abril de 2024 - VIII Año

Complejo de inferioridad español

El sintagma –complejo de inferioridad- no se corresponde con ningún cuadro clínico descrito por la psicopatología. Sin embargo, es utilizado, con frecuencia, por la sabiduría popular para referirse a una actitud de inhibición, que hace del apocamiento castillo de indefensión donde refugiarse.

Este complejo de inferioridad es un cúmulo de sentimientos disfóricos y elaboraciones mentales que los retroalimentan: vergüenza por los errores cometidos; dolor y culpa por el daño infringido; bochorno por albergar pretensiones imposibles, etc. A ellos hay que agregar la inseguridad que deriva de la crítica interna, que hace recidiva de las heridas antiguas, deja maltrecha la estimación propia y desguaza el poder de la persona.

El acomplejado, en su diálogo interno, no deja de zaherir su estabilidad, gasta muchos recursos rumiando reproches, profundizando su propia autodestrucción y agrandando su pesadumbre. De esa forma, se amilana y se esconde tanto más cuanto sus enemigos incrementan el acoso porque, cuando la víctima anda en retirada y no se defiende, resulta más fácil rematarla.

Los procesos individuales no son equiparables con exactitud a los procesos del espíritu colectivo, el volkgeist, la idiosincrasia de los pueblos y las naciones, cuyo carácter también es construido, como el individual, sobre la base de la dinámica relacional. No obstante, tienen muchas similitudes y paralelismos.

El acomplejamiento, individual o colectivo, puede  venir de antiguo, arrastrado por fracasos reales que la persona no supo integrar como eventualidades de su aprendizaje, u ocasionados por reprimendas contundentes y descalificaciones propinadas por sus educadores, poco pacientes, carentes de empatía y exigentes, demasiado exigentes.

En la estructuración del carácter español han tenido un impacto drástico dos instituciones convergentes, que han adunado su poder como agentes educadores, para darle forma, crear su estilo y forma de estar en el mundo; a saber: Iglesia y Ejército.

Voy a considerar a estas instituciones en tanto que educadores. No quiero entrar en sus entresijos teológicos, ni en sus excelsos valores militares. ¡Dios y la Patria me libren!

En la cosmovisión eclesiástica, el hombre, el educando a nuestros efectos, es un pecador, que viene culpado desde su nacimiento. Además, es víctima de sí mismo, la carne, y del mundo, producto de su creatividad. De entrada, parece un alumno poco de  fiar, que necesitará mano dura para ser embridado.

Como ideal al que aspirar, el educador eclesiástico propone: sed perfectos como vuestro Padre Celestial es perfecto. Este célebre apotegma, además de un imposible metafísico, como objetivo pedagógico es una exigencia perniciosa que destruye la pedagogía posible. El hombre, según dice el Génesis, está hecho de barro soplado, en tanto que Dios es puro Nous. No hay color; la distancia es infinita. El paradigma que se  propone al alumno es inalcanzable, por mucho esfuerzo que éste hiciera. Ello asegura la censura crónica de la propia consciencia que atora al alumno, ya que el apotegma, en tanto que objetivo pedagógico, es de imposible cumplimiento y, por tanto, resulta perverso.

Además, la Iglesia instituye el Santo Tribunal de la Confesión a fin de pasar revista cíclica a la evolución del alumno en sus esfuerzos. Como quiera que éste es pecador por naturaleza y fracasado de antemano en sus empeños por replicar el modelo propuesto, su condena va a ser regular, persistente e inevitable. Habrá penitencia que cumplir, tras recibir serias reconvenciones. Así, no hay modo de que crezca el amor propio para enfrentar nuevas intentonas, o explorar opciones alternativas.

La didáctica eclesiástica no se contuvo sólo con este tribunal, sino que, en España, durante tres siglos y medio funcionó el Santo Tribunal de la Santa Inquisición. Los Reyes Católicos lo pidieron por garantizar la unidad entre sus súbditos, en aras del principio cuyus regis eius religio, más falso que prometedor. Pero, es lo que creían a finales del siglo XV y de ahí, también nació el afán político de la cristianización de América, mal que le pese al actual Papa Francisco I. En la otra cara, la Iglesia utilizaba este tribunal para imperar sobre el pensamiento, celosa de preservar el dogma, y no dudaba de relajar a todos los alumnos díscolos. Por mucho menos de lo que estoy diciendo, yo sería relajado en la hoguera.

