En Sevilla —mi ciudad, lugar donde la tradición estética convive con una intensa vocación intelectual— tuvo lugar el pasado 4 de diciembre un acontecimiento revelador: la presentación de Esto no existe, la obra reciente de Juan Soto Ivars. El libro irrumpe con fuerza en el debate público al señalar un fenómeno sistemáticamente relegado a la penumbra: el de las denuncias falsas en el ámbito de la violencia de género, cuestión que incomoda porque desestabiliza certezas y nos obliga a enfrentar la complejidad moral que subyace a toda política de protección. Sin detenerme ahora en la complejidad del propio concepto de violencia de género, deseo centrarme en el fenómeno que señala Soto Ivars y, sobre todo, en la reacción airada y casi defensiva que su exposición ha generado. Una reacción que parece revelar el temor que atraviesa hoy nuestros discursos públicos: el miedo a interrogar los dispositivos que, en nombre de la protección, pueden terminar por erosionar la fragilidad misma de la justicia.
Para afrontar este propósito, el artículo se organiza en cuatro movimientos complementarios: primero, un examen del marco jurídico que ha configurado los incentivos estructurales del sistema; después, un análisis de las patologías y distorsiones que dicho marco produce en la práctica ; en tercer lugar, una clarificación conceptual necesaria entre denuncia falsa y denuncia instrumental; y, finalmente, una lectura filosófica del fenómeno y de sus reacciones sociales, que permitirá situar el debate en una fenomenología más amplia del miedo.
I. ARQUITECTURAS TEMBLOROSAS: CUANDO LA NORMA NACE DEL MIEDO
La aproximación jurídica al fenómeno de la violencia en el ámbito íntimo se caracteriza, en el ordenamiento jurídico español, por la definición asimétrica de la Violencia de Género (VG) a través de la Ley Orgánica 1/2004, de 28 de diciembre (LO 1/2004). Este modelo prioriza la tutela institucional de la mujer que es o ha sido pareja del varón, restringiendo el sujeto activo del ilícito. Si bien la finalidad protectora es legítima, su diseño estructural ha propiciado la aparición de un fenómeno de alta complejidad: el uso estratégico o instrumental de la denuncia penal en los procesos de ruptura familiar.
La premisa de partida es que la legislación vigente produce incentivos estructurales no deseados, convirtiendo la amenaza penal en un arma de negociación en los procesos de separación y divorcio. La LO 1/2004 cristaliza una transferencia de la etiología criminológica —basada en la discriminación estructural— directamente al dogma penal. Esto se traduce en la creación de un «plus de injusto» o agravante penal que se funda en la motivación discriminatoria o patriarcal presumida, lo que constituye una estrategia de política criminal de máximo riesgo constitucional por su confrontación directa con el principio de neutralidad objetiva ante la ley penal. Desde la filosofía del derecho, el desarrollo de este feminismo punitivo tensiona peligrosamente la presunción de inocencia del investigado. Ferrajoli sostiene que la LO 1/2004 ejemplifica una legislación que prioriza el derecho penal simbólico, buscando transmitir un mensaje político, lo que implica una mutación ontológica del imputado, que pasa de ser un sujeto portador de garantías a un mero riesgo a gestionar.
La arquitectura de la LO 1/2004 crea un subsistema normativo que quiebra el equilibrio del ordenamiento al conferir competencia objetiva a los Juzgados de Violencia sobre la Mujer (JVcM) no solo en la instrucción de procesos penales, sino también, y de forma exclusiva y excluyente, en los procedimientos civiles relacionados. Esta concentración procesal convierte la denuncia penal en un instrumento estratégico con consecuencias civiles inmediatas y automáticas, afectando medidas como la custodia de menores, el régimen de visitas o el domicilio familiar. A ello se suma la textura abierta del lenguaje jurídico en la tipificación de actos ambiguos como el «maltrato psicológico leve» o el «menoscabo psíquico«, lo que facilita una aplicación expansiva de la norma e incrementa el riesgo de instrumentalización.
El propósito de este primer epígrafe es demostrar que la aparición de denuncias instrumentales no es un fenómeno anecdótico ni moral, sino una desviación funcional del sistema. El problema es una consecuencia directa del diseño normativo que genera una retroalimentación sistémica no deseada. Esta disfunción del sistema es interpretada, en términos de Luhmann, como una amenaza sistémica que quiebra el código operante («violencia de género = protección absoluta«), lo que explica la hostilidad y polarización con la que se reciben las objeciones fundadas.
