Paul Delvaux tiene la obsesión del desnudo. Y casi siempre las mujeres desnudas se muestran de noche, en actitudes naturales, o meditativas, o sencillas. No muestran aspavientos, no les parece su desnudo nada raro, es la sinceridad completa. Esa desnudez es la clave de la sinceridad, de mostrar lo que escondemos, de expresar lo que está tapado. La noche es la desnudez y el mostrar lo que la sociedad no permite que mostremos. También lo es el surrealismo, que es un movimiento eminentemente nocturno.
Delvaux muestra posturas tranquilas, sin actitudes forzadas, pero al mismo tiempo paradójicamente animadas. Nos muestra cómo se mueve sin fin la vida más secreta, la que no hace ruido, la que no necesita llamar la atención con clarines.
Céline escribe con la sangre, con las tripas, con la pura vitalidad, sus personajes están vivos y rebosantes de carne. Se oye el chillar de las calles de París, el sonido de los platos en las terrazas, los agobios de las noches en el Ecuador. Su estilo rompe con cualquier concepto de técnica, de algo aprendido, de imitación.
Contra todas las normas de lo considerado literario, como en la escritura desenfrenada en “De un castillo al otro”. Hay en él una autenticidad rabiosa, llama a muchas cosas por su nombre, no escamotea nada. Muestra a los hombres tal como son, con su mirada cínica, con su lucidez feroz, con el deslumbramiento que le produce la vida.
Puede despreciar a sus personajes, ser inmisericorde con ellos, pero también los ama. Se ve que siente la vida, la capta, la percibe como un visionario. Y la pone en las páginas restallantes. Bebe directamente de las calles y las junglas, no de los despachos de los críticos, no de los tubos de ensayo. Su literatura está rabiosa de atmósfera.
A Céline le sopla la vida con tanto calor que casi lo quema todo y nos chamusca también a nosotros. Y eso era lo que necesitábamos después de tantas retóricas, la literatura es lo contrario de la retórica. La retórica es palabrería y amplificación y la literatura es, como apunta Sábato, decir con estricta justeza lo que no se puede decir de otra manera.
Céline es de los que nos echan el aliento en la cara. Su inspiración está hecha de humo y olor a resina y sudor de los veranos. Conoce al ser humano y lo muestra mejor que nadie y nada lo coarta.
Y cuando nos cuenta que viaja al fin de la noche y se introduce en las junglas de África y en todas las miserias humanas, podemos entender en sentido negativo la palabra noche, pero en realidad está diciendo que en la noche se manifiesta todo. Y que es en ella donde somos de verdad lo que somos. Céline (como diría Sábato) es una especie de místico perverso, que habla con la impenitencia del sueño. Ahonda en nuestra noche, en los secretos que llevamos dentro igual que Julien Green en “Cada hombre en su noche”.
Será racista en sus ensayos, pero muestra bastante comprensión y simpatía por los africanos en “Viaje al fin de la noche”. A quienes más desenmascara es a los europeos civilizados.
Es maníaco y racista y fanático en muchos momentos. Incluso un criminal. Pero de una lucidez feroz y de una potencia literaria que abruma. Porque conecta con nuestra noche y habla con la libertad del sueño.
Delvaux viaja en la noche desnudo con calma apasionada. Céline viaja desnudo rodeado de insectos.
Siempre me fascinó Céline. Voy detrás de sus mujeres desnudas en la noche por las calles de sus ciudades calladas o por sus estaciones de tren metafísicas. Soy como esa niña que mira llegar un tren en la noche en que todo se convierte en extraordinario.
Y Céline me dio la literatura cuando escribió la primera frase del “Viaje al fin de la noche”: La cosa empezó así. Estaban dos hombres sentados en una terraza en Pigalle y uno le contó a otros toda la aventura de la noche. Y dinamitó todos los academicismos y las estructuras rígidas. Y la literatura se hizo comestible como el pan con calamares en la noche.