Con la tijera que forman ambos tribunales, se ha ido castrando la libertad de obra, mediante la confesión, y la de pensamiento e investigación, mediante los autos de fe. El miedo a desobedecer a uno u otro tribunal, ha conseguido el encastillamiento en lo obvio, en lo vulgar, para no dar la nota y topar con la Iglesia, como sabiamente se asombra don Quijote de haber hecho… Más que una metáfora, desde luego.

El otro mentor del pueblo español, como modelo, es el Ejército. Durante gran parte de los siglos XIX y XX, ha detentado una hegemonía excluyente del poder civil, e imposibilitado la emergencia de un pensamiento político sólido y maduro, centrado en proyectos convenidos y ajustados a las necesidades de la Nación. ¡Qué paradoja! El empobrecimiento del criterio patriota, imputable a los servidores de la Patria.

Desde Recroi hasta Annual, pasando por Trafalgar, Cavite y Santiago de Cuba, el palmarés militar no es para presumir de otros resultados que el heroísmo de los muertos. Y siempre mueren los mismos. El antepenúltimo éxito del Ejército español fue la batalla de San Quintín, en 1557, celebrada con la magnificencia del monasterio de El Escorial, cuyo símbolo es una parrilla, tal vez, para dar árnica al inconsciente colectivo. ¡Es tan difícil no toparse con la Iglesia!. Catorce años después, llegó Lepanto, la penúltima gesta militar. Gracias al duque de Welington, tras batallas memorables, la última en  Vitoria, el ejército español logró echar a Napoleón. Bueno, es su última hazaña.

A partir de entonces, durante el siglo XIX, todo el solar patrio es un valle de caídos ante Espartero o Zumalacárregui. Si no mandaba Narváez, era Serrano contra Prim, Maroto, o Cabrera “El Empecinado”…Las guerras carlistas y la guerra civil en América se sucedieron entre vicalvaradas y asonadas militares varias, hasta el pronunciamiento saguntino de Martínez Campos. Todo esto se producía ante la estupefacción del pueblo español, condenado a poner los muertos y al silencio. Morir y callar, o viceversa.

Cuando llega el siglo XX, sobrevienen tres dictaduras militares: la de Primo de Rivera y Berenguer consecutivas, y la de Franco, tras casi tres años de guerra civil, persistió otros cuarenta años. El modelo del Ejército, como referente educativo, no puede ser más fúnebre y lamentable. Y, sobre todo, esterilizador a efectos de crear condiciones para que floreciese una conciencia pública, más allá del cacicato (pacto del Pardo entre Cánovas y Sagasta) y las manipulaciones de la Monarquía, que ha puesto la sal y la pimienta del desaguisado: por la gracia de Dios, después de los Austrias menores, llegaron tres psicóticos, un incapaz, un felón y una pléyade de sicalípticos. Tampoco es una institución que sirva de referente y nos alivie del complejo de inferioridad.

El nacionalismo español sucumbió en Villalar. Allí nacieron, al mismo tiempo, los Grandes de  España y el complejo de inferioridad. Éste último acrecienta hoy la fuerza centrífuga de los nacionalismos periféricos, nacidos a rebufo del romanticismo y las guerras carlistas; hace que  cierta izquierda dé crédito a la leyenda negra y reniegue de la labor civilizadora que ejerció la totalidad del pueblo español, a pesar de sí mismo y sus reyes, a lo largo de tres siglos; se queman y pisotean banderas de España y otros símbolos, en el ara de  la libertad de expresión; se persiguen el folclore y los ritos étnicos característicos; últimamente, el castellano es acosado, por su valor aglutinante y símbolo de integración; por si faltara algo, la Historia misma se está cercenando y desestructurando, para arruinar el patrimonio común. Sin historia, no hay identidad. Rafael Nadal, por su españolidad, es cuestionado en su propio pueblo. Ni siquiera el PP dejó que sonara el himno nacional durante su último congreso. Es como si todo lo que suena a “español” apestase y, dentro de España, fuera un catalizador de odio y desprecio.

