mayo de 2025

El humanismo al rescate

Grupo de esculturas del Partenón

La idea de que el hombre es una criatura aciaga no es nueva, en absoluto; de hecho, la historia de la cultura occidental discurre escindida en una dupla (miseria/dignitas) en virtud de la cual somos, ¡al mismo tiempo!, lo mejor y lo peor que imaginarse pueda: así, mientras en Homero podemos leer que “nada hay sin duda más mísero que el hombre / de todo cuanto camina y respira sobre la tierra” (Ilíada, XVII, 446-447), o que “ningún ser más endeble que el hombre sustenta la tierra / entre todos aquellos que en ella respiran y andan” (Odisea, XVIII, 130-131), a Nemesio de Emesa (350-420 d. C.) no le duelen prendas a la hora de preguntarse, retóricamente: “¿Quién podría enumerar los privilegios de tan singular criatura? Atraviesa los mares, penetra los cielos por medio de la contemplación, calcula con el pensamiento los movimientos, las distancias y las medidas de los astros, se beneficia de la tierra y de la mar, desprecia el furor de las bestias salvajes y el poderío de los monstruos marinos, dispone todo conocimiento, arte y método; por medio de las letras, él conversa, a pesar de la distancia, sin que el cuerpo sea un impedimento, con los que él desea; profetiza el futuro, gobierna todo, domina todo” (Sobre la naturaleza del hombre). Conjugando equilibradamente la conciencia de la propia fragilidad, por un lado, y su innata aptitud para transmutarla en capacidad, por el otro, es como el hombre clásico pudo aunar la humildad y la prudencia –virtudes clásicas donde las haya– con una irresistible tendencia a acceder a las “más altas metas” de las que hablaba Cicerón: a la excelencia.

Es en el Renacimiento europeo cuando más predicamento obtiene esta visión armónica del ser humano como funambulista entre la tentación del masoquismo nihilista y la del delirio prometeico. Autores como Barga, Facio, Manetti, Ficino, Pico o Fernán Pérez de Oliva fraguan una interpretación del humanismo clásico como epítome de la plenitud existencial donde nada falta y nada sobra, pues al recuerdo de nuestra condición mortal se le opone la llamada a asumir y consumar nuestra vocación inmortal. Ni infalible como un dios, ni rastrero como una bestia, el hombre clásico se sabe limitado pero no renuncia a lo ilimitado: su dignidad pasa por conocer su fondo de miseria, es decir, por saberse falible y vulnerable, pero no por ello dejar de esforzarse por contenerlo y superarlo.

Este equilibrio se quiebra con el arranque de la Modernidad, en el siglo XVII, y se consolida con su apoteosis, a lo largo de todo el XIX y hasta mediados del XX. Si antes se censuraba la hybris como un exceso imperdonable, ahora se espolea un furor desaforado por conquistar la totalidad de lo real. El hombre deja de ser, ¡en plena revolución copernicana!, el centro del universo, para disolverse en la naturaleza como “uno más”: en un periplo que Michel Onfray ha descrito en su libro Ánima con su desenfado y solvencia habituales, el paradigma del conocimiento científico –empirista, materialista, experimentalista– achata y reduce lo propio del hombre, que residía hasta entonces en su alma incorpórea, a un fenómeno orgánico como otro cualquiera, sin una misión especial en el contexto de una realidad reducida a lo perceptible por los sentidos o por sus prótesis técnicas (microscopios y telescopios, entre otros).

Desde entonces, la autoestima de la humanidad no ha hecho más decrecer a medida que aumentaban sus supuestos logros objetivos: si, por un lado, se adueñaba del orbe entero de la mano de la Revolución Industrial y su implacable apisonadora, por el otro la experiencia subjetiva de devastación se extendía como los matorrales por un solar. Basta con leer a los autores existencialistas (el primer Sartre, Ionesco, Cioran) o a un Samuel Beckett para percibir el estado de postración al que se ha visto arrojado el hombre moderno una vez se le ha negado cualquier perspectiva trascendente; su valor, en términos ontológicos, no es superior al de un murciélago, pues, como advierte Yuval Noah Harari en su Homo deus: “En esencia, los humanos no somos tan diferentes de ratas, perros, delfines y chimpancés. Al igual que ellos, carecemos de alma”. El animalismo y el antiespecismo no son más que la desembocadura lógica, fatal, de una deriva que empieza con la negación de la dimensión espiritual del hombre y concluye con su reducción a una especie existencialmente irrelevante, cuando no a una molestia o a una amenaza para el resto de seres vivos.

En este contexto de lenta y meticulosa demolición controlada del humanismo, entendido como una cosmovisión dentro de la cual la humanidad ocupa la clave de bóveda –por encima de cualquier otra, pero por debajo de la divinidad–, se alzan varias voces que tratan de romper una lanza (quizás, la última) en defensa de la dignidad del hombre.

