Cuando la vida huele a lluvia
Juana Vázquez
Huso Editorial, 2025
Juana Vázquez lo ha hecho todo, investigadora, con una tesis sobre el costumbrismo del s. XVIII, novelas, libros de poemas, artículos y críticas literarias en prensa y docencia. De hecho, fue en los tiempos en que enseñaba COU en el INBAD cuando la conocí como alumno. Y recuerdo con nitidez el día que explicaba un poema de Pedro Salinas a los pocos alumnos de la clase, el silencio, la complicidad y el amor por las letras que nos unía.
Llega su última novela, Cuando la vida huele a lluvia, publicada en la editorial Huso, con una cubierta donde vemos a una casi niña al lado de un hombre con sotana, de espaldas ambos, algo desdibujados, como un cuadro impresionista. Y esta novela abandona un poco el lirismo de otras anteriores, como Personajes de invierno, para adentrarse en la historia de Adelina, una moza de pueblo, fea, pero con cierto atractivo físico por sus pechos y su buena figura, y el cura Don Severino, que, como algunos curas de la época, por la falta de sexo, buscaba las formas de tenerlo con jóvenes poco preparadas, inocentes. La crítica al abuso de la iglesia queda demostrado en esta historia, porque la autora es conocedora de ese pasado, donde los hombres de sotana fueron responsables de muchos abusos a niños y niñas.
Ante esta realidad que Juana describe muy bien, porque nació en un pueblo de Extremadura, aparece Tomy, ese muchacho algo bobalicón, que no ha acabado sus estudios. Adelina y Toamy se encuentran en la Biblioteca Nacional y será un momento clave de la novela.
Juana Vázquez describe como si fuese la amanuense que descifra el código del lenguaje, lo hace cincelando la palabra, hasta que esta, cobre resonancia. Para describir la Biblioteca Nacional nos sumerge en un ambiente magníficamente descrito:
“No sé por qué, pero el edificio de la Biblioteca me parece misterioso, como si fuera un cielo de cemento donde los pájaros son libros, y por los almacenes de los sótanos corren los fantasmas de miles y miles de escritores muertos”.
Y dirá después en esta descripción tan original:
“Con estos pensamientos llego a la escalinata, y al mirarla me da aprensión, por un lado, y por otro me lleno de gozo, creo que subo a la ciudad de las palabras, que entre ellas conversan y urden una serie de hechos lúgubres, y por otro lado se aman y hacen el amor entre sí dentro de la sabiduría”.
Y el tema del sexo también es importante en la novela, el descubrimiento de Adelina del mismo con don Severino:
“Salieron de la habitación acalorados a los prados lejanos del campo, ella no pisaba el suelo… ¿Qué iban hablando? Solo recuerda los pezones que le marcaban la camiseta en un semi delirio…”.
Juana Vázquez conoce a sus personajes y mira a través de ellos, los describe desde dentro y como si fuera el entomólogo que disecciona un insecto trata a estos con objetividad. Los diálogos reflejan muy bien las conversaciones de gente sencilla, pero hay un instante que cobra relevancia, cuando dos seres, Tommy y Adelina se encuentran en la Biblioteca:
“Siguieron hablando un rato más. Tomy a veces se atascaba en la conversación y temía ponerse rojo, pero Adelina lo sacaba de su mudez…”.
Y después de la charla, el pensamiento que excitaba a Adelina, otra cita con el cura, el deseo de nuevo. Todo está trenzado con habilidad, el personaje de Doña Felisa, madre de Adelina, y los demás secundarios.
Nos hallamos ante una novela que refuerza la gran narradora que siempre ha sido Juana Vázquez, la gran observadora del mundo, como lo fue Galdós, Baroja y tantos otros que supieron ver el mundo tal como era. Y qué decir de la querida Carmiña, tan amiga de Juana, la inolvidable Carmen Martín Gaite. Una novela que logra crear un universo costumbrista, combinado con el onirismo de Juana, que crea imágenes que vuelan, como lo hizo, desde el lirismo en Con olor a naftalina y Personajes de invierno.