II. DEFICIENCIAS EN EL UMBRAL: LA JUSTICIA ANTE EL VÉRTIGO DE SUS PROPIAS SOMBRAS
El diseño procesal de la Ley Orgánica 1/2004, al generar incentivos estructurales no deseados, termina por erosionar la arquitectura garantista del Estado de derecho. El sistema opera bajo una marcada asimetría de riesgos: quien denuncia, aun sin disponer de prueba robusta, apenas enfrenta consecuencias procesales o sociales. La lógica de protección anticipada despliega sus efectos antes de que exista un juicio sobre los hechos, pues la sola incoación de actuaciones penales desencadena, de forma automática o casi automática, medidas cautelares de enorme alcance.
La consecuencia más grave de este diseño es la afectación al núcleo epistemológico del proceso penal. El funcionamiento práctico del sistema favorece una inversión de la carga probatoria moral, en la que el imputado es percibido no como un sujeto titular de garantías, sino como un peligro presunto. Esto coincide con la lógica del derecho penal del enemigo descrita por Günter Jakobs, en la cual el proceso se orienta a neutralizar una amenaza anticipada más que a verificar una culpabilidad acreditada. De este modo, las medidas cautelares dejan de responder a la comprobación de hechos para apoyarse en una presunción de peligrosidad.
Las consecuencias de este andamiaje normativo desbordan la técnica procesal y se manifiestan en la esfera social y ética. El sistema penal, para mantener su coherencia simbólica, necesita figuras que encarnen la noción de «enemigo» ; el imputado por violencia de género es así convertido en un tipo antropológico negativo, cuya estigmatización no es accidental sino funcional al modelo punitivo adoptado. Paralelamente, la erosión de garantías mina la confianza en la neutralidad del sistema judicial. La crítica técnica se percibe entonces como una amenaza al código dominante, lo que genera retroalimentaciones no deseadas, hostilidad pública y una creciente polarización.
III. AMBIGÜEDAD Y SOSPECHA: EL CLAROSCURO DE LA VERDAD JURÍDICA
La tensión latente entre la finalidad protectora de la Ley Orgánica 1/2004 y su configuración procesal ha creado un espacio de indeterminación que exige trazar una distinción dogmática esencial: la que separa la denuncia falsa de la denuncia instrumental o estratégica. Este deslinde constituye un requisito metodológico indispensable para evitar la simplificación moral y para pensar el problema desde la perspectiva del rigor técnico-jurídico.
La denuncia falsa se define por la imputación de un hecho punible cuya materialidad se sabe inexistente, es decir, la invención ex nihilo de un suceso que nunca tuvo lugar. Frente a ello, la denuncia instrumental no descansa en la falsificación del hecho, sino en su relevancia jurídica manipulada. Surge en contextos relacionales preexistentes, propios de las rupturas familiares, donde el sistema convierte la denuncia penal en un recurso estratégico debido a los incentivos estructurales que él mismo genera. Su núcleo radica en el empleo de hechos ambiguos, exagerados o descontextualizados, cuya verificación empírica es incierta o insuficiente para activar legítimamente el ius puniendi, pero que producen efectos procesales inmediatos. No se miente sobre el acontecimiento, sino sobre su significado jurídico: se fuerza su capacidad de desencadenar medidas cautelares que alteran custodia, visitas o domicilio.
Esta problemática se amplifica por la textura abierta del lenguaje jurídico, concepto formulado por H. L. A. Hart en The Concept of Law (1961). La LO 1/2004 incorpora nociones situadas en esa penumbra semántica —»menoscabo psíquico«, «maltrato de obra sin lesión«— cuya vaguedad dificulta la delimitación entre denuncia legítima e instrumental. La indeterminación otorga al juez un margen de discrecionalidad. Desde la óptica garantista de Luigi Ferrajoli, esta falta de taxatividad vulnera el principio de estricta legalidad y permite que apreciaciones subjetivas contaminen la determinación del injusto penal.