Una de las más estentóreas, hasta la fecha, ha sido la del filósofo francés Luc Ferry, quien ya se declaraba alarmado en un libro premonitorio (El nuevo orden ecológico, publicado nada menos que en 1992) acerca de la pujanza de las tesis de la llamada ‘deep ecology’, muchas de las cuales se han convertido en 2025 en moneda corriente: para esta ideología antropoclasta –para utilizar el neologismo acuñado por Jesús Cotta–, el ser humano es únicamente un ser vivo entre otros; carece de legitimidad moral para ejercer autoridad alguna respecto a las demás especies; los animales son seres dotados de derechos inalienables que debemos reconocer, proteger y fomentar… e così via. Este pensador, incardinado en la tradición de las Luces (de hecho, es un kantiano a carta cabal) pero sensible a los valores espirituales del humanismo clásico, no duda en alzar la voz contra quienes pretenden desalojarnos de nuestra ubicación de honor en el cosmos para rebajarnos al nivel de las babosas o las cochinillas.

Otro pensador beligerante en pro de la singularidad de nuestra especie desde las filas de la ideología ilustrada es Víctor Gómez Pin, quien acaba de publicar El ser que cuenta (Acantilado, 2025). En este voluminoso ensayo, compuesto por materiales de distinta índole, unos más interesantes que otros, destaca su afirmación de que “el hombre es esencialmente un ser de juicio, un ser que da significación a las cosas”, lo cual le separaría de la mera sucesión de acontecimientos para elevarle hasta una atalaya desde la cual da y quita sentido a lo que ocurre. Esta capacidad nuestra, única en el cosmos, de reconocer en los hechos una dimensión que los “trasciende” (la expresión no es baladí), es propia y exclusiva del ser humano, y sin ella “la naturaleza quedaría abismada en la insignificancia”.

Ahora bien, por mor de distintos factores que ahora no voy a abordar, en nuestra época se ha convertido en un auténtico dogma el negarle cualquier significado a las cosas que (nos) ocurren, hasta el punto de reducirlo, en caso de atribuírselo, a una construcción artificial, cuando no artificiosa. En el siglo XXI, el pan con el que nos desayunamos cada día es el de la condición absurda de lo real: se defiende que todo es hijo de la que los clásicos calificaban de “fortuna” (del azar, del caos), y que solo un iluso postularía que, tras las apariencias de lo cambiante y accidental, subyace una dimensión significativa, a la cual deberíamos atender para no ser arrastrados por la corriente atropellada de los hechos sin relevancia. ¡Qué diferencia con el hombre antiguo, que se sentía interpelado y concernido en lo más íntimo por el orbe entero: por los meteoros, por la disposición de unos huesos al arrojarlos sobre una mesa, incluso por la trayectoria que describía el vuelo de un ave por el cielo! Para el hombre actual, todo discurre por los cauces de la indiferencia: nada atiende a nada, nadie entiende a nadie, los fenómenos se suceden sin orden ni concierto, como los átomos epicúreos en caída libre rodeados por todos lados de vacío. ¿Cómo no va a sentirse… desesperado? Su existencia carece de “sentido”, es decir, de significado, pero también de dirección, de propósito, de otro puerto final que el de la fría tumba. Nada tiene de raro que esta sensación subjetiva de vacuidad se traduzca en una autodegradación de su propio lugar en el planeta: si la vida humana está desprovista de cualquier sentido, entonces nada la separa de la de un reptil o un insecto, ¡todos somos seres vivos que nacemos, crecemos, (no siempre) nos reproducimos y morimos!

La única salida al atolladero al que nos ha abocado la imposición en todos los órdenes del paradigma materialista y cientifista –en virtud del cual los hombres somos seres tan (poco) dignos como las arañas, pues como ellas carecemos de alma y vivimos sin otra misión que la de satisfacer nuestras necesidades básicas– es el retorno a los principios del humanismo clásico, para el cual el humano es el ser más importante del planeta, pues solo él está en condiciones de descubrirle a lo que ocurre un sentido (es decir, un significado y una dirección a la altura de lo que estamos llamados a llegar a ser). La alternativa es seguir deslizándonos por la pendiente del absurdo que, lo admitamos o no, es el mayor enemigo del hombre. ¿No solemos utilizar la expresión “no tiene sentido” cuando nos encontramos ante algo absolutamente inaceptable? Y es que los seres humanos somos capaces de aceptarlo todo (¡incluso morir!) siempre y cuando  podamos inscribirlo en un relato verosímil. Urge enarbolar de nuevo la excelencia inmarcesible del legado humanista, solo el cual, si le prestamos la atención que merece, podrá rescatarnos del nihilismo antropoclasta que le sustrae a la humanidad su espacio propio y, en suma, su dignidad.

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