrán exclamado muchos padres, al verse liberados de los cuidados intensivos de sus vástagos que siempre obliga el periodo estival. Sin desmerecer para nada el júbilo que hayan podido mostrar algunos de esos hijos e hijas que, de nuevo, han tenido que encomendarse a sus deberes educativos. Sea como fuere, como cada año, el entusiasmo de los niños y niñas que vuelven a clase, si que es que lo hubiere, que todo estaría por ver, suele crecer en la misma proporción en la que adelgazan los bolsillos de sus progenitores, que de pronto han debido sufrir un ataque severo de raquitismo. O sea, con la nueva «temporada escolar», inevitablemente se inicia también la adquisición de nuevo equipamiento: libros de texto, mochila, uniforme, chándal, zapatillas de deporte…, y un sinfín de cosas más que resulta imposible enumerar ahora. En definitiva: ¡una ruina total!

Y me pregunto yo: ¿no podría hacerse como hace años, cuando al niño o a la niña en cuestión se le equipaba para el regreso al colegio con todo lo que heredaba de su hermano o hermana mayor o, en el caso de ser hijo único, de un primo o del hijo o la hija de la vecina del 4.º A? Y es que por aquel entonces —me refiero al entonces de mi época estudiantil, de la que ya han pasado unas cuantas décadas— se tenía la sana costumbre, especialmente para los padres, de endiñar al pequeño o pequeña todo lo que el mayor había utilizado un año antes. La cuestión era que, para bien de unos y desgracia de otros (de los más pequeños, claro estaba), casi todo duraba eternamente: los libros del curso correspondiente, los pantalones con rodilleras especiales para hacer deporte —las bambas blancas superdeportivas quizá no tanto, todo sea dicho—, la cartera de cuero para transportar el material escolar, el plumier de madera… En fin, todo lo justo y necesario para volver a ejercer de alumno o alumna con el equipamiento básico imprescindible.

En mi caso particular, por ejemplo, durante toda mi etapa escolar, jamás estrené un libro, que yo recuerde al menos. Siempre me sirvieron los de mi hermana mayor, que para colmo tenía casi tres años más que yo. Con esas, creo incluso que había libros de Geografía en los que ni siquiera figuraban algunos países que, durante ese tiempo, se habían constituido, aunque sí continuaban en su sitio tanto cordilleras y ríos, como cabos y golfos, con perdón. Y el de Historia de España que creo que no llegaba más allá de la conquista de América.

Por suerte, lo de que la mayor fuera una chica me libró de heredar su ropa, lo que ya hubiera sido el colmo. Aunque, a decir verdad, alguna vez sentí la tentación de mi madre de que me pusiera la falda del uniforme de mi hermana que se le había quedado pequeña. De esto último creo que me libré por los pelos. Si bien, ahora que lo pienso detenidamente, igual me hubiera servido para infiltrarme sin levantar sospechas en su colegio unisex; algo que tal vez me hubiera servido para conocer en vivo y en directo a chicas de mi misma edad, algo que en mi colegio, igualmente unisex, era imposible, y, por consiguiente, hubiese allanado mi febril etapa de adolescente en busca y captura de alguna chica con la que intercambiar lo que fuera, menos cromos, canicas y chapas.

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