diciembre de 2025

PALOMITAS DE MAÍZ / ¿Santos de postal?: Lo que nadie te contó de la Navidad está en ‘El evangelio de la servilleta’

¡Mis queridos palomiteros!

A dos días de que finalice 2025, en este tiempo de Navidad, vale la pena poner en valor un interesante trabajo fílmico españolal que ya nos hemos referido en otras ocasiones—, que acontece en la Nochebuena, hace apenas cinco días. Por ello, resulta oportuno poner el foco en él e irlo desgranando para acentuar la importancia que tiene como documento de cine, así como ejemplo notable del cine espiritual, que tan buen recorrido está teniendo en los últimos años.

Desde el primer minuto, El evangelio de la servilleta —producido por Dehon Cinema y elegante trabajo audiovisual escrito y dirigido por Óscar Parra de Carrizosa— deja claro que no quiere impresionar a nadie. No es un cortometraje de frases solemnes ni de grandes discursos, sino más bien sirve una mirada muy cercana —casi indiscreta— a la fe entendida como algo casi de andar por casa.

En este caso la teología no se escribe en tratados, sino en una servilleta doblada con cuidado, en silencios, en nombres concretos de gran significación: Carmen (Isabel Gómez-Escalonilla), Luna (Laura Lebó), Pepe (Alberto Mazarro), Alejandro (Mario Pérez-Roldán), Mateo (Alberto González), el Padre Manolo (José Luis Panero), Octavio (Alberto Ramos) y la enigmática figura del Repartidor (Jasón Matilla). Toda la historia se desarrolla en un tono sostenido, casi en voz baja, y precisamente por eso resulta tan emocionante. Cualquier otra acción extraordinaria desnaturalizaría la esencia de esta excelente filigrana religiosa.

La servilleta, ese objeto destinado a acabar en la basura, se convierte en el elemento principal que sintetiza el dramedia, en el lugar donde cabe una promesa, una intuición, una esperanza nunca antes pronunciada. No es un símbolo forzado, sino algo natural: un “evangelio” escrito por personas que no aspiran a ser ejemplares, sino que bastante tienen con soportarse a sí mismas.

Así las cosas, la película propone una espiritualidad sin altares ni púlpitos, donde doblar un papel, ofrecer un plato o hacer sitio en la mesa pesa más que cualquier otro tipo de acto ceremonial. Ayuda, en gran medida, el comportamiento de la cámara, que acompaña a los personajes de puntillas y convierte sus pequeños gestos en el centro del relato.

En el corazón de la aventura está Carmen. No habla mucho, pero su presencia lo ordena todo. Es alguien marcada por la pérdida, pero decidida a no cerrarse, a seguir acogiendo. Su hospitalidad no es decorativa ni sentimental: es concreta, casi obstinada. La Navidad, lejos de ser un telón de fondo amable, actúa aquí como un espejo incómodo que deja al descubierto heridas, ausencias y carencias afectivas. En Carmen se entiende que la misericordia no es una idea elevada, sino algo muy práctico: una silla libre, una cena con desconocidos, una puerta que no se cierra.

Mario Pérez Roldán, Alberto Mazarro y José Luis Panero

A su alrededor se sientan personajes que llegan cargados de soledad. Luna muestra el síntoma de un malestar físico inapreciable; Pepe arrastra viejas heridas familiares y una desconfianza absoluta hacia cualquier idea de cambio. Alejandro y Mateo representan un futuro incierto, no como una promesa de luz, sino como el resultado de favorecer un diálogo con más preguntas que respuestas. Ninguno de ellos son personas ingenuas. Pero todos, de un modo u otro, llegan con la misma necesidad: ser vistos, escuchados y aceptados sin condiciones.

La relación entre el grupo de desconocidos en casa de Carmen se construye a través de miradas. Ni siquiera es necesario que alguno hable demasiado. Entre Carmen y Pepe hay una voluntad clara de acercar posturas. Entre Luna y Alejandro hay complicidad a primera vista. Mateo, el más joven, funciona como una especie de termómetro moral: la película sugiere con acierto que quien está más expuesto reconoce antes que nadie lo que no es auténtico, lo impostado. Y aquí no hay lugar para las soluciones fáciles.

