Pensemos en el volumen. Un objeto en un espacio, en un lugar, en un momento determinado. La obra escultórica es a la vez la propia obra, sus formas, sus colores, sus olores, su textura… pero también es el elemento que la soporta, y a su vez todo lo que la rodea. Así pues, contemplar una escultura es una experiencia multisensorial.
Y es algo que se constata en «Formas y ritmos en la Dimensión Geométrica», la exposición del artista colombiano Gustavo Vélez celebrada en el Museo de Arte Moderno de Santo Domingo. Las esculturas abstractas en mármol, bronce, acero o aluminio, se alejan de su condición natural para sugerir una composición maleable, orgánica e incluso cambiante, que podría evocar lo efímero de la vida. Estas formas contradicen la propia lógica de la naturaleza, la de los rígidos materiales que, con suma delicadeza, han sido labrados por un escultor que les quería impregnar su visión hasta convertirlas en piezas únicas.
Su obra transmite armonía, y al observar las piezas, es inevitable hacerse preguntas. El discurso en el arte se eleva y desciende con la misma significación que el propio temperamento: no hay rigidez en el elemento rígido como no hay rigidez en la interpretación de la propia obra. Ves algo que no es su propia naturaleza, pero que es al haber sido transmutado. Hay una especie de alquimia en la obra de Vélez. Pero acaso, ¿no es también el viento, un escultor que erige monumentos a su paso, que esculpe la piedra hasta darle las formas más inauditas? Mientras se camina entre las piezas que componen la muestra, se piensa en el arte, y surge la pregunta ¿qué es el arte?, ¿dónde nace? El discurso nos transporta. Y más allá de causarnos impresión, están las sensaciones que nos trasmite, tal vez sentir deseo de tocar esas piezas, acariciarlas, aunque no se haga, porque la escultura es un arte volumétrico, que encaja en el espacio y posee una forma concreta, pero también una textura otorgada por el elemento en el que está realizada o propiamente porque el artista ha querido otorgársela. Allí, entre las piezas expuestas, me vi gratamente desdibujado entre todas esas figuras desdibujadas que parecen ser otra cosa más allá de su propia naturaleza.
Aunque la mayoría de las seleccionadas para la muestra se aglutinan en el interior de las instalaciones del museo, algunas traspasan esos muros, encontrándose expuestas en el exterior, en la propia plaza que precede la entrada y en zonas céntricas de la ciudad. El contexto cambia, cambia su significación, la pieza es importante, tanto como lo que la rodea. Las que se encuentran distribuidas en Ciudad Colonial, zonas muy transitadas por lugareños y por incontables turistas, están inmersas en un torbellino de personas que vienen y van a lo largo de todo el día. Una escultura pesada, inerte, insertada en un lugar con una historia que remonta muchos siglos atrás, a la vez un lugar caótico, ininterrumpido, una pesada pieza que nos llama a detenernos, a contemplar la obra, a desaparecer un poco de nuestras ajetreadas vidas. Me pregunto cuántas personas, inmersas en la velocidad de nuestros días, se detienen, tal vez solo unos minutos, a contemplar una obra escultórica en mitad de una plaza, a integrar esa armonía en un estilo de vida a la carrera que deja poco espacio para el asombro y la contemplación.
La función del arte no puede ser de ningún modo rígida, ni estar encuadrada y categorizada, pero de su importancia no puede caber duda alguna: evoca, crea sensaciones, invita a pensar, genera discursos. Y por supuesto, no podemos abandonar la proeza estética, porque lo que es incalculable es la capacidad de emocionarnos y sobrecogernos, ¿cuánto estupor no sigue creando La Piedad, de Miguel Ángel? ¿Cuántas preguntas no nos generan los bisontes que llevan milenios en las cuevas de Altamira? O la sobrecogedora impresión, de una obra de Auguste Rodin, que es como acercarse al borde de un precipicio y asomarse al vacío, o la dualidad y la contradicción que nos evoca las inmensas arañas de Louise Bourgeois, o las escuálidas obras de Alberto Giacometti, que nos abren las cicatrices, que nos devuelven todas las dudas existenciales que nos abordan…
«El reto es conseguir que la dureza y la pesadez de los materiales adquieran un toque de fragilidad y transparencia, que la escultura se vuelva ligera y que la geometría flote en el espacio como una provocación al infinito, como energía cósmica» (Gustavo Vélez).