Nietzsche postula –Así habló Zaratustra– que el hombre tiene que sobreponerse a lo establecido y centrarse en los valores que tienen que ver con él, criticar las imposiciones sin cambiar lo que es bueno y buscar su autenticidad en los valores que entiende. Sin pretender endiosarse, tal vez el hombre tenga que expulsar de sí ciertos valores que pertenecen a Dios, y afrontar con fuerza su modesta labor creativa y de dignificación de la propia vida. La voluntad de poder es poder sobre sí mismo, no sobre otros, porque el reto de cada hombre es construir el ser excepcional que está llamado a ser. En definitiva, Nietzsche pide más autenticidad original y menos grandiosidad alienada.

Esta tarea puede ser también camino para construir Patria sin complejos, porque valores inteligibles y mentores que los ejerzan hay por doquier, en todos los tiempos y ámbitos. Algunos, universales. Vamos a buscar algunos en nuestro pasado remoto y próximo.

En el área extensa de la feminidad, en la antigüedad, Leonor Plantagenet, mujer de Alfonso VIII, culta y de gran sensibilidad, organizaba y mantenía lo que hoy llamaríamos dinámica de grupos para implantar y acrecentar la consciencia y dignidad de la mujeres. Está entre el siglo XII y XIII. Al siglo siguiente, María de Molina, mujer con redaños, enseña cómo pelear en un mundo de hombres, sin capitular de su deber. A finales del siglo XV, brilla de forma estelar la contundencia de Isabel I de Castilla, monumento de coherencia, generosidad y entrega a su misión. Coetánea y amiga de Isabel, encontramos a Beatriz Galindo, modelo de afán por saber y filantropía.

Sin salir del campo femenino, en las proximidades de nuestro tiempo, podemos fijarnos en la capacidad de trabajo, como antropóloga de campo, de la políglota Cecilia Böhl de Faber, el poder constructivo de Concepción Arenal, la congruencia de María Zambrano, y la fidelidad a la misión conferida de Sofía de Grecia, otra persona egregia.

En el sexo masculino, hombres eximios nos muestran también caminos axiológicos a actualizar y desarrollar. El éxito de las Navas de Tolosa es imputable a un liderazgo integrador, que hoy quisiéramos tener… Las Siete Partidas fue más que un código; simboliza la independencia del poder civil frente al eclesiástico y Alfonso X estuvo dispuesto a pagar el precio que le impusieron por legislar sin padrinos teocráticos.

Hay un lírico valiente, que estuvo resuelto a compartir su saber desafiando a la Inquisición y a pagar con cinco años de cárcel su osadía, como decíamos ayer.

En la Escuela de Salamanca, tenemos un elenco de guías cuya modernidad los mantiene vigentes: Francisco de Vitoria, Luis de Molina, Suárez, Mercader y otros.

En la Realeza, encontramos a Carlos III creando equipos de personas más valiosas que él, sin miedos ni recelos, fueran importados de Italia como Esquilache y Grimaldi, o captados en España como Aranda. Floridablanca y Campomanes. El liderazgo integrador es un valor de excelencia. Excelencia que hoy practica Felipe VI con su honestidad a ultranza y fidelidad exquisita a su papel constitucional.

También la República da modelos sublimes como Nicolás Salmerón, de la Primera, que estuvo dispuesto a dimitir para no firmar sentencias de muerte, haciendo prevalecer la coherencia de su pensamiento sobre los oropeles del cargo. En la Segunda República,  hizo lo mismo Alcalá Zamora, por su desacuerdo con el artículo 26 de la Constitución.

Podemos presumir de figuras insignes, en Literatura (Garcilaso, Fray Luis de León, Cervantes, Quevedo, Pérez Galdós, Baroja y tantos otros), en el Arte (Velázquez, Zurbarán, Goya, Picasso, Dalí), la Música (el joven Arriaga, Albéniz, Falla, Rodrigo), en Medicina hay dos premios Nobel… A algunos de ellos, las musas los pillaban trabajando.

En definitiva, no tenemos por qué vivir acomplejados, ni renegar de nosotros mismos, porque nuestra historia está plagada de tesoros encomiables, a pesar de los pesares y pese a quien pese, cuyos valores nos conciernen y es nuestro deber actualizar.

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