Eso sí, el carácter teológico al que antes nos referíamos está representado en el reencuentro entre el Padre Manolo y Octavio. Manolo conserva la fe, pero la tiene agotada, fruto de los golpes de la vida que no ha sabido encajar. Octavio, en cambio, es alguien que renunció a ella, empujado por la búsqueda de otro amor y asediado por una culpa que todavía le pesa.

Laura Lebó

Su conversación no busca sentar doctrina, sino entender qué les pasó a cada uno y qué queda de auténtico en ambos. No se juzgan; se reconocen como dos hombres que fallaron en aquello que más querían. Y ahí está una de las ideas más potentes del cortometraje: la fe solo tiene sentido cuando se enfrenta a la propia fragilidad del ser humano, cuando se acepta que caer no es el final, sino a veces el único lugar desde donde empezar de nuevo.

En este sentido, El evangelio de la servilleta puede situarse dentro de una tradición de cine que ha abordado lo religioso lejos de cualquier aspecto dogmático, atendiendo a la experiencia concreta de personajes enfrentados a la culpa, la responsabilidad y la necesidad de recomponer relaciones.

La película dialoga con la austeridad ética de Diario de un cura rural (Robert Bresson, 1951), donde lo sagrado se expresa a través de una mirada rigurosa sobre lo cotidiano, y con Al azar, Baltasar (Robert Bresson, 1966), que  pone el sufrimiento y la inocencia en primer plano. También conecta con First Reformed (Paul Schrader, 2017), no tanto por su planteamiento argumental como por su manera de entender la espiritualidad como una exigencia moral que interpela directamente a quien la asume.

En este sentido, la Navidad funciona como catalizador de todas esas emociones. No hay milagros repentinos ni reconciliaciones inmediatas, sino intentos torpes de acercarse al que tenemos al lado, a menudo a través de palabras que llegan tarde. La soledad que atraviesa la historia no tiene que ver con estar solo, sino en no saber cómo pedir perdón, cómo decir lo que duele. Al final el afecto aflora en todos los nuevos amigos. De hecho se hace creciente y palpable, porque las grandes preguntas ya están contestadas. Otro ejercicio, bien medido, de la arquitectura dramática que exhibe el guion.

Laura Lebó, Alberto González, Alberto Ramos e Isabel Gómez Escalonilla

Por otro lado, la aparición del Repartidor, ya hacia el final, introduce una nueva dimensión a la aventura. No es solo alguien que trae algo, sino quien pone en marcha un reconocimiento: lo importante puede esconderse en nuestro día a día sin que nos denos cuenta. Así las cosas, la película insiste en la idea cristiana de que lo más valioso suele llegar sin hacer ruido.

Frente a la dimensión histórica y trágica de Silencio (Martin Scorsese, 2016), la propuesta de Parra de Carrizosa trabaja en una escala cercana y reconocible, más próxima a la espiritualidad sugerida de El espíritu de la colmena (Víctor Erice, 1973) o a la mirada de Abbas Kiarostami en El sabor de las cerezas (1997), donde el significado brota de la belleza. A partir de ellos, el cortometraje muestra su posición: lo religioso no se impone como verdad ni como solución.

En cuanto al aspecto formal, los calculados planos cerrados refuerzan la intimidad del conflicto y el montaje consigue que las escenas y las interpretaciones respiren bien. De hecho, la austeridad del relato en El evangelio de la servilleta permite que la simbología religiosa se manifieste con naturalidad. Esa renuncia al exceso no es solo estética, sino también ética.

Al terminar la película, la servilleta deja de ser un objeto cualquiera. Se convierte en la prueba de que la verdadera epifanía está en mirar de frente la soledad del otro. ¿Quién se atreve a seguir escribiendo este evangelio?

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