En su dimensión epistemológica, el problema remite a la relación entre norma y hecho. Como señala Hans Kelsen en la Reine Rechtslehre (1934), el derecho pertenece al plano del deber ser (Sollen), pero su aplicación requiere anclarse en el ser (Sein), es decir, en la comprobación fáctica de lo ocurrido. La denuncia instrumental erosiona este puente epistemológico: desplaza el juicio desde la verificación de la conducta hacia la valoración interpretativa de su significación jurídica. Esta fractura entre Sollen y Sein desvía al derecho penal de su estatuto cognoscitivo.
IV. EL DERECHO ATRAPADO EN EL MIEDO: ENTRE EL DISPOSITIVO Y LA ESPERANZA DE REFORMA
El fenómeno de la denuncia instrumental no puede interpretarse exclusivamente como un efecto perverso de la práctica judicial; lo que aquí se manifiesta es una crisis de racionalidad jurídica que emerge de la propia estructura del ordenamiento. La Ley Orgánica 1/2004 no constituye simplemente una respuesta legislativa a un problema social, sino la instauración de un régimen de excepción adecuado a una nueva ontología del sujeto jurídico, en la que la pretensión de justicia material se impone como criterio legitimador suficiente para la reconfiguración de garantías clásicas. El ordenamiento abandona entonces su vocación de neutralidad y se afirma, implícitamente, como un agente moral.
La crítica normativista revela que este acto de creación jurídica produce una heterogeneidad interna que desestabiliza la inteligibilidad del sistema. En la medida en que el Derecho se erige como un entramado de validez autocentrada, la incorporación de criterios axiológicos específicos y no universalizables quiebra el principio de unidad. La consecuencia es la aparición de un espacio donde la pretensión de protección se convierte en justificación de una elasticidad semántica que permite expandir el alcance de la coerción en función de expectativas y sensibilidades sociales antes que de hechos jurídicamente delimitados.
La tensión entre finalidad protectora y estructura garantista produce una mutación en la antropología jurídica: el imputado deja de ser considerado un sujeto presumiblemente inocente para devenir un vector de riesgo. El Derecho ya no protege frente al poder, sino que gestiona peligros mediante la anticipación, sustituyendo la lógica del acto por la lógica de la sospecha. El reconocimiento de que el sistema jurídico, cuando opera bajo la presión de fines moralmente imperativos, está dispuesto a suspender garantías. La excepción se normaliza cuando el miedo se integra como operador de la decisión jurídica.
En esta deriva, la clausura operacional del sistema adquiere un cariz particularmente significativo. El ordenamiento tiende a valorar la crítica no como contribución racional sino como amenaza desestabilizadora del relato legitimador. La ley, convertida en emblema cultural antes que en técnica normativa, blinda su diseño mediante la sospecha moral hacia quien formula objeciones. Se produce así una moralización de la crítica, donde la discusión técnica queda absorbida por un imaginario defensor-agresor. El Derecho se transforma en un campo de reivindicación identitaria.
La articulación de un dispositivo excepcional bajo la normalidad democrática conduce a una reconfiguración de la soberanía: la potestad de suspender garantías se desplaza hacia la cotidianeidad procesal. El sujeto investigado es reducido a una forma residual —una presencia sin nombre, sin historia, sin relato— cuya existencia civil puede ser provisionalmente neutralizada sin la plenitud de la justificación racional. Tal reducción, que transforma la persona en vida administrable, expresa la tensión irresuelta entre protección y libertad: el Estado protege asumiendo el derecho de excluir, y excluye reivindicando el deber de proteger.
La reflexión jurídica que de ello se deriva es inequívoca: la lucha contra la injusticia real no puede sostenerse sobre la instauración acrítica de excepcionalidades permanentes. Si el Derecho aspira a conservar su condición de técnica de límites, ha de reencontrarse con la racionalidad que lo constituye: aquello que exige contradicción, prueba, proporcionalidad y revisabilidad del poder. Solo desde ese horizonte es posible reformar sin retroceder, proteger sin sacrificar.
Es preciso comprender que un Derecho gobernado por el miedo practica necesariamente una justicia temible. La responsabilidad ética del pensamiento jurídico consiste en sostener que la esperanza de reforma no reside en intensificar la coerción, sino en recuperar un sentido del límite que permita al Derecho no extraviarse en la persecución del mal que pretende conjurar. Solo a partir de este reconocimiento es posible imaginar un futuro normativo donde la protección no requiera la excepción, y donde la defensa de los vulnerables no se erija sobre la vulneración de lo humano en quien es llamado a responder.












