octubre de 2025

PALOMITAS DE MAÍZ / ‘Los días perfectos’ marca el exitoso debut teatral en España de un Sbaraglia en estado de gracia

¡Mis queridos palomiteros!

Hasta el próximo domingo, 26 de octubre, el teatro de La Latina, dirigido por don Jesús Cimarro, acoge Los días perfectos, una obra que no pretende impresionar, sino desarmar al respetable. Así las cosas, el mencionado título es la adaptación escénica de la novela homónima del joven escritor español de 49 años, Jacobo Bergareche.

Los días perfectos es un intenso monólogo de 75 minutos que se abre paso entre las ruinas de un matrimonio para hablar de lo que queda cuando el amor ya se ha convertido en rutina. Y seguramente solo el popular actor argentino de 55 años y ganador de un premio Goya, Leonardo Sbaraglia —bajo la dirección sobria y fina del bonaerense de  69 años, Daniel Veronese—, es el único capaz de sostener en solitario, con pulso firme y determinación, un relato íntimo sobre el paso del tiempo y la memoria de los días felices.

La trama parte de una revelación tan sencilla como devastadora. Luis, nuestro protagonista, descubre las cartas de amor que William Faulkner escribió a su amante, y en esa acción trivial —abrir un libro, leer un secreto ajeno— da paso a un abismo interior. A partir de ahí, el personaje reconstruye su propia vida conyugal: diecisiete años de hastío, hijos, silencios y promesas que ya no significan lo mismo. Lo que en la novela se resolvía en forma epistolar, sobre el escenario se convierte en una confesión directa, una carta hablada al público, donde la lucidez se mezcla con la sensación de culpa y con inevitables retales de nostalgia.

Por su lado, Bergareche logra que el texto respire gracias a un hábil ejercicio de ritmo a través de los sentidos. De esta manera alterna pasajes dolorosos con destellos de humor casero y confesiones sinceras con silencios cargados de ironía. Su mayor acierto es no buscar redención; no hay moraleja, ni cierre conciliador. Solo la constatación de que el amor también es un modo de duelo.

En cuanto a Veronese, el dramaturgo opta por un dispositivo escénico austero, casi ascético. Un espacio está prácticamente depurado de elementos escenográficos, excepto si contamos con una estructura de dos paneles cóncavos de gran tamaño situados al centro del escenario, justo detrás del actor, sobre los que se proyecta información relativa al drama, a quien apoya con bastante acierto.

Además, Los días perfectos cuenta con un diseño de iluminación que prefiere sugerir a mostrar. Y toda esa contención del apartado técnico conecta con la arquitectura dramática de la pieza y con el esforzado trabajo de Sbaraglia, de modo que el conjunto al completo queda fusionado y en absoluta armonía. Todo ello, claro, refuerza la sensación de estar asistiendo a una catarata de sensaciones en forma de autopsia emocional de una gran belleza, expuesta con mucha sensibilidad.

El riesgo, sin embargo, es evidente: cuando todo depende del texto y del actor, cualquier leve desfase en el ritmo puede romper el tono del drama y, en consecuencia, restarle intensidad. En cualquier caso, no se aprecian estos síntomas en el monólogo. Otro de los aciertos del montaje tiene que ver con la dirección, que no sobreexplica la historia, sino que deja que el público la complete con su propia experiencia.

Leonardo Sbaraglia sin apoyarse en gestos antinaturales ni caer en la sobreactuación construye un personaje reconocible, un hombre inteligente y cansado que revisita su pasado con la serenidad de quien ya no espera consuelo. Su voz —grave, cercana, modulada con precisión— sostiene el monólogo con verosimilitud.

Lo más notable es su capacidad para completar el silencio: en las pausas, en la respiración, en las miradas que parecen buscar a alguien fuera de escena, el actor encuentra la esencia de su verdad hasta traspasar el texto.

Más allá del conflicto sentimental, Los días perfectos aborda una cuestión universal: ¿qué hacemos con los restos de aquello que un día nos hizo tan felices? La obra habla del amor como experiencia perecedera, como construcción que se erosiona, y también como ajuste de cuentas con la memoria. O dicho de otro modo: sabemos que los “días perfectos” existieron, pero también que no pueden recuperarse. En todo caso, por fortuna Bergareche no idealiza el pasado ni condena el presente.

Por todo lo antedicho, Los días perfectos es un excelente ejercicio de introspección teatral, elegante, lúcido, con buenos acabados. Nos recuerda que toda historia de amor es también una historia sobre la pérdida. Quizá la función no sea del todo perfecta —precisamente porque lo perfecto aquí no existe—, pero sí necesaria. Sobre todo si quien cuenta la aventura es un actor en estado de gracia.

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